FENÓMENOS SOCIALES
"EL PROBLEMA DE LA MEMORIA"
INTRODUCCIÓN
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Como escribía García Márquez en el primer volumen de sus memorias, «nuestro pasado es como lo recordamos». Y es que la memoria es parte de la esencia del ser humano. Sin memoria no somos nosotros. La memoria es la columna vertebral de nuestra identidad, tanto en los individuos como en los grupos. Pero la memoria es algo esencialmente social e interesada.
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Recordamos lo que nos interesa recordar, lo que más y mejor se adapta a nuestros intereses, sobre todo a nuestros intereses psicosociales (nuestra identidad, autoestima, valores). Pero es que, además, lo que recordamos, lo tergiversamos a nuestro a antojo, precisamente para que puedan servir mejor a esos intereses psicosociales. Nuestra memoria, puede ser en realidad muy débil, incierta, presentista e interesada, poniéndose siempre a nuestro favor.
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Nuestros recuerdos no son copias de experiencias que permanecen en depósito en un banco de memoria, sino que los construimos o, al menos, los reconstruimos, en el momento en que los recuperamos. Más en concreto, como paleontólogo que infiere la apariencia de un dinosaurio a partir de fragmentos de hueso, todos nosotros reconstruimos nuestro pasado distante combinando fragmentos de información mediante el empleo de nuestra situación actual. Es más, nuestros recuerdos suelen ser muy ambiguos y fragmentarios, y lo que hacemos a la hora de recordar es completar tales fragmentos con aquello que «nos interesa», para adaptarlos a nuestra situación actual. McFarland y Ross (1985) encontraron empíricamente que incluso revisamos nuestros recuerdos sobre otras personas conforme cambian nuestras relaciones con ellas. En efecto, estos autores pidieron a sus sujetos que calificaran a sus parejas estables. Dos meses después repitieron la misma evaluación. Pues bien, quienes seguían igual de enamorados o más que antes tendían a recordar amor, mientras que quienes ya habían roto tenían una mayor probabilidad de recordar que su pareja era, ya entonces, egoísta y de mal carácter. En la misma línea, pero de forma más contundente aún, se coloca el estudio de Holmsberg y Holmes (1992), quienes pidieron a 373 parejas de recién casados que rellenaran un cuestionario en que, como es natural, todos declararon ser muy felices y estar encantados con sus parejas. Pero cuando se les volvió a encuestar dos años más tarde y se les pidió cómo recordaban sus primeros días de casados, se encontró que aquellos cuyo matrimonio se había deteriorado recordaban que las cosas siempre habían ido mal ya desde el principio, cosa que no coincidía con lo que habían dicho dos años antes. Así pues, ello parece mostrar que, efectivamente, cuando los recuerdos son vagos, los sentimientos e intereses actuales guían nuestros recuerdos, modificándolos en la medida de nuestros intereses actuales. Eso ocurre cuando decimos que antes llovía más que ahora, que los inviernos eran más fríos o que los veranos eran más calurosos que los de ahora.
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Independientemente de que ello sea o no cierto, la cuestión es que resulta prácticamente imposible saberlo sólo por nuestros recuerdos. Lo que ocurre en todos estos casos es que, como afirma el psicólogo Anthony Greenwald (1980), al igual que hacen los dictadores cuando llegan al poder, también nosotros tenemos un «yo totalitario» que revisa el pasado para adaptarlo a nuestras opiniones, intereses y emociones presentes, lo que recibe el nombre de presentismo.
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Pero tal vez lo peor estriba en la confianza absoluta que tenemos en nuestros recuerdos. No obstante, para saber realmente si, por ejemplo, antes llovía más o menos que ahora sólo tenemos un camino: examinar los datos de los institutos meteorológicos. Y si queremos saber si las personas asisten sucias a trabajar o no, no tendemos otra fórmula que hacer mentalmente un cuadro de doble entrada e ir introduciendo en él todos los casos que vayamos encontrando: personas no sucias, personas sucias, personas distintas al entorno laboral no sucios y no personas sucias, y al final comparar los resultados en cada una de las cuatro casillas. Como eso es imposible hacerlo mentalmente, nos dejamos guiar por nuestros prejuicios, nuestras expectativas y nuestras preconcepciones que suelen autoconfirmarse. Si no se lleva un registro cuidadoso, resulta imposible detectar la relación entre dos hechos. Por eso tardaron tanto tiempo los médicos en encontrar la relación entre el hecho de fumar y el cáncer de pulmón, e incluso en muchas culturas se tardó muchos siglos en encontrar la relación entre el sexo y el embarazo. Por ello, nuestra memoria puede ser fácilmente manipulada.
Veamos algunos de los interesantes y sorprendentes fenómenos que a veces afectan a la memoria entre los que estarían las memorias recobradas (Gleaves y otros, 2004), que tienen lugar cuando alguien recupera repentinamente recuerdos que había tenido olvidados desde hacía muchos años e incluso décadas; las falsas memorias, por las que se puede inducir a la gente a confesar haber realizado actos que realmente no cometió, «haciéndole recordar» que sí los había cometido (Kassin, 2004; Kassin y Gudionsson, 2004); o los efectos de la información engañosa (Loftus, Miller y Burns, 1978), que muestra que la forma de hacer las preguntas (en una entrevista o en un interrogatorio) influye en los «recuerdos» de los entrevistados o interrogados. Pero los tres fenómenos en que nos queremos concentrar aquí son los siguientes:
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1) Memorias reprimidas: en septiembre de 1969, en California, se descubrió el cadáver de una niña de ocho años, Susan Kay Nason, que había sido violada y asesinada. Los medios de comunicación difundieron abundante información sobre el descubrimiento del cuerpo y el asesinato, pero no se pudo encontrar al culpable. Veinte años después, en 1989, Eileen Franklin, que había sido amiga y compañera de colegio de Susan en 1969, se convirtió en la testigo principal de la acusación contra su propio padre, George Franklin, en el juicio al que se sometió a éste como autor del asesinato de Susan. ¿Cómo fue ello posible, es decir, cómo fue posible que Eileen callara durante tanto tiempo y cómo fue posible que, finalmente, hablara contra su propio padre? ¿y cómo pudo aceptarse la declaración de Eileen como pieza central de la acusación por parte del tribunal, cuando esta declaración se hizo nada menos que veinte años después de los hechos? Como señala Margarita Diges (1997), la clave de la aceptación legal de su testimonio está en la respuesta a la primera pregunta. Eileen había sido testigo de cómo su padre violó y después mató a Susan, pero los hechos fueron tan traumáticos que su mente los relegó a algún lugar del inconsciente, los reprimió, y sólo volvieron a su conciencia muchos años después. El desencadenante fue, según declaración de la propia testigo, una frase inocente de su hija de cinco años, una frase en la que la pequeña preguntaba: «¿no es así, mamá?» Esta frase la hizo recordar la mirada de Susan justo antes de su asesinato. A este primer destello de recuerdo siguieron otros como el de su padre asaltando a Susan en la parte de atrás de una furgoneta, la lucha de Susan para intentar, infructuosamente, defenderse, y sus palabras («No lo hagas», «párate») así como las de su padre.

Eileen después recordó también cómo los tres estaban fuera de la furgoneta y que su padre levantaba una piedra con las manos por encima de su cabeza; recordó también los gritos, y luego el cuerpo de su amiguita, ya tendido en el suelo y cubierto de sangre, así como el anillo de plata aplastado en su dedo.
