INTRODUCCIÓN A LA PSICOPATOLOGÍA

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INTRODUCCIÓN A LA PSICOPATOLOGÍA
APROXIMACIÓN CONCEPTUAL: ENTRE LA AMBIGÜEDAD SIGNIFICATIVA Y LA POLISEMIA TERMINOLÓGICA
La persona que se decide por el estudio de la psicopatología se encuentra con frecuencia en una especial posición. De una parte, por el sentimiento de atracción por el misterio que caracteriza a los trastornos psicopatológicos. De otra, por la ilusión de conocer o desvelar el misterio; un misterio en que ella misma está inmersa. En cualquier caso, la persona que se abre al conocimiento de esta materia se experimenta así suficientemente interpelada. De aquí, que conciba unas expectativas que, por ahora, están lejos de poder ser satisfechas. Pero esas mismas expectativas son, para muchas de estas personas, las raíces de las que brota esta especial vocación por la psicopatología.
Hay, qué duda cabe, diversos términos -y lo que cada uno de ellos pretende significar- para referirse a la psicopatología. Esto puede confundir en materia tan compleja y, desde luego, no contribuye a una clara exposición de su contenido.
Entre los conceptos más frecuentemente usados, cabe seleccionar los siguientes: psicopatología, patopsicología clínica, psicología patológica, psicología anormal, psicología de la conducta desadaptada, psicopatología experimental, psicopatología objetiva, psicología clínica, terapia de conducta, terapia del comportamiento, psicología anormal experimental, análisis funcional de conducta, modificación de conducta, psicología de la anormalidad, etc. La multiplicación de los conceptos como la de los entes, resulta un inconveniente añadido, aun cuando haya alguna razón para ello. ¿Qué razones son las que han hecho posible esta multiplicidad de conceptos, en modo alguno sinónimos? Responder a esta sencilla pregunta exige zambullirse en la cuestión medular de quésea la psicopatología y cuál ha sido su reciente devenir histórico.
Algunos de estos conceptos desvelan ya la escisión entre las distintas formalidades desde las cuales se han estudiado los fenómenos psicopatológicos. Muchas de ellas llevan en sí la impronta de las diversas escuelas desde la que se ha pretendido enfocar el estudio de la psicopatología, en su historia científica reciente. En algunas ocasiones, los términos acuñados patentizan aspectos parciales del problema, ateniéndose a áreas muy recortadas (como lo relativo a la terapia, que no es propiamente hablando psicopatología, y hace referencia más bien al tratamiento psicoanalítico y a la modificación de la conducta), de donde tomaron prestado los conceptos, que luego extendieron a un amplio sector de fenómenos psicopatológicos. En otras, el uso de nuevos términos tiene su origen en una concreta formalidad: la metodología por la que se optó. Este es el caso, por ejemplo, de la psicopatología experimental o el análisis observacional de la conducta desadaptada. Aquí no fue la escuela sino el método seguido el que está en el origen de los términos empleados. En cualquier caso, muchos de estos términos han sido usados para la titulación de obras y manuales muy concretos y bien conocidos por los estudiosos de la materia. Mencionarlas aquí responde a la necesidad de tomar en consideración a
algunos autores, cuyas aportaciones, no obstante, deben ser hoy reconocidas: bien porque todavía están vigentes o bien porque, aunque ya obsoletas, constituyeron en el pasado nuevos hitos en el afrontamiento y el avance en el estudio de estos problemas.
Con ánimo de sistematizar un poco mejor las distintas denominaciones, parece conveniente agruparlas según su procedencia doctrinal y metodológica, con el fin de poder luego optar por el término que mejor convenga al caso. El lector interesado puede ampliar esta información en las obras de Helzer y Hudziak (2005), Vallejo (2007), Maddux, Gosselin y Winstead (2007) y Ionescu (1994).
Sin duda alguna, el término que desde el inicio hizo fortuna y su uso es generalizado en la actualidad, es el de PSICOPATOLOGÍA, un concepto que debemos a Jaspers (1913).
El ámbito teórico desde el que se afrontó su contenido fue la fenomenología clínica, perspectiva que ha estado vinculada durante un siglo a la psiquiatría médica. Los términos de psicopatología y patopsicología clínica son, sin duda alguna, de extracciones médicas y muy vinculadas a la práctica clínica. En cambio, conceptos como el de psiquiatría experimental, psicopatología objetiva o psicopatología cuantitativa, se sitúan más próximos a los ámbitos investigadores, y más alejados de la clínica.
Acaso algunas de estas denominaciones podrían generalizarse más adelante, si desde el campo de las neurociencias, de la genética y de la biología molecular -como acontece en un sector todavía muy pequeño de la clínica- se incorporan a los criterios clínicos y se asume por la psicopatología la metodología propia de las ciencias experimentales y positivas.
Mientras tanto esto suceda o no, e independientemente de ello, se considera más beneficioso para esta introducción a la psicopatología la renuncia al uso de esta terminología, más próxima y propia de la investigación en psiquiatría. Por último, desde la psicología se han introducido numerosas denominaciones para referirse a los fenómenos psicopatológicos. De aquí la necesidad de optar entre aquellas que traducen sin traicionar el contenido, la metodología y el contenido específico de esta disciplina.
Los términos que mejor se ajustan a las características propias de psicopatología son los siguientes: —Psicología patológica. —Psicología de la anormalidad. —Psicología de la conducta desadaptada. La renuncia al uso de términos que denotan denominaciones parciales, segmentarias o dirigidas a limitados objetivos concretos (como terapia de conducta o análisis experimental de la conducta), consideramos que es obligada, a pesar de que disponga de una cierta y relativa legitimidad. Sin duda alguna, estos conceptos expresan con toda nitidez la exactitud y precisión de ciertos procedimientos (terapéutico, pragmático y clínico) en su concreción. Pero, ninguno de ellos acaba de incidir en los aspectos estructurales de los que debe ocuparse la psicopatología. Por el contrario, los anteriores conceptos seleccionados hacen referencia, con toda claridad, al contenido peculiar de esta disciplina, sea éste considerado como lo patológico, la anormalidad o la conducta desadaptada.
De otra parte, la expresa formulación del término “conducta” puede salir garante, además, de la concreta perspectiva desde la que, sin duda alguna, también puede y debe estudiarse el comportamiento patológico. Esta breve advertencia terminológica en absoluto pretende ser determinista ni excluyente de otros conceptos. Se trata sencillamente de optar por el concepto que mejor vincula esta disciplina con el quehacer clínico y el aprendizaje de los que aspiran a su estudio y conocimiento.
Más adelante se emplearán indistintamente aquellas denominaciones cuya frecuencia de uso es mayor entre los clínicos y expertos de la comunidad científica. Podrán visualizar en el siguiente esquema la estrecha ligazón conceptual entre la psicología de la anormalidad (patología) y la psicopatología (clínica) propiamente dicha:
PSICOLOGÍA PATOLÓGICA
PSICO (LOGÍA)
PATOLOGI (C) A
PSICOPATOLOGÍA
ANÁLISIS DE ALGUNAS DEFINICIONES
Los diversos conceptos que se han suscitado acerca de la psicopatología, a lo largo del tiempo, muestran algo de su historia. Se trata de la historia de esta ciencia, en función no solo de las nuevas aportaciones científicas descubiertas, sino también de las diversas escuelas y teorías y, principalmente, de cómo éstas se han trasmitido. De esta diversidad conceptual, y de su empleo generalizado, depende esa pluralidad de significados (polisemia) contenidos en una misma palabra: psicopatología. Por el momento, no parece que los variados significados que se le han atribuido, por la frecuencia de uso del lenguaje, tiendan a hacerse convergentes. Hay, eso sí, una única diana en la que todos, a su manera, impactan en general: los fenómenos psíquicos anormales. Pero esto con ser mucho, es muy poco (comparado a lo que sucede con otras disciplinas) para definir con cierto rigor lo que constituye el perfil específico y académico de la psicopatología. Cierto, que se parte de la patología psíquica, pero no es menos cierto el hecho de que esa misma patología puede ser estudiada por diversas disciplinas (como, por ejemplo, la epidemiología, la antropología, la psicobiología, las neurociencias, la psicofarmacología, la psicoterapia, etc.).
En efecto, todas las anteriores disciplinas y otras afines se ocupan también de los fenómenos psíquicos anormales o patológicos, lo que en la antigüedad se denominó con el término de “enfermedad mental”. Sin embargo, ninguna de ellas pone su foco como debiera, en lo que constituye el objeto específico de la psicopatología. La psicopatología ha ido evolucionando desde una ciencia descriptiva e introspectiva, en una primera fase, a transformarse posteriormente en una ciencia analítica y, más tarde, en una ciencia observacional, funcional, neurocientífica bioquímica y experimental, lo que constituye la médula de su proceso histórico, en perenne servicio al ámbito clínico.
Con Griesinger (1871), la psicopatología iniciaba un camino balbuciente, que se agotaba en la pretensión de describir, no siempre todo lo sutilmente que el caso exigía, los fenómenos psicopatológicos, y de tratar grosso modo de agruparlos. En esta primera etapa, psicopatología y semiología psiquiátrica prácticamente se identificaban. No obstante, un psiquiatra de corte clásico como Griesinger, contemporáneo de James, ya había concebido el estudio biopsicológico de los deficientes mentales, situando su etiología en el cerebro. Este autor afirmó que las causas de la deficiencia mental eran fisiológicas y no psicológicas.