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Aunque estos primeros recuerdos se produjeron veinte años después de los hechos, una vez liberado de la represión un fragmento de ​esa memoria, resultó relativamente sencillo sacar a la conciencia el resto.
2) Memorias «de flash»: nos referimos con este término a los recuerdos que tenemos de las circunstancias en que uno se enteró de un suceso inesperado y de gran alcance en alguna época como fueron el asesinato del presidente Kennedy en los Estados Unidos, o el ataque a las torres gemelas en Nueva York. En estos casos, cuando se pregunta a la gente que vivió tales sucesos cómo recuerda las circunstancias en que se enteraron de la noticia, la mayoría de los sujetos dice tener un recuerdo exacto y casi fotográfico de todas esas circunstancias, a pesar de haber transcurrido muchos años desde que se produjeron los hechos (Brown y Kulik, et al.). ¿Cómo es posible que tales recuerdos se mantengan tan vivos, al menos aparentemente, tras tantos años?.
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Tengamos presente que una noticia traumática, inesperada y de importantes consecuencias, que se repasa a menudo en conversaciones y desde los medios de comunicación en los días posteriores, está en el origen de este tipo de memorias, pero éstas no se refieren tanto al recuerdo de la noticia misma, sino al de las circunstancias personales en que uno la conoció («¿cómo se enteró usted de la noticia?», «¿cómo recuerda lo que hacía cuando se enterararon?»). Por tanto, lo que resulta realmente llamativo es la increíble exactitud y cantidad de detalles recordados que los encuestados dicen tener del contexto de esos sucesos. Y es precisamente esto lo que hizo que se pensara en algún tipo especial de mecanismo de memoria que imprimiría esos recuerdos de forma indeleble y los protegería del olvido a que están sometidas otras memorias (Brown y Kulik, 1977; Christianson, 1989; Winograd, 1992).
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Sin embargo, actualmente se sabe que en estos casos no existe ningún mecanismo especial de memoria: sencillamente recordamos mucho menos de lo que creemos recordar, como mostró Neisser.
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En efecto, Neisser y Harsch (1992) administraron dos veces a sus sujetos un cuestionario, la primera vez menos de 24 horas después de ocurrir la explosión del cohete Challenger, el 28 de enero de 1986; y la segunda, dos años y medio después, partiendo de la hipótesis razonable de que 24 horas después del suceso la gente tiene un recuerdo bastante exacto de cómo se enteró de la noticia, de forma que este recuerdo podría ser utilizado como algo muy aproximado al suceso original, lo que serviría para compararlo con los recuerdos que los sujetos mantenían dos años y medio después. Pues bien, los resultados mostraron que, de un máximo de 7 puntos (recuerdo exacto), un 25 por 100 de los suietos obtuvieron una puntuación de 0, es decir, que sus recuerdos expuestos en el segundo informe no coincidían nada con los expuestos en el primero. Más aún, el 50 por 100 de los encuestados obtuvo 2 puntos o menos, y sólo un 7 por 100 de ellos obtuvieron la puntuación máxima, es decir, que fueron muy pocos los que tenían los mismos recuerdos las dos veces en que éstos se les solicitaron (curiosamente, casi ninguno de los sujetos recordaba haber rellenado el cuestionario dos años y medio antes). Y sorprendentemente, a pesar del bajo nivel de exactitud que hemos comentado, la mayoría de los sujetos estaban convencidos de que sus recuerdos eran muy exactos.
Otros estudios similares, que también estudian las distorsiones de la memoria cuando es afectada por fuertes emociones, son los recuerdos de los supervivientes de los campos de concentración nazis. En efecto, como consecuencia de procesamientos tardíos a supuestos responsables, guardias o colaboradores en los campos, a veces muchos años después de que ocurrieran los hechos, ha surgido la pregunta de hasta qué punto son fiables las memorias de los superviviente, incluso treinta o cuarenta años después (Wagenaar, 1988). Por una parte, se pensaba que al tratarse de hechos de tanto valor emocional, difícilmente se olvidarían con el paso del tiempo, pero, por otra, igualmente podría argumentarse que después de tanto tiempo, los supervivientes tendrían escasas posibilidades de recordar hechos concretos o de reconocer a las personas implicadas. La única forma de saber algo sobre la exactitud actual de tales recuerdos sería preguntar a los supervivientes e intentar contrastar sus declaraciones actuales con las que pudieran haber realizado poco después de ser liberados.

En esta línea, Wagenaar y Groeneweg (1990) llevaron a cabo una interesante investigación, aunque limitada por el escaso número de sujetos supervivientes (N = 15) que pudieron encontrar que hubieran hecho declaraciones, constatadas, poco después de haber sido liberados en los años 40, para así poder contrastar ambos registros observando que sus sujetos afirmaban tener ahora una gran confianza en sus recuerdos de crímenes específicos, particularmente odiosos, así como de los autores de esos crímenes. Pero la comparación de sus declaraciones mostraba que la mayor parte de los nombres de los guardias, que se recordaron en la declaración de los años 40, ahora se habían olvidado. La mejor memoria correspondía precisamente a los datos más rutinarios, menos emocionales, como era la comida o el alojamiento en el campo de concentración, mientras que el recuerdo de detalles importantes y dramáticos fue bastante pobre, incluso cuando el testigo había sido el protagonista del suceso emocional.
Igualmente, muchos detalles se confundían (el nombre de un prisionero asesinado con el nombre de su agresor) y algunos sucesos cambiaban su valor (por ejemplo, una paliza dada al testigo por el responsable del campo que le impidió caminar durante días se recordaba en 1984 como una patada ocasional), mientras que otros simplemente se olvidaban. En definitiva, que a pesar de la intensidad emocional de los sucesos en el momento en que se vivieron, a pesar de la seguridad que tenían los testigos de que no olvidarían nunca tales recuerdos, lo cierto es que cuarenta años después apenas quedaba el esqueleto de la experiencia original (Wagenaar y Groeneweg, 1990): cuanto más dramático y cargado de emoción haya sido un suceso, más seguros estaremos de recordarlo tal como ocurrió, pero menos exactos serán tales recuerdos.
3) Recuerdos falsos y distorsionados: el ejemplo más famoso de falso recuerdo proviene del psicólogo Jean Piaget, que se remonta a cuando él no había aún cumplido los dos años. Escribe Piaget (1959, pág. 257):
"Todavía puedo ver, con toda claridad la siguiente escena, en la que creí hasta los quince años cumplidos. Estaba sentado en mi cochecito y mi niñera me paseaba por los Campos Elíseos cuando un hombre intentó raptarme. Ouedé retenido por el cinturón que me sujetaba al asiento, mientras mi ninera intentaba valientemente protegerme del raptor. Ella recibió varios arañazos y aún puedo verlos vagamente en su cara. Luego la gente se agolpó en torno nuestro, llegó un policía con una capa corta y un bastón blanco y el hombre huyó. Puedo ver aún toda la escena e incluso situarla cerca de la estación del metro. Cuando tenía unos quince años, mis padres recibieron una carta de mi anterior niñera diciendo que se había enrolado en el Ejército de Salvación. Quería confesar sus faltas y, en particular, devolver el reloj que se le había dado como recompensa en aquella ocasión. Había inventado toda la historia del rapto, haciéndose ella misma los arañazos. Por consiguiente, yo debí de oír, cuando era niño, un relato de esa historia, en que mis padres creían, y la proyecté en mi pasado en forma de recuerdo visual".