Posteriormente, con Wernicke (1900) y Kraepelin (1915), la psicopatología se hace más analítica, al tratar de estructurar las antiguas descripciones de los trastornos, según una ordenación de los síntomas, pretendidamente coherente y categorial. No obstante, con Jaspers (1965) es cuando la psicopatología toma un camino más profundamente reflexivo al considerar los fenómenos psíquicos anormales, desde una perspectiva fenomenológica y vivencial.
Karl Jaspers distinguirá entre fenómenos explicables, provocados por ciertas causas y vinculados al soporte somático, cuyo contenido puede resultar inteligible; y fenómenos cuya causa es aún más incierta, aunque puedan encontrarse ciertos motivos que en su parcialidad los justifique, por lo que no resultan explicables pero tal vez puedan ser comprensibles. Estos últimos tendrían una etiología más motivacional, estarían más poderosamente vinculados a la personalidad, lo psicológico y lo ambiental. Jaspers establece -con tanta claridad, aunque con no mucha eficacia-, la distinción entre comprensión y explicación, entre soma y psique, entre etiología causal y motivacional.

Este modo de proceder recuerda, probablemente, la vieja distinción de Dilthey entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu. No obstante, este modo de acercamiento a los trastornos psíquicos resulta poco sostenible en la actualidad. Con el auge del psicoanálisis, la psicopatología fue sostenida por una antropología latente, vaga y poco realista, vinculada especialmente a la cosmovisión (Weltanschauung) del psicoanalista (Polaino-Lorente, 1984).
La antropología existencial, un poco más tarde, tratará de encontrar las motivaciones comprensibles de esos fenómenos aparentemente inexplicables. Surge así el afán de comprensibilidad del hecho psicopatológico, estructurándose desde la perspectiva del “como si” (als ob), en el que se tiene en cuenta las vivencias del paciente en relación con el contexto en que vive. Se trata de buscar una comprensión antropológica que désentido a lo que al paciente experimenta y le sucede. Para ello el clínico trata de hallar la trama de los diversos eslabones y factores que se concitan en la suscitación de estos fenómenos. Y todo esto contemplado desde el marco contextual y antropológico de la persona.
Autores como Conrad (1960), Minkowski (1956) y Ey (1969) constituyen ejemplos emblemáticos y demostrativos de este modo de “entender” los fenómenos psicopatológicos. En esta perspectiva se añade al punto de vista de Jaspers una orientación más holista y personalista. Al mismo tiempo, se apela a criterios funcionales y más comprensibles (de la antropología y fenomenología) en el estudio de la sintomatología esquizofrénica (Ratcliffe, 2008; Cohen, 2008; Cunningham, 2000), sin renunciar a los criterios biológicos, especialmente en el estudio de los trastornos de la conciencia y los delirios.
En esta misma dirección, Schneider (1970), entiende la psicopatología como “todo lo que sirve para el reconocimiento, explicación, evitación y curación de las anormalidades psíquicas”. Con esta definición se amplía el horizonte de la psicopatología, incluyendo además de “todo lo que sirve para el reconocimiento” de los trastornos psíquicos, la curación y prevención. Se supone que a partir de aquí se incluyen también las manifestaciones en el comportamiento. En esta aproximación conceptual se mantiene, sin embargo, el enfoque clásico de la clínica. A pesar de haber sustituido la “comprensión” por la “explicación”, no obstante, el autor se reafirma en los aspectos descriptivos de la morfología sintomática (también del comportamiento), a la que se invoca como una aproximación explicativa más de las anormalidades psíquicas.
El énfasis que antiguamente se otorgaba a la historia individual y psicodinámica (la historia biográfica, su psicohistoria) ha sido ampliado ahora por estudios que incorporan el punto de vista de las conductas observables, integrando para este propósito una evaluación cuantitativa del comportamiento. Esta nueva forma de entender la psicopatología (como psicología de la anormalidad) tiene también remotos antecedentes. Su origen está en la conexión y relación de interdependencia que parece existir entre la observación clínica de las alteraciones mentales y los nuevos descubrimientos aportados por la psicología experimental.

Para la protohistoria de esta innovación acaso haya que remontarse a William James, y a la aparición en 1980 de su obra Principios de Psicología. Aunque James (1950) no prestó demasiada atención a la psicopatología, sin embargo sí que se ocupó de problemas de naturaleza estrictamente psicopatológica, como la histeria, las afasias y las amnesias, las ilusiones en los dementes, los instintos coleccionistas en los cleptómanos, el retraso y la inhibición en los imbéciles, la voluntad explosiva en los trastornos impulsivos, la imaginación alucinatoria, etc.
El mismo autor llegó a escribir: “La fiebre del delirio, el yo alterado de la insania, se deben a materias extrañas que circulan en el cerebro o a cambios patológicos en la sustancia de este órgano”.
Adolf Meyer atribuyó las causas de la delincuencia a la patología urbana y familiar, a la vez que desafiaba el problema de las enfermedades mentales con especulaciones neurofisiológicas (Meyer, Witt & Carstensen, 1964). Según Meyer, biología y psicología eran absolutamente inseparables.
La apelación al cerebro resulta inexcusable en cualquier explicación psicopatológica (Tizón, 1978). No parece que pueda hablarse de algún fenómeno psicopatológico sin que la biología esté por medio. Pero esto no significa que toda la explicación se agote en la patología del cerebro. Porque, con el mismo fundamento, puede sostenerse que tampoco hay ningún fenómeno psicopatológico sin que acontezca en una persona singular, en relación con su entorno social (Pinillos, 1983; 2004).
La definición de psicopatología que propone Warren (1966) es la siguiente: “el estudio sistemático de los factores, funciones y procesos psíquicos que se llevan a cabo en la patología o en la enfermedad”. El autor se muestra un poco más abierto al funcionalismo psicológico, pero sostiene la referencia ineludible a la enfermedad y a la patología en general.
Esta definición es especialmente relevante por poner el énfasis en el estudio de los factores y funciones psíquicas, y sobre todo por insistir en los procesos, un concepto al que todavía en la actualidad no se ha atendido como debiera. Conviene insistir en que el estudio de los procesos psicopatológicos es el núcleo vivo de la psicopatología.
A esta disciplina lo que le interesa especialmente es indagar en qué es lo que acontece en una persona (el proceso de transformación de las funciones psíquicas, sus manifestaciones sintomáticas, el modo en que evolucionan, y las causas que las suscitan) para que una percepción normal se transforme en una alucinación, un estado de ánimo eutímico devenga en distímico, o un comportamiento adaptativo se mude en una conducta desadaptada.
Este cambio de perspectiva ha sido muy fecundo, a pesar de necesitar de una mayor profundización. En la apertura de este nuevo horizonte, la psicología de la anormalidad tiene mucho que aportar al avance de la psicopatología (Hundert, 1989; Donald, 1991). Lo que esto significa es que el estudio de la anormalidad, comienza a ser contemplado desde un marco más estrictamente psicológico, como ha puesto de manifiesto el análisis funcional de conducta, la psicología de la atribución, etc.
Otros autores, como Eysenck (1967), ponen el énfasis en el concepto de anormalidad, desde el estudio de la personalidad (neuroticismo, extroversión/introversión, psicoticismo), dimensiones que con acierto también vincula a la clínica.
Buen conocedor de la clínica y de la historia de la psicopatología, Eysenck manifiesta un gran respeto por las aportaciones de Kraepelin, a cuya memoria ofrece uno de sus libros con la siguiente dedicatoria: “This book is dedicated to the memory of Emil Kraepelin who first applied the methods and theories of experimental psychology to the problems of abnormal behaviour”.
Otros, por el contrario, definen la psicopatología como una ciencia previa a la psiquiatría, puesto que describe y analiza los fenómenos psíquicos patológicos. La psiquiatría, en cambio, se ocuparía de ordenarlos en unidades, estableciendo categorías diagnósticas y estudiando sus específicas posibilidades terapéuticas.
Durante el pasado siglo han desfilado numerosas escuelas y teorías -unas con mayor fortuna y tino que otras- en el modo de enfocar el estudio de la psicopatología. El hecho de que se hayan empleado conceptos tan variados para designar el contenido de esta disciplina (enfermedades mentales, fenómenos psíquicos patológicos, problemas de desadaptación de la conducta o trastornos mentales) cabe interpretarlo como un indicio más que razonable de la complejidad de los fenómenos psicopatológicos.
Es como si su complejidad condicionara una cierta coincidencia entre tendencias opuestas (coincidentia oppositurum) en la difícil tarea de desentrañar lo que sucede en estos procesos. Cada una de estos enfoques explicaría mejor algún segmento del fenómeno psicopatológico, pero siempre de forma incompleta e insatisfactoria. Y aunque tal vez lo explique mejor desde ese concreto enfoque que otras perspectivas, escuelas o teorías, no obstante, siempre será el fragmento de un modesto segmento, sin que ninguno de los parciales enfoques disponibles puedan abarcar la totalidad de estos fenómenos y su explicación rigurosa. En las líneas que siguen, se pasara revista a algunas definiciones de psicopatología, tal y como se propusieron, que han tenido una amplia circulación e influencia entre los profesionales de la salud mental. En cada una de ellas se ofrecerá muy sucintamente algunas de las contradicciones en que incurren. Así, por ejemplo, Henry Pieron, define la psicopatología como “el estudio de los trastornos mentales, tanto en lo concerniente a su descripción como a su clasificación, sus mecanismos y su evolución, y constituye una parte de la psiquiatría, que utiliza sus datos con fines terapéuticos” (Pieron, 1968).