Como subraya Diges, lo que hace más interesante la descripción de Piaget de sus «recuerdos», completamente «inventados», son los detalles que ofrece. Presumiblemente, cuando la niñera inventó su historia estaba proporcionando datos verbales (por ejemplo, «llegó mucha gente y por fin un policía») y visuales, como los arañazos que ella misma se había hecho en la cara. Pero en el recuerdo posterior se describen, como si se estuvieran tomando de una imagen visual, aquellos aspectos del suceso que ahora estamos seguros que no pudieron percibirse de forma visual, y que ni siquiera se proporcionaron verbalmente, como la capa y el bastón del policía (que parecen proceder del conocimiento sobre el uniforme de los policías de aquella época). De este modo, la anécdota de Piaget supone un ejemplo de cómo se puede sugerir verbalmente un recuerdo visual falso. Es más, existe hoy día consenso en cuanto a que las memorias más tempranas se sitúan alrededor de los tres años y medio o los cuatro (Pillemer y White, 1989). ¿Por qué, entonces, muchos adultos dicen recordar acontecimientos o escenas que corresponden a edades inferiores a los tres años?.
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Parece que, como el «recuerdo» de Piaget (de cuando tenía menos de dos años), esos recuerdos, tan vívidos muchas veces, pueden estar basados en las historias que se relatan dentro de la familia, en el repaso de fotografías y cada vez más en vídeos, en conjeturas sobre cómo deben haber sido las cosas a partir de conocimientos generales, etc. Pero como antes, lo que pretendemos acentuar en este caso es que al menos una parte de esos recuerdos infantiles pueden ser invenciones o, como poco, estar contaminados por otras fuentes de información que llegan a alterarlos; y que la viveza con que se rememoran en la actualidad es la que parece prestarles su carácter de autenticidad, la que proporciona esa confianza en la realidad del recuerdo (Diges, 1997, pág. 27).
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Pero no olvidemos tampoco que la memoria es algo intrínsecamente social. Ciertamente, la memoria es siempre individual, pero como el individuo es un ser esencial e inevitablemente social, la memoria por fuerza será también siempre social, como demostraron los franceses Charles Blondel (1928) y sobre todo Maurice Halbwachs (1925, 1941, 1950) (véase Ovejero, 1997, cap. 9, 2009, cap. 2; Rosa y otros, 2000; Vázquez, 2001). Y es que toda memoria, incluso la supuestamente individual, es social por necesidad. Primero, porque utiliza el lenguaje, que es algo inherentemente social. Segundo, porque tras nuestros recuerdos siempre están «los otros». Y tercero, porque es la sociedad (la tradición, las normas sociales, el poder, etc.) la que en gran medida nos dice lo que debemos recordar y lo que no debemos recordar, lo que debemos olvidar y lo que no debemos olvidar.
LAS ATRIBUCIONES CAUSALES Y LOS SESGOS DE ATRIBUCIÓN
Empecemos este apartado con el siguiente ejemplo: mientras estoy de vacaciones, un compañero de la empresa donde trabajo ha sido ascendido al cargo de director de ventas.
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Terminadas las vacaciones me reincorporo al trabajo y al entrar a la empresa, mientras estoy registrando mi entrada, el mencionado compañero pasa a mi lado, con prisas, y ni me saluda ni siquiera me mira. ¿Cómo influirá este hecho en nuestras relaciones mutuas? ¿A qué atribuiré la conducta interpersonal suya? Veamos dos tipos bien diferentes de atribución, aunque las dos perfectamente plausibles.
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Por una parte, supongamos que atribuyó a esa conducta un pensamiento "Ya sabía yo que se le iba a subir el cargo a la cabeza. Siempre fue soberbio y se creyó más que nadie, así que ahora más. Por eso ya ni me saluda.» Unas horas después, al bajar a desayunar a la cafetería, que está casi vacía, y al otro lado de la barra está el compañero en cuestión. Probablemente no sólo no me acercaré a él, sino que incluso tomaré mi café al otro lado de la barra y dándole la espalda, lo que podría fácilmente ser atribuido por él a envidia por mi parte. No creo que al lector le extrañe que a partir de ese momento las relaciones entre ambos compañeros empeoren, incluso de una forma importante. Pero veamos otra posibilidad: supongamos que se atribuyó la conducta del compañero a mero descuido, y se piensa: «Caramba, no me extraña esta conducta. Siempre fue muy despistado, así que ahora con los líos de la dirección de ventas, ni se ha fijado que yo estaba aquí.» Unas horas más tarde bajo a desayunar a la cafetería, le veo al otro lado de la barra, me acerco a él y en tono un tanto jocoso le llamo distraído y despistado, y le digo que pasó a mi lado y ni me miró. Probablemente los dos nos riamos de su despiste y, si se me apura, desde ese momento nuestras relaciones incluso mejorarán algo.
A nadie le resultarían inviables ambos tipos tan contrapuestos de consecuencias que puede tener este mismo hecho, dependiendo sólo de las atribuciones causales que hagamos. Ciertamente podemos decir que, en todo caso, las cosas son algo más complejas de lo que aquí se ha expuesto en esta anécdota, dado que también las relaciones previas que hayamos tenido con algún compañero habrán influido en la atribución que cualquiera de nosotros haya hecho. Es cierto que la atribución causal que se haga depende también del tipo de personalidad que tengamos, de nuestro carácter, percepción, interpretación y memoria. Y ciertamente, éste podría constituir el aspecto más positivo de esta cuestión, el tipo de atribuciones que solemos hacer, puede cambiarse y puede mejorarse.
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Dado que el mundo en que vivimos es enormemente complejo y tenemos que saber a qué atenernos, necesitamos controlar esa complejidad de nuestro entorno, al menos cognitivamente, y para ello intentamos continuamente buscar las causas de la conducta de los demás e incluso de la nuestra.

Fue el alemán Fritz Heider el primero en abrir esta fértil línea de investigación con un libro realmente imprescindible, "The psychology of interpersonal relations (1958)", siendo seguido luego por autores de la talla de Jones y Davis (1965) o de Kelley (1967). Pero tal vez lo más importante de las atribuciones causales sea que tienen importantes consecuencias en el comportamiento humano, como antes ya vimos y como se observa perfectamente en las dos grandes teorías existentes de la atribución:
1) Teoría atribucional de la motivación de Weiner: esta teoría surge al ser considerada la conveniencia de incluir una dimensión cognoscitiva en la explicación de la motivación de logro. Lo que realmente pretende Weiner (1979, 1985) es construir una teoría que sea capaz de dar cuenta de las atribuciones causales que la gente hace de sus éxitos y de sus fracasos, para poder así predecir cuál será la motivación y el comportamiento futuros de la gente. Y para ello considera suficientes estas tres dimensiones: a) El locas o el lugar donde se encuentra la causa, que puede ser interno (por ejemplo, la habilidad o el esfuerzo) o externo (la suerte, la dificultad de la tarea, etc.); b) La estabilidad, que se refiere a la naturaleza temporal de una causal, pudiendo ser una causa estable (por ejemplo, las capacidades o aptitudes) o inestable (el esfuerzo o la suerte); y c) Control o controlabilidad, que se refiere a la capacidad que el individuo tenga, o no tenga, para influir o modificar la causa de un evento, pudiendo una causa ser controlable (por ejemplo, el esfuerzo) o incontrolable (la suerte).
En consecuencia, cuando, por ejemplo, un alumno fracasa (o tiene éxito) en un examen tenderá a buscar una causa a su fracaso (o a su éxito), y la causa a la que él atribuya su conducta influirá fuertemente en su motivación y en su rendimiento para próximos exámenes.