En esta definición hay muy escasa determinación para mostrar lo que compete específicamente a la psicopatología, pues es obvio que no le compete, de forma nuclear y específica, la clasificación de los trastornos (nosología, semiología, etc.) ni los procedimientos terapéuticas (psicoterapia y psicofarmacología).
A ello hay que añadir, que de una parte -y esto tiene su importancia-, adscribe la psicopatología a solo la psiquiatría, a pesar de servirse de un vocabulario propio de la psicología. De otra, omite y silencia la evidente relación entre estos trastornos y, en general, el comportamiento humano y la patología interna.
En cambio, está muy acertado al referirse a los “mecanismos” que intervienen en esos trastornos (cuyo conocimiento es todavía muy incompleto), y a su “evolución”. Estos dos conceptos, por el contrario, sí que interpelan directamente al quehacer psicopatológico. Al psicopatólogo le compete ocuparse, directamente, del proceso por el que una percepción normal se transforma en una alucinación (lo que el autor menciona con el término “mecanismo”), así como su evolución en el tiempo. Pero, en modo alguno le compete -en tanto que psicopatólogo- el tratamiento de ese trastorno (del que es más apropiado que se ocupen los clínicos y expertos). Maher (1970) define la psicopatología como una ciencia, y trata de justificarla. “La psicopatología -escribe- es la ciencia de la conducta desviada. Es científica por dos motivos. El psicopatólogo, en primer lugar, desea llegar a unos principios o leyes generales que le permitan explicar muchos y distintos tipos de desviación de la conducta. Esto distingue su actividad de la del clínico, ya que este último se ocupa del diagnóstico y del tratamiento de un individuo preciso. En segundo lugar, el psicopatólogo depende del método científico, de la recolección metódica y del tratamiento de la información que le proporcionarán un punto de apoyo para el desarrollo de las leyes generales del comportamiento patológico”.
En la anterior definición hay aciertos evidentes (lo que permite distinguir al clínico del psicopatólogo). Pero, al mismo tiempo, la definición no deja de ser reduccionista, por cuanto se ocupa únicamente de la “conducta desviada”, dejando fuera de foco todo lo demás (las manifestaciones sintomáticas, las cogniciones, las emociones, y la perspectiva de las neurociencias, la genética, la bioquímica, el funcionamiento cerebral, etc.).
Observemos las razones por las que exige para la psicopatología un estatuto científico. No parece que, por el momento, dispongamos de leyes generales por las que se rigen estos trastornos, o al menos todavía no se han identificado. En realidad, ignoramos más bien el enunciado de una ley general (universal) a la que se someta el comportamiento patológico. Tampoco disponemos de numerosas explicaciones que puedan ofrecerse cabalmente para justificar el origen y evolución de estos trastornos.
De hecho, disponemos de muy pocas explicaciones y en muchas de ellas su alcance científico es relativo, incompleto y abierto a abundantes excepciones. La realidad es que la actual psicopatología opera con constructos y modelos de endeble validez, dado que las hipótesis que los sostienen y las definiciones en que se fundamentan, establecidas a priori, no han sido verificadas en modo suficiente, acaso por su excesiva complejidad, por lo que están abiertas a nuevas reformulaciones. Es conveniente, por tanto, que la psicopatología contemporánea persista en su pretensión de ser científica, aunque todavía esté lejos de satisfacer esas nobles ambiciones. En la medida que algunas de estas hipótesis se verifiquen, podrán explicarse las estructuras de las diversas funciones y cómo se alteran; los procesos que les acompañan y sus diversas variaciones; y las posibles relaciones existentes entre ellas. Sólo así podrán formularse teorías con el suficiente alcance explicativo, de las que, desgraciadamente por ahora, no disponemos. Parece evidente la necesidad de que el psicopatólogo esté abierto a todas estas disciplinas afines, sin que por ello su actitud pueda ser calificada de escéptica. A lo que apostilla Maher (1970), “el interés principal del psicopatólogo consiste en encontrar respuestas a las preguntas que ha planteado ya la naturaleza. Quévariables son responsables de la producción de fenómenos psicopatológicos y qué variables pueden ser manipuladas para cambiarlos, éstas son las preguntas más importantes respecto a las cuales no es posible garantizar que las respuestas sean halladas por los cultivadores de una sola disciplina”.
Acaso la primera cuestión irrenunciable, por la que habría que comenzar para reasignar un riguroso significado al concepto de psicopatología, consista en establecer de una vez por todas cuál es la naturaleza de los síntomas psicopatológicos. Esta cuestión es central, pues, de persistir en su opacidad continuará la actual confusión y crisis en la psicopatología (trastornos mentales/trastornos del comportamiento; enfermedad del cerebro/disfunción psíquica; fenómeno psicopatológico/cuadro clínico; aproximación naturalista/aproximación ambiental; marcador neurobiológico/trastorno adaptativo; desequilibrio en los neurotransmisores cerebrales/manifestaciones transculturales; etc.).
La exclusión de los diversos paradigmas que se concitan en los trastornos psíquicos simplifica la cuestión, pero a costa de la auto-exclusión y negación de la misma psicopatología. Por el momento, hay que apelar a la verdad (López-Ibor, 2000), y desde esta realidad (Pinillos, 2007) afirmar que, de acuerdo con los actuales conocimientos, en la psicopatología no ha habido un único cambio de paradigma, sino que en tanto que tal ciencia ella misma es multi-paradigmática.
Las propuestas actuales de Wikipedia (2016), en lo relativo al concepto de psicopatología, son un tanto contradictorias. De una parte, en su primera acepción, se refiere a los “cambios de comportamiento que no son explicados, ni por la maduración o desarrollo del individuo, ni como resultado de procesos de aprendizaje”. De otra, en su tercera acepción, afirma que “el papel del aprendizaje, análisis de conducta (Psicología conductista) o cualquier otro proceso cognitivo, permite explicar los estados “no sanos” de las personas” (sic).
Esta ambigüedad ayuda a la confusión. Sin embargo, es relevante su aportación cuando afirma que la psicopatología “se centra en estudiar los procesos que pueden inducir estados “no sanos” en el proceso mental”. Convendría que en las siguientes ediciones se mejorase este concepto. Para ello sería preciso corregir la contradicción en que incurre, y profundizar en lo que entiende por “procesos”, un término clave y fundamental en el núcleo estructural y constitutivo de la psicopatología.
BREVE ESBOZO DEL DESARROLLO DE LA PSICOPATOLOGÍA
La evolución contemporánea de la psicopatología y de la psicología no puede entenderse, sin considerar el punto de conexión entre estas dos disciplinas y la filosofía. Mientras que progresivamente la psicología se distanciaba cada vez más (sobre todo con la llegada del conductismo) del árbol de la filosofía de donde procedía, la psicopatología, en cambio, hundía sus raíces con mayor profundidad en algunos presupuestos filosóficos.
Esta distorsionada y paradójica evolución de dos ciencias, que tendrían que haber cabalgado juntas y apoyándose mutuamente, ha suscitado el inexplicable fenómeno de estar en la actualidad un tanto divorciadas. Esto se hace patente también en la incomunicación que desde hace tantos años ha existido entre los profesionales que cultivan estas dos disciplinas. En un estudio que hizo More de 93 textos de psiquiatría (publicados en EE. UU., entre 1861 y 1942), llegó a la conclusión de que la referencia a los psicólogos era mínima, limitándose sólo a los autores siguientes: Binet, Dumlap, James, Lange, McDougall y Wundt. En apariencia, la psiquiatría debía muy poco a la psicología, relegando el contenido de esta última a solo los tests, la psicometría, ciertas experiencias clínicas acerca de la emoción y la ansiedad, y la psicoterapia.
Más importante, desde este punto de vista, es la referencia aquí a Kraepelin, que fue uno de los primeros en preocuparse por la psicopatología experimental, al diseñar, en el laboratorio de Wundt, una serie de investigaciones sobre los trastornos mentales.
Sin duda alguna, hay ciertas dificultades, sobre todo en el plano existencial, para diseñar investigaciones experimentales en el ámbito de la psicología anormal. No obstante, el esfuerzo de algunos psicólogos y psiquiatras por romper este silencio ha sido notorio y, desde luego, eficaz.
Así, por ejemplo, Ziehen, en la toma de posesión de la cátedra de psiquiatría en la Universidad de Utrech, transformó la precaria idea que había propuesto Griesinger sobre la psiquiatría, al sostener enfáticamente que “una psiquiatría científica es imposible sin una psicología científica”. Con esto se daba el primer paso para que estas dos disciplinas se influyeran recíprocamente, reobrara una sobre otra, y ambas se enriquecieran. A la vez que se producía esta evolución de la psicopatología hacia el campo de la filosofía, se iba generando la ciencia del comportamiento, con un crecimiento progresivo.
En los antes llamados fenómenos mentales patológicos, había todavía mucho de conjeturas, de convicciones, incluso de ideologías, que enmascaraban el ámbito propio de la realidad de los hechos que se trataba de conocer y explicar.