Veamos un ejemplo: María no se presenta al examen de álgebra y se dice a sí misma: «He decidido no presentar el examen porque yo no puedo con las matemáticas.» Como vemos, ha hecho una atribución interna, estable e incontrolable. Justamente la peor que podía hacer, ya que la lleva a la indefensión aprendida, porque si a la semana siguiente tiene otro examen de matemáticas, ¿para qué estudiar si sabe que volverá a reprobar, «porque ella no sirve para eso»? De ahí que una de las funciones de los psicólogos escolares consista en ayudar a los niños y niñas a hacer atribuciones apropiadas, que no son otras que las internas, inestables y controlables, como por ejemplo: «He suspendido porque no he estudiado lo suficiente.»
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La relación entre las atribuciones causales y el éxito/fracaso es tan estrecha que influye en otras variables como la ansiedad/timidez. Etiquetarse a uno mismo como ansioso, tímido o deprimido constituye ya una excusa para el fracaso (Snyder y Smith, 1986): a veces utilizamos los síntomas como estrategias no conscientes para explicar resultados negativos. Ahora bien, ¿qué ocurriría si suprimiéramos la necesidad de esa estrategia proporcionando a las personas una explicación alternativa cómoda de su ansiedad y, en consecuencia, de su posible fracaso? Precisamente eso fue lo que encontraron Brodt y Zimbardo en 1981 cuando, en un experimento de laboratorio, hicieron que una serie de mujeres tímidas y no tímidas conversaran con un varón atractivo, que actuaba como un participante más, en una sala pequeña en la que había un ruido muy elevado. Se les dijo a algunas de las mujeres tímidas (pero no a otras) que el ruido las produciría un ritmo cardíaco acelerado, que es justamente uno de los síntomas más frecuentes en la ansiedad social, de forma que cuando estas mujeres hablaron posteriormente con el hombre, podían atribuir su acelerado ritmo cardíaco al ruido y no a su timidez ni a ningún problema de desajuste social.
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Pues bien, comparadas con las otras mujeres tímidas a las que no les dio esta fácil explicación de su acelerado ritmo cardíaco, estas mujeres dejaron de ser tímidas, de forma que hablaron relaiadamente cuando se inició la conversación e hicieron preguntas al hombre. De hecho, a diferencia de las otras mujeres tímidas (que el hombre pudo identificar fácilmente como tales), éstas fueron, para el varón, indistinguibles de las que no eran tímidas.
2) Teoría de la indefensión aprendida de Seligman: esta teoría, que inicialmente fue formulada por Seligman (1975) y después modificada por Abramson, Seligman y Teasdale en 1978 para aplicarla a la conducta humana, puede ser considerada también, una aplicación de la teoría atribucional de la motivación de Weiner.
Indefensión aprendida es el término acuñado por Seligman para referirse a las consecuencias que tiene el haber aprendido que uno no puede controlar los acontecimientos. Dicho en otros términos, llamamos indefensión aprendida a la convicción de que no existe relación alguna entre nuestro esfuerzo para alcanzar una meta y el alcanzarla realmente. Seligman había encontrado que cuando a unas ratas se les daba unas tareas que ellas no podían realizar, aprendían a ser incapaces, de tal forma que cuando se les daba después otras tareas que sí eran capaces de realizar, ni siquiera lo intentaban.
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Este fenómeno fue comprobado después, repetidamente, en seres humanos. De ahí que sea frecuente encontrar a personas, incluso padres de familia, parados de larga duración, sentados todo el día en el bar. Probablemente buscaron trabajo durante unos meses, día tras día, sin ningún resultado. Enseguida hicieron atribuciones causales inadecuadas («no hay trabajo para mi..»), lo que les llevó a la indefensión aprendida.
En esta línea, Feather (1983) encontró que las personas que poseen síntomas depresivos tienden a tener una baja autoestima y a atribuir sus éxitos a factores externos y sus fracasos a factores internos. Una consecuencia grave de la teoría de la indefensión aprendida se refiere a la facilidad de generalización de la indefensión. Así, por ejemplo, un estudiante que no es capaz de aprobar las matemáticas debido a la total incompetencia de su profesor y atribuye su fracaso a causas internas («es que yo no puedo con las matemáticas»), es posible que aprenda la indefensión y, lo que es más grave, la generalice a otros ámbitos como puede ser la historia, el lenguaje, el inglés, e incluso al ámbito extraescolar.
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Estamos, pues, ante «la indefensión y resignación que se aprenden cuando un ser humano o un animal perciben que no tienen control sobre acontecimientos negativos repetidos» (Myers, 2008, pág. 56), siendo, por tanto, lo contrario de la autoeficacia, término este acuñado por Bandura en 1986 y que consiste en percibir que se tiene competencia para hacer algo con eficacia, o sea, el grado en que percibimos que podemos controlar nuestra vida y nuestro futuro con nuestra acción y con nuestro esfuerzo. Y como escribía hace poco Laura Rojas Marcos (2009, pág. 208):
"sentir que tenemos poder de elección y que controlamos nuestras decisiones, así como nuestro destino, nos aporta sosiego, autoestima, confianza en nosotros mismos y un importante equilibrio emocional. Las personas que sienten que tienen control sobre su vida y sus decisiones afrontan los momentos adversos con más entereza y seguridad que aquellas que no lo sienten. Asimismo son personas que asumen su responsabilidad sobre sus acciones, sienten que sus esfuerzos serán recompensados y tienen una actitud optimista sobre los resultados posibles. Sin embargo, las que sienten que no tienen control sobre sus decisiones y que, independientemente de los esfuerzos que empleen, no obtendrán sus objetivos tienden a sentir un alto nivel de estrés, frustración, ansiedad (y depresión)... Si pensamos que dominamos nuestras decisiones y elegimos el camino que queremos seguir en nuestra vida, transformamos las adversidades en desafíos y las dificultades en retos"
Por el contrario, la indefensión aprendida lleva al fatalismo, algo tan frecuente en las culturas que han estado dominadas durante largo tiempo.
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De hecho, tanto Paolo Freire en Brasil como Martín-Baró en El Salvador creían que el primer paso que los pobres de sus respectivos países debían dar para emanciparse es dejar atrás sus sentimientos fatalistas y sustituirlos por otros sentimientos más positivos, por sentimientos de autoeficacia. De hecho, está demostrado que tener una creencia optimista sobre nuestra competencia y eficacia tiene grandes ventajas (Bandura, 1997; Bandura y otros, 1999; Maddux y Gosselin, 2003).
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Por ejemplo, tanto los niños como los adultos con fuertes sentimientos de autoeficacia son más persistentes, menos ansiosos y están menos deprimidos, dándose el caso también de que viven vidas más sanas y con más éxito académico. A juicio de Bandura, la principal fuente de la autoeficacia es la experiencia del éxito. Si sus esfuerzos iniciales para perder peso, dejar de fumar o mejorar sus notas tienen éxito, aumentará su eficacia. Después de dominar las habilidades físicas necesarias para repeler un ataque sexual, las mujeres se sienten menos vulnerables, menos ansiosas y con más control (Ozer y Bandura, 1990). De forma similar, tras experimentar el éxito académico, los estudiantes desarrollan mayores valoraciones de su habilidad académica, lo que suele estimularlos para trabajar más y conseguir más (Marsch y Young, 1997).