Los avances de la genética, de la neurofisiología de la conciencia, así como la aplicación de los principios del aprendizaje a los problemas de la terapia, unido al refinamiento de los procedimientos epidemiológicos, psicofarmacológicos, etc., ha contribuido de modo rotundo y definitivo a hacer de la psicopatología una ciencia mucho más objetiva y menos subjetivista, aunque todavía en su mayor parte esté por hacer.
Como puede observarse en la nueva psicopatología hay, en la actualidad, una variada diversidad de posiciones respecto a su propio concepto. Entre algunos clínicos, qué duda cabe, hay una significativa corriente decidida a recuperar la antropología, una exigencia primordial en el quehacer asistencial que no es satisfecha en modo alguno por las neurociencias, la psicología de la anormalidad y la psicofarmacología. De hecho, no parece que se haya extinguido por completo el recurso y la apelación a la fenomenología, aunque integrada tal vez en la psicoterapia humanista y el análisis existencial (De Castro, 2005; Yalom, 2002; Spinelli, 2000; Dorr, 1995). ¿No es acaso significativo este hecho como otro modo de recuperar el conocimiento de la antropología?
VIEJA Y NUEVA PSICOPATOLOGÍA
La discrepancia entre la nueva y la vieja Psicopatología es, no obstante, explicable. En la labor asistencial acontece que el psicopatólogo clínico busca con impaciencia un modo de encontrar solución a los urgentes problemas humanos que se plantean en la clínica. Esta urgencia se transforma con relativa frecuencia en una impaciencia estéril, que hace que su investigación no sea sistemática, y que se decline o sea abatido su deseo de hacer de su profesión una actividad científica.
En su defecto, es fácil que oriente su actividad de acuerdo con las conveniencias de esta o aquella escuela por la que muestra aquiescencia, o se entregue a la búsqueda de algunas certidumbres, con tal de satisfacer su vehemente y comprensible deseo de ayudar a su paciente.
Esto ha hecho que se pueda hablar de dos psicopatologías. De una parte, la psicopatología clínica, a la vieja usanza, que busca la curación del enfermo; y, de otra, la psicopatología de laboratorio, como una parte de la neurociencia, la biología molecular, la ingeniería médica o las ciencias del comportamiento, todas ellas con la ambiciosa pretensión de ser científicas y de buscar, con toda avidez, las leyes que regulan los fenómenos psicopatológicos.
PSICOPATOLOGÍA CLÍNICA

PSICOPATOLOGÍA DE LABORATORIO
La vieja psicopatología, efectivamente, no podía entretenerse -eso se decía- en el estudio de las variables independientes y dependientes. El clínico se aproximaba entonces toscamente a lo que él entendía que eran los estímulos etiológicamente más robustos y próximos a los fenómenos patológicos que observaba y que, sin embargo, apenas si comprendía o no acertaba a intervenir con eficacia sobre ellos.
Por otra parte, en la clínica no siempre es posible manipular directamente las variables independientes del status psicopatológico del paciente. Tampoco es fácil diseñar experimentos y estudios correlaciónales -la situación clínica no invita a ello, y la ética lo impide- que desvelen las posibles relaciones existentes entre variables ni las posibles leyes que regulan estos acontecimientos. En cualquier caso, la actual psicopatología científica tiene ya un cierto grado de precisión, y procede por vía experimental, sostenida por el poderoso avance tecnológico experimentado en las tres últimas décadas. No obstante, hay muchos niveles de análisis (ninguno de los cuales es posible excluir) de las funciones afectadas por los fenómenos psicopatológicos y el modo cómo estos interactúan con otras funciones.
En realidad, es posible que haya numerosos vínculos entre unas y otras enfermedades y sus interacciones recíprocas. Y esto tanto a nivel genético como a nivel molecular y de interacción entre ellos (codificación de proteínas, metabolitos, neurotransmisores, neuromoduladores, canales y túbulos celulares, iones, etc.). Ya se observa que a nivel molecular, el estudio de la psicopatología se abre a una perspectiva en gran parte desconocida y en cierto modo ilimitado.
A nivel funcional, la complejidad se ofrece también como ilimitada. Desde la perspectiva de las neurociencias la introducción del concepto de conectoma (Sporns, 2011; Kendler, 2012; Bullmore & Sporns, 2012; Miller, Ding & Sunkin, 2014) está modificando por completo el punto de vista desde el cual se afrontan estos problemas. Hoy, lo que importa son las conexiones entre neuronas, y no tanto los centros o asambleas neuronales, vigentes todavía en el tardo-localizacionismo.
“El conectoma lo abarca todo -escribe López-Ibor (2014)-, desde un mapa detallado de neuronas y sinapsis a la descripción macroscópica de la conectividad funcional de todas las áreas corticales y de las estructuras subcorticales. El objetivo de la conectónica es la descripción de la totalidad de las conexiones interneuronales cerebrales”.
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Figura 1: Conectoma humano. Tomado de Human Connectome Project (http://www.humanconnectomeproject.org/).
La nueva psicopatología tampoco puede escapar a la perspectiva introducida por la nueva medicina en red (Networking Medicine), orientada al estudio de las conexiones e interacciones entre las diversas enfermedades, todavía hoy consideradas independientes y diversas, sin apenas conocimiento de las relaciones existentes entre unas y otras.
Sin embargo, el hecho de que todas ellas se influyan recíprocamente (aunque no sepamos cómo) a nivel genético y molecular, y que siendo varias (o sean así diagnosticadas), conviven y están presentes en una única persona singular, ha conducido a un nuevo concepto: “el diseasoma, que es el conjunto de los trastornos y enfermedades de un organismo visto en su conjunto” (López-Ibor, 2014).
La nueva perspectiva de la psicopatología se dirige a una futura red de redes, superpuestas e interactuantes entre sí, en la que cada dimensión o nivel epistemológico desde el que se estudia lo patológico (genoma, conectoma, interconectoma, diseasoma, socioma) tiene allí su propia participación, en mayor o menor nivel, y con todo derecho debe ser considerado. La controversia, pues, entre la vieja y la nueva psicopatología, no obedece a una especie de disputa en relación con la evidencia o no de las causas desencadenantes de los fenómenos psicopatológicos. Todavía menos, la controversia puede establecerse entre lo categorial o comportamental, entre los psicofármacos y la psicoterapia.
Obedece más bien a una decisión práctica de dejar al margen toda especulación innecesaria y apresar, en la medida de lo posible, y también con la máxima sutileza, las alteraciones funcionales del cerebro y del comportamiento. Todavía hoy, la pregunta sobre los fenómenos psicopatológicos a responder reside más en el “cómo” se producen estos procesos, que en el “por qué” se originan. Y esto sin dejar de lado o hacer de menos la dimensión dimensión inmaterial o espiritual de la persona (Polaino-Lorente, 2011, 2012, 2013a, 2013b, 2014).
LO NORMAL Y LO PATOLÓGICO EN PSICOPATOLOGÍA
Es difícil encontrar una definición de lo que se entiende por “normal”, que sea aceptada por la mayoría de los profesionales. Algo parecido sucede respecto del término “patológico”. De hecho, hay muy pocos acuerdos –lo que predomina más bien son los desacuerdos-, a lo largo del último siglo, respecto de cómo han de denominarse los fenómenos psicopatológicos. Hay una abultada colección de conceptos que se han sucedido unos a otros para expresar lo que es psicopatológico, sin lograr siquiera un discreto consenso como, por ejemplo, los siguientes: signo, síntoma, enfermedad, fenómeno, alteración, trastorno, disfunción, rasgo, categoría, indicadores, marcadores, predictores, etc.
A lo largo de la historia los fenómenos psicopatológicos se han ensamblado, de acuerdo con los médicos pioneros que los estudiaron, en un molde médico, lo que resultó más ventajoso para la clínica. No obstante, en la actualidad, han emergido ciertas diferencias –algunas contradictorias- en el modo de concebir las estructuras, criterios y principios en que parece fundamentarse el estudio de las enfermedades psíquicas.
ALGUNAS DIFERENCIAS ENTRE LAS ENFERMEDADES ORGÁNICAS Y LAS PSÍQUICAS
Hay muchas razones para este desacuerdo entre unas y otras corrientes académicas, en función de la formalidad desde la que se considere estos fenómenos. Sin duda alguna, los trastornos psíquicos –o como quiera llamárseles- no son los trastornos orgánicos. Las enfermedades orgánicas pueden objetivarse, porque los signos y síntomas a través de los que se manifiestan están poderosamente enraizados en el cuerpo, en la mecánica y dinámica biológicas.
En consecuencia, son observables, cuantificables, apresables, demostrables y evidenciables, circunstancias que solo excepcionalmente acontecen en algunas de las alteraciones psíquicas.
De una parte, en el ámbito de la patología orgánica hay multitud de pruebas exploratorias y de laboratorio que, por su fiabilidad, validez y utilidad, contribuyen poderosamente a verificar una concreta y hasta específica manifestación. Por el contrario, en el ámbito psicopatológico, apenas si disponemos de estos procedimientos –en especial de los biológicos-, habida cuenta de que la condición psíquica no es la somática. De otra, la muy larga historia de la patología orgánica no es comparable a la breve historia de la psicopatología. En la patología orgánica –con independencia de que los trastornos somáticos dispongan de una consistencia mayor, sean más visibles, y se estudien en el ámbito de las ciencias naturales- se conoce más profundamente la etiología, fisiopatología, evolución, pronóstico, respuesta al tratamiento, etc., que en los trastornos psicopatológicos. Por el contrario, en la segunda, en la patología psíquica la etiología se presenta como un conjunto borroso de factores, cuyo peso etipatogénico es cualquier cosa menos evidente. Algo parecido acontece respecto de la fisiopatología, incluso a pesar del avance actual de las neurociencias. En realidad, la patología somática se ajusta más a la definición de ciencia que la patología psíquica.