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Una cuestión relacionada con lo anterior es la del azar. Sin ninguna duda, el azar desempeña un papel importantísimo en nuestras vidas. Para empezar, incluso a nivel puramente biológico, estamos aquí por pura casualidad. La probabilidad de que fuéramos concebidos era mínima; tampoco olvidaremos nunca el día aquel que escapamos a un grave accidente de carretera por unos centímetros o por unos segundos ni aquella fiesta a la que no pensábamos ir de ninguna manera y sólo en el último momento decidimos ir y luego resultó que allí conocimos a la muier u hombre que fue nuestra pareja durante toda la vida. Sin embargo, a pesar de tal importancia del azar, tal vez resulte adaptativo y eficaz ignorarla, ser optimistas y tener un fuerte sentido de autocontrol. Pero siempre con mucha prudencia, pues un exceso de optimismo y demasiado sentido de autocontrol pueden ser nefastos y llevarnos al sesgo de invulnerabilidad. Tal vez lo más prudente e inteligente consista en ser optimistas, pero no optimistas irrealistas; tener un sentimiento de control interno de los acontecimientos externos, pero no caer en la indefensión aprendida. Y sin olvidar tampoco que el azar no suele ser totalmente azaroso. También tenemos una cierta y relativa capacidad de controlar el azar. Incluso el azar de la lotería depende al menos en parte de nuestra conducta: si jugamos en muchos números, tendremos más probabilidades de que «azarosamente» nos toque el premio que si jugamos sólo en un número y más aún, obviamente, que si no jugamos en ninguno.
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Igualmente, el contagio de ciertas enfermedades depende del azar, pero sólo en parte, pues también depende - a veces en gran medida - de nuestras conductas y de nuestras medidas de autoprotección. Y algo similar podría decirse del éxito profesional, del desempleo o del fracaso escolar. El estudiante que domina muy bien la materia, disminuye enormemente las probabilidades de que en su calificación escolar influya el azar. El azar existe y es fundamental en nuestras vidas, pero también existe y es fundamental en la vida nuestra capacidad de controlar los acontecimientos externos. La escasa confianza en nuestra propia capacidad para controlar los eventos lleva al fatalismo. Como nos recuerda David Myers, la gente deprimida u oprimida, por ejemplo, pasa a ser pasiva porque cree que sus esfuerzos no tienen ningún efecto.
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Los perros indefensos y las personas deprimidas padecen una parálisis de la voluntad, una resignación pasiva e incluso una inmovilidad apática. He aquí una clave de cómo las instituciones (ya sean malevolentes, como los campos de concentración, o benevolentes, como los hospitales) pueden deshumanizar a las personas. En los hospitales, los «pacientes buenos» no tocan el timbre, no hacen preguntas, no intentan controlar lo que está ocurriendo (Taylor, 1979). Esta pasividad puede ser buena para la eficiencia del hospital, pero es mala para la salud y supervivencia de los individuos. La pérdida de control sobre lo que uno hace y lo que le hacen a uno los demás puede hacer que los acontecimientos desagradables sean profundamente estresantes (Pomerleaus y Rodin, 1986).
Hay varias enfermedades relacionadas con el sentimiento de indefensión y de tener una menor posibilidad de elección. Y también se relacionan con la rapidez del declive fallecimiento en los campos de concentración y en las residencias de ancianos. Los pacientes de hospitales a los que se entrena para que crean que pueden controlar el estrés necesitan menos calmantes y sedantes y exhiben una menor ansiedad (Langer y otros, 1975). Langer y Rodin (1976) contrastaron la importancia del control personal tratando a los pacientes de una residencia de ancianos de gran categoría de Connecticut de dos formas distintas. Con un grupo de cuidadores benevolentes enfatizaban «nuestra responsabilidad de hacer que esto sea un hogar del que pueda sentirse orgulloso y en el que pueda vivir feliz».
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Ofrecían a los pacientes pasivos su atención normal, bienintencionada y atenta. Tres semanas después, la mayoría se clasificaba a sí mismos, y fueron clasificados por los entrevistadores y por las enfermeras, como más débiles. El otro trato de estas autoras promovía el control personal, enfatizando las oportunidades de elección, la posibilidad de influir sobre la política de la residencia, y la responsabilidad del individuo «para hacer que su vida sea aquello que usted quiera». Estos pacientes tenían que tomar pequeñas decisiones asumir ciertas responsabilidades. Durante los siguientes veinte días, el 93 por 100 de este grupo mostró mejoras en su estado de vigilia, actividad y felicidad. Algo similar puede ser utilizado, al menos en parte, para entender adecuadamente las diferencias en rendimiento escolar entre el alumnado de clase baja y el de clase media.
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Por último, debemos tener presente un nuevo sesgo que permite relacionar la cognición social, la indefensión aprendida y la depresión. Me estoy refiriendo al sesgo del realismo depresivo o «efecto del más triste, pero más sabio», que consiste en «la tendencia de los individuos con una depresión moderada a hacer juicios, atribuciones y predicciones
precisas en vez de autocomplacientes» (Myers, 2008, pág. 123). Este sesgo predice que son las personas no depresivas las que hacen juicios distorsionados, las que exageran su grado de control. En efecto:
"la gente normal exagera lo competente que es y lo que agrada. La gente deprimida no. La gente normal recuerda su conducta anterior bajo un prisma rosado. La gente deprimida (salvo que tenga una depresión grave) es más ecuánime en el recuerdo de sus éxitos y fracasos. La gente normal se describe fundamentalmente en términos positivos. La gente deprimida describe tanto sus cualidades positivas como negativas. La gente normal se adiudica el mérito de los resultados exitosos y tiende a negar su responsabilidad en los fracasos. La gente deprimida acepta su responsabilidad tanto para los éxitos como para los fracasos. La gente normal exagera el control que tiene sobre lo que ocurre a su alrededor. La gente deprimida es menor vulnerable a la ilusión de control. La gente normal cree, hasta cierto grado irrealista, que el futuro reserva multitud de cosas buenas y unas pocas cosas malas. La gente deprimida es más realista en cuanto a sus percepciones del futuro (Taylor, 1989, pág. 214)".
Uno de los problemas de las personas deprimidas consiste precisamente en eso, en que son más realistas, lo que les lleva a menudo a ser, al menos en cierta medida, pesimistas. De hecho, en más de cien investigaciones, con un total de 15.000 sujetos, las personas deprimidas tenían más
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probabilidades que las no deprimidas de mostrar un estilo explicativo negativo (Peterson y Oteen, 2002; Sweeney y otros, 1986), consistente en atribuir el fracaso personal a causas estables, globales e internas, lo que sin duda tiene efectos negativos. Así, incluso después de haber terminado una terapia y no sentirse ya deprimidos, quienes siguen manteniendo un estilo explicativo negativo tienden a recaer cuando se producen acontecimientos negativos (Seligman, 1992). En cambio, quienes tienen un estilo explicativo más optimista, incluso cuando recaen, se recuperan rápidamente (Metalsky y otros, 1993).
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En resumen, la indefensión aprendida lleva sin duda a la depresión y ésta lleva a tener sistemáticamente pensamientos negativos que poco ayudan a quienes los poseen a resolver los problemas que les llevaron a la indefensión aprendida. Sin embargo, no todo aquí es cosa de mero «estilo atribucional» (o «estilo explicativo»).
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También está la interacción con los demás, las relaciones interpersonales reales. Ciertamente, el tipo de atribuciones causales que hagamos influye fuertemente en la depresión, pero es que ambas cosas, la depresión y el estilo atribucional, dependen también del grado en que nuestra necesidad de pertenencia es satisfecha, de forma que es el rechazo social y la exclusión social, tanto a nivel individual como colectiva, el factor que más influye en la depresión.