TÉRMINOS DE USO FRECUENTE PARA DESIGNAR LOS FENÓMENOS PSICOPATOLÓGICOS
Antes de seguir adelante, observemos el significado atribuido a los términos que suelen emplearse para designar el contenido de lo que se considera patológico en el ámbito de psicopatología.
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Los “signos” somáticos son indicios probables –y, en ocasiones, manifestaciones ciertas- de la presencia de ciertas enfermedades específicas. Por el contrario, los “signos” psíquicos predicen muy poco, tal vez a causa de la muy amplia versatilidad de los fenómenos psicológicos y de su inespecificidad respecto de los trastornos psicopatológicos. La mayoría de ellos están desvinculados de lo orgánico –o, en todo caso, ignoramos cuál es esa vinculación- y, por tanto, pueden atribuirse a otros muchos factores (personalidad, estilo de vida, historia biográfica, contexto sociocultural, etc.).
Los “síntomas” orgánicos están ahí con el espesor de su poderosa solidez, son más visibles y por eso más observables y cuantificables (piense el lector en una fractura o una anemia). Es decir, son más estables y consistentes que los síntomas psicopatológicos. El síntoma psicopatológico (compulsión, despersonalización, obnubilación, ansiedad, delirio, etc.) como tal unidad de análisis es excesivamente gruesa, al mismo tiempo que versátil y volátil, demasiado compleja, resbaladiza y difícil de cuantificar.
Además, sus manifestaciones tienen un amplio espectro, en función de la singularidad de la persona y de la diversidad del trastorno, como para que pueda encontrarse la justa correspondencia, “uno a uno”, entre “síntoma” y “enfermedad” (diagnóstico).
A pesar de estas y otras muchas dificultades, hay que concluir, no obstante, lo que es evidente: el avance experimentado en las investigaciones psicopatológicas y los indudables beneficios en su proyección sobre los tratamientos y la asistencia clínica. ¿Dispondríamos de ese progreso de haber optado por la total abolición de las diversas nosologías que nos han precedido?
Los síntomas psicopatológicos –tanto si se describen desde la fenomenología clínica, como si tratan de objetivarse desde una perspectiva dimensional y evaluarlos mediante una escala que los cuantifique- son de otra expresividad (acaso molar), sin referencia alguna al sustrato molecular orgánico –y no digamos a nivel subatómico-, del que apenas si constituyen una burda expresión.
En realidad, lo que habría que preguntarse es: ¿qué se entiende por síntoma psicopatológico? ¿Cuál es su naturaleza? Sin un amplio consenso acerca de una posible definición, no parece que pueda llegarse a un acuerdo entre los diversos profesionales de la salud mental.
De un lado, lo psíquico no es lo somático, por lo que el fenómeno psicopatológico no es reducible a sólo lo somático u orgánico, aunque tampoco se dé sin él, tanto en el origen como en el término del trastorno psíquico.
Las objetivas dificultades para su apresamiento constituyen un impedimento imposible de remontar en muchas circunstancias. La ausencia de homogeneidad en la variada sintomatología psicopatológica no permite “atribuir” o “inferir” el modo en que lo somático, lo psíquico o ambos, en mayor o menor proporción, participan en cada uno de los síntomas.
Por el momento, estamos muy lejos todavía de poder esclarecer las posibles modulaciones, relaciones, interferencias, oposiciones e interacciones que se dan entre los síntomas psicopatológicos.
No parece que por ahora podamos resolver el problema en que nos introdujo el dualismo cartesiano (soma y psique; cuerpo y mente) que, de forma tan grave, emerge al tratar de afrontar la misma noción de síntoma psicopatológico.
De otro lado, si se consideran los factores ambientales, que tal vez condicionen la eclosión y moldeamiento manifestativo de estos síntomas –lo que hoy se admite, sin duda alguna-, ¿cómo evaluar estos factores, cuando todavía se ignora el exacto nexo existente entre ellos y la aparición o no de los síntomas psicopatológicos?
Por el momento, es muy poco lo que aporta el conocimiento de estos factores respecto de la fenomenología sintomática, la fisiopatología, la etiopatogenia y la evolución de los trastornos psicopatológicos.
El mismo concepto de síntoma psicopatológico ha sido cuestionado por numerosos autores en el siglo XX. Como tal fenómeno, es dudoso que en sentido estricto su estudio pueda incluirse exclusivamente en el ámbito de las ciencias de la naturaleza –a pesar de que esa sea una opción hoy mayoritaria-, ya que no puede ser explicado en su totalidad apelando a sólo los procedimientos propios de estas ciencias.
La experiencia de numerosos fenómenos psicopatológicos (despersonalización, delirios, amnesia, neologismos, ideas obsesivas, vivencias anormales, etc.) no es “apresable” en cuanto tal fenómeno orgánico objetivo (ciencias de la naturaleza). Pero lo que no es “apresable” tal vez llegue a ser “comprensible”, apelando a la aproximación fenomenológica y a la reflexión sistemática (ciencias del espíritu).
Por esta última vía acaso pueda establecerse -a pesar de su carga subjetiva o precisamente por ello-, cuáles son las propiedades esenciales y la estructura de esas experiencias psicopatológicas.
Adviértase que otros muchos rasgos psicológicos –dada su amplia heterogeneidad y diversidad- y su probable relación con los síntomas psicopatológicos, acaso debieran considerarse como rasgos dimensionales (flexibilidad, rigidez, resiliencia, autocontrol, etc., y, en general, todo cuanto pueda configurarse como rasgos del comportamiento), que pueden ser apresables e incluso cuantificables.
Pero tales síntomas psicopatológicos, apenas desvelan la intencionalidad de la persona, su vinculación a factores contextuales o biológicos, o/y la eclosión espontánea o no, en función de ciertos parámetros psicológicos. Apelar a las denominadas “disfunciones” para definir el trastorno psicopatológico se torna también una cuestión harto problemática, por muy ecológica y evolucionista que sea esa aproximación. Tal vez pueda relacionarse la supuesta disfunción de la persona con una menor adaptación al medio y, en consecuencia, como algo que pudiera estar en el origen del manifiesto síntoma psicopatológico.
Más aún, algunos han considerado la enfermedad psíquica como una respuesta sana, útil para la transformación del medio insano en que viven. Pero tal planteamiento suscita más interrogantes que soluciones.
¿Es la inadaptación la causa de esa disfunción o el efecto de ella? ¿Disponemos de algún criterio que especifique dónde comienza y termina el comportamiento disfuncional? ¿Y el comportamiento adaptado? ¿Cuál es la relación entre disfunción, adaptación y medio ambiente? ¿Cuándo el medio ambiente es funcional o disfuncional? ¿Puede establecerse alguna conexión entre la disfunción del comportamiento y las causas orgánicas? ¿Por qué el comportamiento de una persona es calificado de “disfuncional” y no lo es el de otras personas que tal vez están más inadaptadas, según ese mismo criterio? ¿Cuáles son los valores y fines que esas personas se proponen? ¿Pueden estar adaptadas a sus fines y valores, y sin embargo no disponer de un comportamiento funcional respecto de ese mismo contexto?
Una disfunción neurofisiológica –funcionalismo- está siempre vinculada, de una u otra forma, a una neuroimagen, y ésta a un sustrato físico-químico (por ejemplo, los neurotransmisores cerebrales), de los que todavía es mucho lo que se ignora (y donde probablemente sería más pertinente la búsqueda de esa supuesta “causalidad”).
Por el momento, no se puede afirmar que una determinada disfunción neurofisiológica sea una manifestación específica y patognomónica de una concreta alteración psicopatológica. La significación psicopatológica de una imagen cerebral es, lamentablemente, muy poco significativa para la clínica, por lo que podría resultar abusivo considerarla como “la causa” de una enfermedad o de un síntoma concreto.
En el mejor de los casos, el hecho de que cualquier transformación de la imagen cerebral acontezca al mismo tiempo que se manifiesta un trastorno psíquico, no es demostrativo de que aquella sea la causa de ésta. Esa supuesta relación causal es apenas la inferencia o interpretación que de ella hacemos. Esa hipotética relación causal está sólo en la mente del intérprete y no en el origen de la etiología de tal manifestación.
Sin duda alguna, las neurociencias constituyen uno de los avances científicos actuales que más expectativas han generado en el ámbito de la psicopatología. Pero es más lo que se ignora que lo que se sabe. También entre los que opinan sobre la “neuropsicología” y las “neurociencias”, estos términos podrían convertirse más en un adorno curricular que en una realidad clínica y profesional.
Las técnicas de neuroimagen –que progresan en el tiempo con niveles de resolución más efectivos- han ampliado el horizonte investigador de la neuropsicología y de la psicopatología, tanto en el ámbito exploratorio de las funciones cerebrales como, de forma más moderada, en el ámbito aplicado y asistencial (optimización del empleo de psicofármacos, efectos cerebrales de la psicoterapia, neurotecnología aplicada en la psicocirugía, implantes cerebrales, estimulación cerebral profunda, etc.).
Especial relevancia tienen, por estar relacionadas con las modificaciones observables de las funciones cerebrales, las técnicas de neuroimagen funcional, como la tomografía por emisión de positrones, la resonancia magnética funcional y la magnetoencefalografía. El hecho de que pueda establecerse una cierta correlación entre las pruebas obtenidas por estos procedimientos nada demuestra acerca de la posible dirección de la causalidad –si es que tal causalidad pudiera establecerse a través de estas u otras correlaciones.
Observemos ahora el término “trastorno”, un concepto de uso frecuente en las actuales nosologías, con el que se califica a numerosas categorías diagnósticas. En su segunda acepción, el Diccionario de la RAE entiende por trastorno la “alteración leve de la salud”. Sin embargo, si acudimos a la voz “trastornar”, en su cuarta acepción, se define en sentido figurado como “perturbar el sentido, la conciencia o la conducta de uno, acercándolo a la anormalidad”. A lo que parece, es mucho más grave la acción de trastornar que sus efectos (el trastorno).
A fin de simplificar los fenómenos psicopatológicos, las nosologías actuales han obviado el término de enfermedad, sustituyéndolo por el de “trastorno”. El ICD-10 reconoce que “el término ‘trastorno’ se usa a lo largo de la clasificación, para evitar problemas mayores inherentes al uso de términos como el de ‘enfermedad’”. ‘Trastorno’ no es un término exacto ni riguroso, pero aquí está usado para significar un conjunto de síntomas, clínicamente reconocibles, y de comportamientos asociados a malestar, porque interfieren en el funcionamiento de la persona. La desviación social o el mero conflicto, sin disfunción personal, no deberían ser incluidos en el trastorno mental, tal y como aquí se define”(7).
Más ambiguo y confuso resulta el concepto de trastornos mental establecido en el DSM-IV: “El término ‘trastorno mental’, al igual que otros muchos términos en la medicina y en la ciencia, carece de una definición operacional consistente, que englobe todas las posibilidades. […] Los trastornos mentales han sido definidos también mediante una gran variedad de conceptos (p. ej., lamentar, descontrol, limitación, incapacidad, inflexibilidad, irracionalidad, patrón sindrómico, etiología y desviación estadística). Cada uno de ellos es un indicador útil para un tipo de trastorno mental, pero ninguno equivale al concepto y cada caso requiere una definición distinta”.
En el DSM-5, el trastorno mental es definido como “un síndrome o patrón comportamental o psicológico de significación clínica, que aparece asociado a un malestar (por ejemplo, dolor), a una discapacidad (por ejemplo, deterioro en una o más áreas de funcionamiento) o a un riesgo significativamente aumentado de morir o de sufrir dolor, discapacidad o pérdida de libertad. Además, este síndrome o patrón no debe ser meramente una respuesta culturalmente asociada a un acontecimiento particular (por ejemplo, la muerte de un ser querido). Cualquiera que sea su causa, debe considerarse como la manifestación individual de una disfunción comportamental, psicológica o biológica”.
¿Significa esto que la condición de trastorno es la misma y con idéntico significado cuando calificamos con este término una manifestación comportamental (apraxia), psíquica (anhedonia) o biológica (atrofia cerebral)? ¿Es acaso unívoco el criterio de “trastorno”, cuando describe cada una de estas diversas manifestaciones?
Sea como fuere, el caso es que tal término no dispone de la necesaria especificidad y concreción y, en cambio, sí que está saturado de equivocidad. Hablar de “trastorno” es una mera metáfora que, con su generalización y ambigüedad, encubre lo que realmente sucede.
En este sentido, el término trastorno no ayuda mucho a explicar y comprender las experiencias psicopatológicas: un modo sutil y tránsfuga de rehusar el uso del concepto de enfermedad.
Ante esta metáfora, cabe preguntarse: ¿Son los trastornos mentales diferentes de las enfermedades? ¿En qué se diferencian? Y si se diferencian, ¿por qué emplear una metáfora que nos distancia todavía más del conocimiento de la realidad? ¿No se habrá prodigado su uso, precisamente, por la escasa aceptación social que tiene conceptos como el de “enfermedad mental”?
Pero, si es así, la exclusión de la psicopatología del árbol de la ciencia está servida. Con ella se causa el entorpecimiento de los conocimientos científicos y la pobreza de los recursos disponibles para su aplicación en el ámbito de la clínica e investigación. ¿Una opción en que todos pierden, perdemos, y nadie gana?
Tal metáfora, encubridora de la realidad, es posible que condicione a la baja el futuro desarrollo de la psicopatología, que continuará como la “cenicienta” de las ciencias, lo que en modo alguno la favorece.
Consideremos ahora otro de los términos al uso para referirse a los fenómenos psicopatológicos. El término de “alteración”, en su segunda acepción en el Diccionario de la RAE, denota “sobresalto, inquietud, movimiento de la ira u otra pasión”, con lo que supone una involución y regreso de la actual psicopatología a la concepción medieval de enfermedad, o mejor, a los numerosos y diversos “tratados de las pasiones”, tan al gusto de aquella época. Sin embargo, la mayoría de las manifestaciones psicopatológicas no se ciñen en absoluto a este concepto.
En la jerga de los psicopatólogos son abundantes los términos al uso que, amparándose en ellos, suscitan una cierta verosimilitud y certeza en quienes los emplean. Este es el caso de conceptos como “indicadores”, “marcadores” (biológicos y psicológicos), y “predictores”.
Es escasa la certeza y verosimilitud que proporcionan a los usuarios clínicos los anteriores conceptos. Cabe, eso sí, cosificar dichos términos –prodigar su uso es su mejor aliado-, de manera que se les provea de una densidad que de momento no tienen, de modo que puedan alcanzar la consistencia de la evidencia. Sin embargo, la mera sustitución de estos indicadores por ciertas convicciones –aunque estén basadas en la experiencia clínica- no evidencia evidencia el fundamento acerca de esas manifestaciones psicopatológicas –aunque sea aceptada por la mayoría-, y no las explica mejor, ni es por eso científica.
Como escribe López-Ibor et al. (2013), “no hay marcadores biológicos unívocos para la enfermedad psiquiátrica. […] No existe prácticamente ningún marcador neurobiológico útil para permitir el diagnóstico de un trastorno psiquiátrico mayor o predecir la respuesta al tratamiento.”.
Dicho de otra forma: los indicadores de que hablamos apuntan maneras pero no dan en la diana del diagnóstico y no suelen guiar al profesional para que distinga entre lo normal y lo patológico; los marcadores dejan apenas una huella vestigial que ayuda muy poco en la clínica; y los predictores constituyen casi un eufemismo paradójico.
Si esto es lo que sucede respecto de los “marcadores biológicos”, todavía es más débil y frágil su alcance en lo relativo a los supuestos “marcadores psicológicos”. Es lógico que sea así. Repárese en que la condición biológica es objetivamente más verificable y ofrece una mayor garantía naturalista, lo que la hace más eficiente en el marco clínico.
Estas características que no se dan en las manifestaciones psíquicas, por su dificultad para ser apresadas y verificadas, y por la natural versatilidad a la que están sometidas.
La mayoría de los términos hoy al uso no hacen justicia a las experiencias psicopatológicas humanas. Es cierto que las enfermedades psíquicas no satisfacen los principales requisitos por los que se guía el diagnóstico de las enfermedades somáticas.
Pero, continuar resistiéndose al uso del concepto de enfermedad en psicopatología, no puede entenderse como un avance ateórico –desvinculado de toda teoría y ufano de su pretendida “neutralidad” científica-, sino más bien como un retroceso, como una siembra de obstáculos en un camino que, venturosamente, está jalonado también de muchos aciertos.
¿Es que acaso la revolución psicofarmacológica no ha transformado por completo la enfermedad psíquica? Sin duda alguna. Pero ese mismo avance puede ignorarse y ser compatible con continuar rechazando el término de enfermedad psíquica.
No obstante, si comparamos –aunque sea sólo a nivel de los resultados- los logros obtenidos por los tratamientos psiquiátricos con los de la patología orgánica, habremos de concluir que es mayor la semejanza entre ellas que las diferencias, de atenernos a sólo estos resultados. No sólo porque en esos dos ámbitos se empleen con éxito los fármacos, sino también porque es el mismo avance tecnológico el que a ambas interpela y afecta, tanto en lo que se refiere al diagnóstico como a la intervención terapéutica.
De otra parte, la apelación a las localizaciones cerebrales para explicar las manifestaciones psicopatológicas tampoco hoy está puesta en razón. Más bien supone un regreso a las teorías localizacionistas del siglo XIX –consideradas desde antiguo obsoletas-, que atribuían cada una de las diversas funciones psíquicas a áreas cerebrales específicas.
Otra vía a la que se acude para explicar estas manifestaciones es la bioquímica, habida cuenta del relevante éxito alcanzado por la psicofarmacología. Pero ningún neurotransmisor cerebral (dopamina, serotonina, norepinefrina, etc.) ni todos ellos juntos pueden salir garantes de cuáles son las causas de estas manifestaciones. No hay un solo neurotransmisor que sea “responsable” de una determinada alteración psicopatológica.