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En efecto, actualmente, en Estados Unidos, los jóvenes adultos tienen tres veces más probabilidades que sus abuelos de haber tenido una depresión, a pesar de que éstos estuvieron expuestos a riesgos durante más tiempo (Swindle y otros, 2000). La razón de ello parece estar en la soledad en que cada vez más personas se encuentran en el mundo actual, es decir, es la carencia de apoyo social y de capital social la principal causa de este fenómeno (Putnam, 2002): acontecimientos estresantes como el suspender un examen, perder el empleo o divorsiarse producen problemas psicológicos fácilmente recuperables cuando tenemos amigos o familiares que nos ayuden, pero llevan a la desesperación y la depresión cuando nos encontramos solos y no tenemos a quien acudir (Seligman, 1991, 1998, 2002).
De hecho, como nos recuerda Myers, en las culturas no occidentales donde las relaciones sociales y la cooperación estrecha son la norma, las depresiones graves son menos frecuentes y están menos relacionadas con el sentimiento de culpa y la autoinculpación por el fracaso personal percibido. Pero es que en tales culturas el concepto de fracaso no tiene el sentido de culpabilidad personal que tiene en Occidente, por lo que tampoco un supuesto fracaso tendrá allí los mismos efectos psicológicos negativos que tiene en las culturas individualistas.
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Ahora bien, ¿es posible romper el círculo vicioso que existe cuando la depresión, la soledad y la ansiedad social se perpetúan a sí mismas a través de experiencias negativas, pensamientos negativos y conducta autodestructiva? Sí es posible y los dos métodos más eficaces son los siguientes:
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1) Entrenamiento en habilidades sociales (sobre este tema véase Ovejero y Rodríguez, 2005; pero sobre todo Caballo, 2007): la eficacia de esta técnica con este tipo de personas estriba en que a medida que disfrutan de las recompensas de un comportamiento más competente y habilidoso, desarrollarán una autopercepción más positiva. En efecto, las personas inexpertas y nerviosas a la hora de interaccionar con individuos del sexo opuesto, por ejemplo, pueden pensar: «No tengo muchas citas, por lo que no debo ser muy competente socialmente, así que no debería ni intentar conseguir estar con alguien.» Para invertir este círculo vicioso, Haemmerlie y Montgomery (1982, 1984, 1986) pidieron a sus sujetos, varones universitarios tímidos y ansiosos, que rellenaran un cuestionario sobre ansiedad social y que más tarde fueran al laboratorio dos días diferentes. Cada día disfrutaron de conversaciones de doce minutos con seis mujeres jóvenes. Los hombres pensaron que las mujeres también eran participantes del experimento, aunque realmente eran cómplices a quienes se les había pedido que tuvieran una conversación natural, positiva y amistosa con cada uno de los sujetos. Esas casi dos horas y media de conversación tuvieron una eficacia importante, aumentando la confianza en sí mismos y reduciéndose considerablemente su ansiedad social. Más en concreto, a diferencia de los que participaron en la condición control, los sujetos experimentales informaron de una ansiedad respecto a las muieres considerablemente inferior cuando se les volvió a entrevistar otras dos veces, la primera una semana y la segunda seis meses después. Más aún, colocados en una habitación con una mujer desconocida muy atractiva, también tuvieron muchas más probabilidades de iniciar la conversación. Y de hecho, empezaron a salir con mujeres en la vida real. Y todos estos efectos se consiguieron, como señalan Haemmerlie y Montgomery, sin ningún tipo de asesoramiento.
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Más aún, añaden estos autores, tal vez se alcanzó tal eficacia porque no hubo ningún tipo de asesoramiento. El constatar que se han comportado con éxito los llevó a verse a sí mismo como competentes socialmente.
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2) Teradia del estilo explicativo o aprender a bacer atribuciones correctas: «Los círculos viciosos que mantienen la depresión, la soledad y la timidez pueden romperse mediante la formación en habilidades sociales, mediante experiencias positivas que alteran las autopercepciones y cambiando los patrones de pensamiento negativo.
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Algunas personas tienen habilidades sociales, pero sus experiencias con amigos y familiares excesivamente críticos los han convencido de que no es así. En el caso de estos individuos, puede bastar con ayudarlos a invertir sus creencias negativas sobre sí mismos y sus futuros» (Myers, 2008, pág. 122). Entre las terapias cognitivas eficaces para este objetivo está la terapia del estilo explicativo (Abramson, 1988; Gillham y otros, 2000). Por ejemplo, Layden (1982) utilizó un programa de este tipo para ayudar a estudiantes deprimidos a cambiar sus atribuciones habituales. Para ello, lo primero que hizo fue explicarles las ventajas de hacer atribuciones correctas. Luego, tras asignarles diversas tareas, los ayudó a ver cómo interpretaban habitualmente tanto el éxito como el fracaso. A continuación, ya en la fase de tratamiento, les solicitó que mantuvieran un diario de sus éxitos y de sus fracasos diarios, anotando en él cómo habían contribuido a su propio éxito y cuáles habían sido las razones externas de sus fracasos. Cuando les entrevistó otra vez, un mes después, pudo constatar que su autoestima había aumentado y que su estilo de atribución era más positivo. Más aún, cuanto más mejoraba su estilo explicativo, más se iba disipando su depresión: a medida que cambiaban sus atribuciones cambiaban también sus emociones. Pero ello tiene sus limitaciones. La formación en habilidades sociales y el pensamiento positivo no nos pueden transformar en personas que ganan siempre, que son amadas y admiradas por todos. Además, la depresión, soledad y timidez temporales son respuestas perfectamente adecuadas para acontecimientos profundamente tristes» (Myers, 2008, pág. 122). Y no debemos olvidar tampoco que la mejor manera de que los miembros de grupos sociales marginados, olvidados o tratados injustamente, como es el caso de los gitanos, los inmigrantes o los indígenas en América Latina, salgan de la indefensión aprendida consiste precisamente en elevar su dignidad como grupo, dándoles un trato justo y no discriminatorio.
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Por otra parte, si analizamos los modelos de atribución observamos que su gran problema es que dan por supuesto un sujeto altamente racional que utiliza todas las inferencias lógicas a su disposición para realizar atribuciones correctas, a pesar de que, como ya se ha dicho, en la vida real el sujeto humano no es tan racional, no le interesa tanto hacer atribuciones correctas (que tampoco podría hacerlas fácilmente) cuanto atribuciones que le convengan y beneficien, por lo que utilizará una serie de atajos mentales y sesgos que le permitan, por ejemplo, salir airoso de cualquier comparación interpersonal. Más específicamente, como yo mismo escribía en otro lugar (Ovejero, 1998, págs. 47-48),
"los modelos de atribución que hemos visto tienen, los tres, un serio problema: que no siempre funcionan así en la vida cotidiana. Más aún, que casi nunca se aplican a la vida cotidiana tal como nos los presentan sus autores. Son «modelos perfectos», que sólo tienen en cuenta los procesos cognitivos, aislados, «en frío», como si de una computadora se tratase, olvidando que los seres humanos somos mucho más que cognición. Las personas tenemos también sentimientos, motivaciones e intereses, y, dado que pertenecemos a grupos, nos gustan más las personas y las cosas de nuestro grupo que las personas y las cosas de otros grupos, sobre todo si compiten con el nuestro. Y ponemos nuestras cogniciones, y el procesamiento de la información que hacemos, al servicio de nuestros intereses y de los de nuestro grupo. De ahí que cuando buscamos causas a las conductas de los demás, y a la nuestra propia, cometemos frecuentes e importantes errores, que no son casuales sino que tienen una clara funcionalidad: defendernos a nosotros y a los nuestros, así como a nuestros intereses".