Al optar por esta explicación se incurre, simplemente, en la apelación a una cadena de atribuciones no verificadas. Se “atribuirán” ciertos neurotransmisores específicos a funciones psicopatológicas concretas, sin que hayan demostrado ser operativas en la clínica.
Pero como esto no es suficiente –los conocimientos de que disponemos son todavía muy fragmentarios e incompletos-, entonces se “atribuirá” la supuesta explicación a los neuromoduladores y como tampoco éstos dan en la diana, las atribuciones anteriores se reelaborarán con nuevas “atribuciones” (recaptación de neurotransmisores, canales de calcio, receptores de membrana, etc.), a pesar de lo cual en modo alguno modificarán, a este respecto, el escepticismo del clínico.
“Atribución” tras “atribución” se irá construyendo así un ambiguo y mágico árbol de la ciencia psicopatológica que resulta muy poco satisfactorio. De “atribución” en “atribución” –la mayoría de ellas no verificadas ni falsadas en lo relativo al perfil sintomático psicopatológico-, la explicación esperada acaba por dejarse para después…, siempre para después, para un después que, por el momento, no llega.
Por último, consideremos el ámbito de la etno-psicopatología. Aquí es preciso realizar una profunda reflexión –y posterior comprobación- acerca de la coherencia o confusión de ciertos conceptos psicopatológicos respecto de sus diferentes significados en los diversos marcos culturales.
En el paradójico momento presente, en el que tanto se habla de “choques” y/o “alianzas” de civilizaciones, parece necesario evaluar el alcance de los cambios de paradigmas culturales, supuestamente ocurridos, en relación a un posible y nuevo moldeamiento psicopatológico de algunos de estos trastornos.
Pues, como sostiene Jenkins, a propósito de la esquizofrenia, “la naturaleza de la cultura es fundamental a toda experiencia humana, no importa si es normal o si es psicopatológica. La cultura invariablemente da forma a todos los síntomas emocionales, cognoscitivos y del comportamiento que son evaluados en el encuentro diagnóstico”.
Arrojar cualquier trastorno en los brazos –simplistas y metafóricos- de lo que está de moda en una concreta coyuntura cultural –o prescindir por completo de ello-, no ayudará a comprender y explicar mejor este trastorno.
Al proceder así se incurre, sencillamente, en la reificación cultural de ese trastorno psíquico. ¿Es que acaso es indiferente la anorexia, por ejemplo, a lo que de ella se afirme y/o cómo se interprete socialmente la delgadez?
Es preciso que la psicopatología y la psicología clínica se pongan a buen recaudo –hasta donde sea posible- del modo en que la sociedad formula, interpreta y registra los trastornos psíquicos, apresándolos y cristalizándolos a través de ciertas expresiones lingüísticas.
Dicho de otro modo: el significado de los conceptos psicopatológicos está abierto a un cierto moldeamiento cultural –que debe ser tenido en cuenta-, pero conservando cierta autonomía e independencia respecto de ese moldeamiento.
Si la psicología clínica y la psicopatología no se blindan contra estas estereotipias socioculturales, acabarán subrepticiamente por ser tomadas como hipótesis de trabajo en las propias investigaciones, con lo que la “contaminación cultural” afectará al mismo núcleo de los resultados obtenidos en esas investigaciones. ¿Podremos hacerlo?
Esto no quiere decir que el comportamiento psicopatológico no pueda ser estigmatizado, reinterpretado y culturalmente atribuido a lo que no es –ese es el origen de ciertos estereotipos-, en función de las circunstancias históricas y de ciertos parámetros axiológicos –por otro lado, cambiantes- que caracterizan a la concreta sociedad en que impactan.
¿Está preparado el psicólogo clínico o el psiquiatra para atender al paciente, cualquiera que fuere la índole de sus tradiciones, etnia y raíces culturales? ¿Las conoce el psicólogo clínico? Por ejemplo, en un mundo multicultural como el actual, ¿puede establecerse el mismo tipo de alianza psicoterapéutica o emplearse idénticos procedimientos con los diversos pacientes, si se ignora cuáles son las peculiaridades de su cultura de origen?
Parece pertinente recordar ahora la relevancia de las diferentes experiencias vitales en los diversos sistemas de representación de la realidad (culturas). Entre el mundo vivencial, personal y social del paciente y el del terapeuta se levanta un muro infranqueable: el de la mediación.
Me refiero, claro está, a la mediación del lenguaje, los símbolos, la jerarquía de valores, las formas estéticas, las normativas jurídicas, los ordenamientos sociales, las creencias religiosas, etc. Si ese muro, que media la relación entre ellos, no se perfora mediante el conocimiento y la comprensión, es harto probable que ni el diagnóstico ni la terapia sean los acertados.
ALGUNOS CRITERIOS PARA DIFERENCIAR LO NORMAL Y LO PATOLÓGICO
En este apartado se desarrollan los principales criterios que pueden utilizarse para discernir si una determinada conducta puede calificarse de patológica o no. Antes de comenzar la exposición, a modo de panorámica y para facilitar la comprensión del lector, se presenta un sencillo caso y se analiza resumidamente desde cada uno de los criterios utilizados con más frecuencia en psicopatología, en el cuadro que aparece más abajo.
CASO CLÍNICO
Felipe tiene 22 años y estudia biología en la universidad. Ha acudido a su primera consulta al psicólogo refiriendo que cree que le pasa algo malo. Desde hace unos meses se siente muy cansado y con el ánimo muy bajo. Apenas va a clase porque se siente incapaz, y esto está afectando negativamente a su expediente académico. Afirma que le gustaría cambiar y poder sentirse mejor y más alegre. Sus familiares y amigos están muy preocupados por su estado actual.
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EL CRITERIO SUBJETIVO
De acuerdo con este criterio, lo “patológico” o lo “normal” dependería de que el sujeto se califique califique a sí mismo como la persona que se siente bien (sana) o la persona que se siente mal (enferma).
Este hecho empírico es fundamental en la clínica, pero no es suficiente. Sin duda, puede aportar mucho al profesional, porque esta suele ser la razón principal por la que una persona consulta con el especialista. Pero resulta insuficiente, porque con solo eso no basta.
De hecho, son numerosas las alteraciones psíquicas (la hipocondría, por ejemplo) y las desviaciones del comportamiento (el consumo excesivo y habitual de alcohol) que objetivamente no se corresponden con la noción subjetiva de salud por la que se conduce la persona.
Hay pacientes que sienten o perciben ciertos síntomas o comportamientos como anómalos en sí mismos y, sin embargo, dichas percepciones son sólo imaginarias, inconscientes, no-objetivas o derivadas de conflictos ignorados, no resueltos, y muchas de ellas casi siempre poderosamente subjetivadas por estilos educativos y factores culturales.
En otras circunstancias, cuando ese malestar se acompaña de síntomas somáticos –con independencia de que subjetivamente el paciente se considere o no enfermo-, es necesario realizar una exploración somática al paciente para comprobar si padece o no de un trastorno orgánico. Una vez dilucidada esta cuestión, es conveniente proponerle una evaluación psicológica, por si reside aquí el origen de aquellos síntomas.
Por lo general, basta con que la persona no perciba esos síntomas subjetivos como sufrimiento, para que no acepte que sufre una determinada patología. Con cierta frecuencia, son personas que se consideran sanas y que, no obstante, padecen una grave enfermedad.
Es lo que sucede, por ejemplo, en algunas formas de esquizofrenia, en las que la persona no tiene conciencia de sufrir una grave alteración. Se da la paradoja de que esa ausencia (subjetiva) de conciencia de enfermedad es valorada por el clínico precisamente como un signo del padecimiento de la enfermedad.
En otras ocasiones, el criterio subjetivo de enfermedad no procede del paciente, sino de su contexto familiar o social. A fuerza de ser etiquetado por otros como una persona trastornada, el paciente cede y asume el etiquetado, decide seguir el consejo que recibe y acaba por acudir a la consulta.
Aquí toda prudencia es poca. En la actual sociedad la cultura psicológica y psicopatológica es un bien escaso. En este contexto, cualquier comportamiento que no se ajuste a lo que es considerado habitual o no sea comprendido por su entorno, se le considerará y “etiquetará” enseguida como un trastorno psicopatológico.
Este abuso es especialmente significativo, puesto que se toma subjetivamente como norma del comportamiento ajeno lo que tal vez sólo se ajusta a un mero convencionalismo social, por otra parte errado en muchas ocasiones.
Esto hace que el criterio subjetivo apenas sea fiable para diferenciar lo normal de lo patológico. Pero hagamos una defensa de la subjetividad.
No hay manifestación psicológica alguna (sana o patológica) sin un sujeto en el que se manifiesta y al que manifiesta. El profesional, por eso, debería no fiarse de sólo sus observaciones, sino escuchar con toda atención lo que dice el paciente (subjetividad). La persona no se identifica con sólo su comportamiento, insomnio, ansiedad, frustraciones, tristeza, sufrimiento por la muerte de un hijo, etc.
Todo eso está en la persona y en cierto modo la manifiesta. Pero la persona es mucho más que todo eso, hasta el punto que todo cuanto le sucede acontece en ella y de ella depende su modo de responder.
La reducción del sujeto a sólo lo observado en él permite incluirlo en el ámbito de estudio de las ciencias de la naturaleza, pero incurriendo en un craso error: la supresión del sujeto.