Y es que la atribución no actúa en el vacío, sino que cumple unas funciones muy concretas, particularmente estas tres: ayudarnos a controlar nuestro entorno, defender nuestra autoestima y conseguir una eficaz autopresentación. Y para conseguir estos objetivos hacemos muchísimas trampas: ésos son los sesgos de atribución, siendo estos dos los más frecuentes:
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1) Error fundamental de atribución (Ross, 1977): es la tendencia que todos tenemos, de ahí lo de fundamental, a olvidar las variables situacionales y tener en cuenta sólo las personales a la hora de explicar la conducta de los demás. A este fenómeno también se le conoce con el nombre de sesgo de correspondencia, como consecuencia de que frecuentemente consideramos que la conducta se corresponde con una disposición o variable de personalidad. Un ejemplo lo aclarará perfectamente: Miguel, alumno de 1 ° de Bachillerato hace dos exámenes de inglés a principios de curso. Y los dos los suspende. ¿A qué atribuirá el profesor estos suspensos?
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Difícilmente nos equivocaremos si decimos que, haciendo una atribución interna, diga: «O bien Miguel es muy torpe o un vago o las dos cosas a la vez.» ¿Nos parece razonable el argumento de este profesor? Sin duda no lo es, porque, si como suele suceder a principio de curso, no tiene más información sobre Miguel, sus suspensos pueden deberse a su falta de inteligencia o a su falta de esfuerzo, pero también a que ya no quedaban textos de inglés en la librería de su ciudad y por eso no pudo estudiar o a que tenía un grave problema familiar en casa esa semana que le impidió estudiar. Y sin embargo los profesores tienden a hacer atribuciones internas de la conducta de sus alumnos. Un segundo ejemplo lo clarificará más aún si cabe. Con frecuencia colegas míos me comentan que los estudiantes de hoy día son callados, pasivos, que no hacen preguntas en clase ni plantean problemas. Y ciertamente mi propia experiencia confirma que mis alumnos no hacen muchas preguntas en clase ni plantean problema alguno. Pero lo que, a mi modo de ver, es caer en el error fundamental de atribución es explicar tal conducta acudiendo a características personales de los propios estudiantes, pues es evidente que si a los mismos alumnos les explico los mismos temas, de la misma manera, pero en grupos pequeños, por ejemplo de seis estudiantes, alrededor de una mesa, entonces todos o casi todos hacen preguntas e intervienen, lo que muestra que, más que a razones individuales, el que los estudiantes no pregunten se debe más bien a factores ambientales, sobre todo de dos tipos: grupales (suelen estar en clase en grupos grandes, y se sabe que cuanto mayor es el grupo menor es la participación de sus miembros) y de ambiente físico (la propia distribución de los pupitres, en filas, perjudica seriamente la participación).
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Napolitan y Goethals (1979) llevaron a cabo un experimento en el que sus sujetos, estudiantes universitarios estadounidenses, hablaban con una supuesta estudiante de postgrado de psicología clínica que actuaba, o bien de forma agradable y acogedora o bien de forma distante y crítica. Con anterioridad los experimentadores les habían dicho a la mitad de sus sujetos que la conducta de la citada estudiante de postgrado era espontánea y a la otra mitad que, para propósitos de investigación, le habían pedido que tuviera una actitud agradable (o desagradable). ¿Cuál fue el efecto de esta información? Sorprendentemente, ninguna. Si actuaba siendo agradable, los sujetos suponían que era una persona realmente agradable, y si actuaba de forma desagradable, suponían que eran una persona desagradable. No tenían en cuenta para nada, pues, la influencia de la situación. En otro experimento anterior, Ross, Amabile y Steinmetz (1977) asignaron de forma aleatoria a algunos estudiantes de la Universidad de Stanford para que desempeñaran el papel de examinador, a otros para que desempeñaran el papel de concursante y a otros para que fueran observadores. Tras esto, los investigadores pidieron a los entrevistadores que plantearan preguntas difíciles que demostraran sus conocimientos.
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Aunque todos sabían que el entrevistador jugaba con ventaja, sin embargo tanto los concursantes como los observadores (aunque no los entrevistadores) llegaron a la conclusión errónea de que los entrevistadores sabían realmente más que los concursantes. Y tal vez lo más curioso es que se ha encontrado que estas impresiones erróneas no son realmente un refleio de una escasa inteligencia, sino que, por el contrario y sorprendentemente, las personas inteligentes y competentes socialmente tienden a cometer el error de atribución al menos tanto como los menos inteligentes (Block y Funder, 1986).
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¿Por qué cometemos el error fundamental de atribución? ¿Por qué tendemos a subestimar los determinantes situacionales de la conducta de los demás pero no los de la nuestra? Al parecer (Jones, 1976; Jones y Nisbett, 1978) tenemos una perspectiva diferente cuando observamos que cuando actuamos. En concreto, cuando actuamos, el ambiente domina nuestra atención, mientras que cuando observamos cómo actúa otra persona es esa persona la que ocupa el centro de nuestra atención. Además, estamos en una cultura muy individualista que enfatiza en exceso eso de que «tú puedes hacerlo, tú puedes conseguirlo». De hecho, en culturas menos individualistas la gente percibe con menos frecuencia a los demás en términos disposicionales (Zebrowitz-McArthur, 1988). Así, si se pide a estudiantes estadounidenses que se pregunten: «¿Quién soy yo?», responden: soy sincero, confiado, etc., mientras que los japoneses tienden a responder: «Soy un estudiante de Keio» (Cousins, 1989).
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Pero el error fundamental de atribución tiene también algunas importantes implicaciones para la vida cotidiana. Por ejemplo, en países como el Reino Unido, India, Australia y Estados Unidos los investigaciones han concluido que las atribuciones de los individuos predicen sus actitudes hacia los pobres y los trabajadores (Skitka, 1999; Wagtaff, 1983; Zucker y Weiner, 1993), de manera que quienes atribuyen la pobreza y el desempleo a las disposiciones personales («son unos holgazanes») tienden a adoptar unas posturas políticas menos comprensivas hacia esos individuos que quienes hacen atribuciones externas («tienen la mala suerte de vivir en un entorno que les perjudica»).
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Beauvois y Dubois (1988) encontraron datos que mostraban que las personas de una clase media «relativamente privilegiada» tienen más probabilidad que quienes están en peor situación de suponer que las conductas de los individuos tienen explicaciones internas (los que han logrado el éxito tienden a suponer que uno consigue lo que se merece). Y los suietos de los anteriores experimentos suelen ser de clase media.