Dados los contenidos que se estudian en psicopatología, ¿puede reducirse el sujeto a objeto, el “yo” a “conducta”, el “alguien” en que sucede al “algo” que le acontece? ¿Es éste el procedimiento para conocer la psicopatología de una persona singular, única e irrepetible?
Si la persona se objetiva intensivamente, ¿no será a costa de des-subjetivarla? Pero si la persona deja de ser “sujeto”, lo que de esa persona se aprehenda o cuantifique, ¿no estará sesgado o distorsionado?.
Aunque el comportamiento o el perfil sintomático manifestado sea un modo en que la persona se expresa, la persona es anterior, posterior, mayor y origen del comportamiento psicopatológico que en ella se manifiesta.
Optar por el estudio de sólo el comportamiento –a pesar del valioso progreso logrado en esta perspectiva- constituye, además de un reduccionismo, una apuesta y apelación por lo genérico y abstracto.
La exclusión del sujeto singular -el núcleo de convicciones y rasgos de personalidad que caracterizan unívocamente a cada ser humano como tal- transforma a la persona en lo que ella no es: una abstracción. En conclusión: que en psicopatología no se puede excluir al sujeto, pero tampoco fiarlo todo al criterio subjetivo del paciente.
CASO CLÍNICO
Walter, un hombre de 28 años, acude a la consulta porque su novia le ha dejado. En la entrevista clínica manifiesta que no siente ningún síntoma, pero su mejor amigo le ha aconsejado que consulte con un especialista, aunque sea solo con un fin preventivo. A Walter le preocupa mucho la posibilidad de que centre su atención sobre lo que le ha sucedido y que se agobie por ello. En la exploración psicológica manifiesta que no ha experimentado esta separación como un abandono, que no tiene ningún duelo que elaborar, que entiende perfectamente que una chica se canse de él, que éstas son cosas que le pasan a mucha gente. En las escalas de ansiedad y depresión (Hamilton) y en el MMPI que se le han practicado no hay indicio alguno de alteración.
-No obstante, Walter manifiesta que es hijo de divorciados y que, desde niño, siempre ha pensado que también él sería abandonado como su madre. Este pensamiento ha estado siempre en su cabeza y por más que ha luchado para pensar en otras cosas, acaba siempre por regresar e instalarse allí, lo que le impide concentrarse en su trabajo. No teme la ruptura, sino la posibilidad de obsesionarse con el hecho de que haya sido abandonado, al parecer sin motivo alguno.
-Walter parece haber respondido bien a la experiencia de que se haya roto la relación afectiva con su pareja. De acuerdo con los resultados obtenidos en las escalas que se le han pasado –criterio objetivo-, no parece que haya manifestación alguna de ansiedad o depresión, respuestas que son frecuentes en estas circunstancias.
-Sin embargo, si apelamos a los datos disponibles en la historia clínica que nos han proporcionado –por muy breve que sea-, hay tres hechos que es preciso investigar: (a) el hecho de que su amigo le aconseje consultar con un especialista; (b) el hecho de que haya pensado que él sería abandonado como su madre divorciada; y (c) el hecho de que en la actualidad tema la posibilidad de obsesionarse con el abandono sufrido.
-Aquí lo subjetivo es, qué duda cabe, más relevante que lo objetivo. Por esta razón habrá que preguntar y escuchar – ¡sobre todo escuchar!- cómo Walter ha vivido esa separación, cuál es el origen de eso que teme, qué otras experiencias de tipo obsesivo ha vivido y cómo se ha enfrentado a ellas; qué significa para él el abandono (afectivo) al que se enfrenta, a pesar de que racionalmente parece entenderlo (haber sido abandonado sin motivo alguno).
EL CRITERIO ESTADÍSTICO
Hay manifestaciones psicopatológicas que pueden ser cuantificables (especialmente el comportamiento humano, ciertos rasgos de personalidad que pueden configurarse como diversas dimensiones y una pluralidad de síntomas que pueden ser evaluados por múltiples escalas, check-list, auto-informes, etc.). La frecuencia de las variaciones individuales concernientes a un carácter dado, se distribuyen en la población general de forma semejante a la curva normal de Laplace-Gauss.
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Figura 2. Representación poblacional de un rasgo que sigue una distribución normal, por ejemplo, la talla.
Aunque no existe el “hombre medio”, se admite desde antiguo (tal y como se ha verificado en numerosas investigaciones) que la media de una distribución de la frecuencia de un síntoma, rasgo o conducta se identifica con la norma y, por consiguiente, con lo que podría denominarse “normalidad estadística”.
Pero es necesario determinar a partir de qué valor de la desviación típica de la puntuación de una característica, en relación con la media, puede considerarse como anormal o patológica.
En este punto es mucho lo que se ha debatido. En psicopatología, con relativa frecuencia se ha fijado ese valor para diferenciar lo normal de lo patológico en dos desviaciones tipo de la media, lo que abarcaría, de acuerdo a los dos extremos de la curva, a algo más del 2% de la población.
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Figura 3. Distribución del CI en la población.
Desde el criterio estadístico, los dos extremos de la distribución serían patológicos. En la figura anterior, al tratarse de la distribución del CI en la población general, las personas que ocupan uno de los extremos (el de la derecha) no serían consideradas como patológicas, sino como personas intelectualmente superdotadas.
Cuando el rasgo psicopatológico considerado es causado por un déficit, la anomalía estadística correspondiente suele ser única, y queda representada en uno de los polos de la distribución (la puntuación menor a partir de las dos desviaciones típicas). Es lo que sucede en el ejemplo de la distribución de los cocientes intelectuales (CI), en que se toman como patológicos solamente a aquellos CI que significan un decremento o disminución de la inteligencia respecto de la media.
No obstante, surgen aquí también otras contradicciones. Por ejemplo, Roberts llegó a conclusiones muy interesantes sobre la distribución de la curva de los CI. En la población general
estudiada, observó que la curva de distribución del CI podía interpretarse como la suma de dos curvas normales: una primera curva, que corresponde a la gran mayoría de los sujetos y cuya media en el CI es 100, y es simétrica en relación a este valor.
Y una segunda curva, que corresponde a una pequeña proporción de sujetos, y cuya media en el CI está entre las puntuaciones 20 y 30.
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Figura 4. Se observa la distribución del CI en la población normal, y la distribución del CI de las personas que tienen puntuaciones de entre 20 y 30 puntos.
En la práctica, la mayoría de las personas cuyo CI es inferior a 50, proviene de la segunda distribución. Por el contrario, la mayoría de las personas cuyo CI es superior a 50 y, sobre todo, los CI comprendidos entre 50 y 70, provienen de la primera. En cambio, si solo tomaba el CI de 50, encontraba entonces una proporción, sensiblemente igual de personas agrupadas en una y otra curva.
La interpretación que ofrece el autor es la siguiente: la distribución cuya media es de 100 corresponde al reparto de la inteligencia en la
población general, en función de los múltiples factores poligénicos, biológicos y socioculturales que determinan esas diferencias individuales.
Esta distribución contiene un 2,14% de personas cuyo CI es inferior a 70. En lo que concierne a las causas que han determinado este bajo CI (el resultado de una combinación, ciertamente desfavorable, de los múltiples factores que determinan las diferencias individuales en la inteligencia), puede afirmarse que la puntuación obtenida por esas personas es normal.
Pero si consideramos ese CI deficitario (inferior a 70) respecto de la capacidad de la persona para adaptarse al medio (y a las exigencias de nuestra sociedad, por ejemplo, a la realización de los estudios primarios obligatorios) habrá que concluir que esas personas sufren alguna patología.
De este modo, las personas con un CI inferior a 70 se encuentran en una situación psicopatológicamente paradójica, por estar situadas, por este motivo, en la normalidad (variaciones individuales del CI en la población general, conforme a las causas que las han originado) y, al mismo tiempo, en la patología, desde la perspectiva de su adaptación al medio. La anterior situación paradójica nos hace considerar que, además de la curva de distribución del CI, el clínico ha de pensar en otros factores factores del ámbito genético y sociobiológico, de los que depende el desarrollo intelectual.
En cualquier caso, el estudio de la norma estadística como criterio de normalidad se abre a otras dimensiones que han de tenerse en cuenta, desde la perspectiva psicopatológica, y que se consideran a continuación.
ALGUNAS DIMENSIONES DE LA NORMA ESTADÍSTICA EN PSICOPATOLOGÍA
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La norma estadística
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La norma deseable (o de valor)
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La norma subjetiva de la persona
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La norma funcional
ACTIVIDADES DE APRENDIZAJE
Comprensión de lectura
Analice la información contenida en esta unidad e investigue los siguientes conceptos:
1. ¿Qué es la personalidad y qué el temperamento?
2. ¿Qué es una psicopatología?
3. ¿En qué consiste el cociente intelectual?
4. ¿Cómo puede inferir el entorno en la personalidad de cualquier individuo?
5. ¿Como pueden cuantificarse las manifestaciones psicopatológicas?
6. ¿Cuáles son los términos que suelen emplearse para designar el contenido de lo que se considera patológico?
7. ¿Cuáles son los criterios empleados para distinguir lo normal de lo patológico?
8. ¿Disponemos de algún criterio que especifique dónde comienza y termina el comportamiento disfuncional?
9. Investigue y señale cuáles son las psicopatologías más frecuentes en personas mayores de 60 años
10. ¿Qué es un trastorno?
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