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2) Sesgo de autoservicio: si para explicar la conducta de los demás solemos utilizar el error fundamental de atribución, para explicar la nuestra utilizamos el sesgo de autoservicio, también conocido como sesgo en beneficio propio, y que consiste en «la tendencia a percibirse a uno mismo en términos favorables» (Myers, 2008, pág. 48), para lo que hacemos atribuciones internas de nuestros éxitos y externas de nuestros fracasos (Whitley y Frieze, 1985). Desde hace tiempo los psicólogos vienen confirmando que nuestras ideas respecto a nosotros mismos afectan de una forma importante a la manera en que procesamos la información social, influyendo en cómo organizamos nuestros pensamientos y acciones, e influyendo también, por consiguiente, en la manera en que percibimos, recordamos evaluamos tanto a las demás personas como a nosotros mismos (Markus y Wurf, 1987). Un claro ejemplo de ello lo constituye el efecto de autorreferencia que, como dice Myers, es la tendencia a procesar con eficiencia y recordar con precisión información relacionada con uno mismo: cuando la información es relevante para nuestro autoconcepto, la procesamos más rápidamente y la recordamos mejor (Higgins y Bargh, 1987). Por ejemplo, si se nos pide que nos comparemos con un personaje de una historia corta, recordaremos mejor ese personaje. El sesgo de autoservicio es aplicable a todos los ámbitos. Así en deporte, cuando gano se debe a mis méritos, mientras que cuando pierdo es culpa de la mala suerte o del árbitro (Grove y otros, 1991). Igualmente, en un estudio de Fiebert (1990) los maridos afirmaban que hacían los quehaceres domésticos más que sus esposas, mientras que éstas estimaban que sus esfuerzos eran más del doble que el de sus maridos. De ahí que las personas divorciadas, en general, culpen a su pareja por la ruptura y se vean a sí mismas como las víctimas más que como los culpables (Gray y Silver, 1990), que la mayoría de los estadounidenses se perciben a sí mismos como más inteligentes (Wylie, 1979) y como más guapos (Public Opinion, 1984) que el promedio, creyendo incluso que cuando alguien obtiene un resultado superior al suyo es que se trata de un genio (Lassiter y Munhall, 2001) o que el 86 por 100 de los australianos estimaran que su desempeño laboral era superior al promedio mientras que sólo el 1 por 100 lo consideraban inferior (Headey y Wearing, 1987). También está demostrado empíricamente que los estudiantes utilizan un sesgo en beneficio propio tras recibir una nota de examen: aquéllos que han obtenido un buen resultado tienden a aceptar su mérito personal, considerando que el examen es una buena medida de su competencia (Arkin y Maruyama, 1979; Davis y Stephan, 1980; Griffin y otros, 1983), mientras que los que obtuvieron un mal resultado es más probable que critiquen el examen. Igualmente, los profesores tienden a atribuirse los buenos resultados de sus alumnos y culpar a éstos de sus malos resultados (Arkin y otros, 1980; Davis, 1979), y la mayoría de los cirujanos considera que la tasa de mortalidad de sus pacientes es inferior a la media (Gawande, 2002). Del mismo modo, la mayoría de los conductores (incluso los que han tenido algún accidente grave que les obligó a ser hospitalizados) se consideran a sí mismos más seguros y más habilidosos que el conductor medio (Guerin, 1994; McKenna y Myers, 1997; Svenson, 1981).
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Igualmente, la mayoría de los adultos cree que ayuda a sus padres más que sus hermanos (Lerner y otros, 1991). Y como puntualiza Myers (2008, pág. 38), estos sesgos en la asignación de responsabilidades contribuyen a los conflictos matrimoniales, a la insatisfacción entre los trabajadores y al estancamiento de las negociaciones (Kruger y Gilovich, 1999).
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Finalmente, y como señala Myers (2008), en una encuesta realizada por la Junta Directiva de Exámenes de Ingreso a Universidad entre 829.000 estudiantes de último grado de preparatoria que habían realizado su Prueba de Aptitudes Escolares, el O por 100 se calificaba a sí mismo por debajo del promedio en un rasgo deseable como era la «habilidad para llevarse bien con los demás», mientras que el 60 por 100 estimó que estaba en el 10 por 100 superior y el 25 por 100 se vieron a sí mismos en el 1 por 100 más alto.
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Más aún, mientras más favorablemente nos percibimos a nosotros mismos en alguna variable (por ejemplo, inteligencia o sinceridad) más utilizaremos esa variable a la hora de juzgar a los demás (Lewicki, 1985). Si una prueba de cualquier clase, incluso un horóscopo, nos favorece, entonces la creeremos más y la evaluaremos más positivamente (Glick y otros, 1989). Así, si salgo airoso en un test de inteligencia tenderé a creer que los tests de inteligencia son pruebas más fiables y más válidas que si salgo mal parado en esa prueba. A algunos puede que les sorprenda saber que este sesgo afecta también a los mismos psicólogos. En efecto, la mayoría de los psicólogos sociales se creen más éticos que los demás psicólo gos sociales (Van Lange, Taris y Vonk, 1997).
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Otra consecuencia de este sesgo es lo que Weinstein llama optimismo irrealista acerca de los acontecimiento futuros de la vida. Por ejemplo, tanto Weinstein (1980, 1982) como Shepperd (2003) encontraron que sus sujetos, estudiantes universitarios, se percibían a sí mismos con mayor probabilidad que sus compañeros de clase de obtener un buen trabajo, tener un buen salario y poseer una casa, y con muchas menos probabilidades de experimentar acontecimientos negativos, como tener algún problema con el acoholismo, ser despedido de su trabajo, etc. También Abrams (1991) encontró en Dundee (Escocia) que la mayoría de sus sujetos, adolescentes, afirmaban que tenían mucha menos probabilidad que sus compañeros de ser infectados por el virus del sida.
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Al hacer a la gente más optimista, este sesgo cumple una función adaptativa muy útil, pues predispone a tener un enfoque positivo de la vida y, con ello, nos ayuda a ser más felices y estar más satisfechos. Sin embargo, tiene un grave riesgo: nos hace más vulnerables, pues al considerarnos invulnerables no tomamos las precauciones y medidas de protección suficientes, lo que nos hace más vulnerables.
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Por ejemplo, las mujeres universitarias sexualmente activas que no utilizaban siempre anticonceptivos se percibían a sí mismas, en comparación con otras mujeres de su universidad, como mucho menos vulnerables a padecer un embarazo no deseado (Burger y Burns, 1988). Igualmente, como señala el citado Myers (2008), quienes se niegan a utilizar el cinturón de seguridad del coche o niegan los efectos negativos del tabaquismo, nos recuerdan que el optimismo ciego puede anteceder al fracaso. Al participar en juegos de azar, los optimistas persisten más que los pesimistas, incluso cuando ya acumulan pérdidas (Gibson y Sanbonmatsu, 2004). Si los profesionales de la Bolsa o del mercado inmobiliario consideran que su intuición empresarial es superior a la de sus competidores también pueden estar precipitándose a un serio precipicio. Como ya he dicho, el optimismo ilusorio nos lleva a un sesgo de invulnerabilidad, por el que, al creernos menos vulnerables que los demás a riesgos reales de la vida (Promin, Lin y Ross, 2002), nos hacemos más vulnerables.
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Este sesgo no sólo puede terminar dañando al individuo que lo utiliza, sino también al grupo. En efecto, Schlenker (1976; Schlenker y Miller, 1977a, 1977b) ha demostrado que las percepciones en beneficio propio pueden dañar a un grupo. De hecho, como guitarrista que era de un grupo de rock en su época de estudiante, Schlenker observó que los miembros de un grupo de rock suelen sobreestimar su contribución a los éxitos del grupo y subestimar sus contribuciones a sus fracasos. «He visto - dice este autor- cómo se desintegraban muchos buenos grupos por los problemas provocados por estas tendencias de autoglorificación.» Posteriormente, como psicólogo social, analizó las percepciones en beneficio propio de los miembros de los grupos, encontrando que sistemáticamente los miembros de un grupo se atribuían a sí mismos una mayor responsabilidad en el rendimiento del grupo cuando se les decía que éste había tenido éxito que cuando se les decía que había fracasado. Y el problema para la estabilidad y la armonía del grupo proviene del hecho de que «si la mayoría de los miembros del grupo piensa que se les paga menos de lo que valen y se les aprecia poco respecto a sus contribuciones superiores a la media, es probable que se produzca una falta de armonía y envidias» (Myers, 2008, pág. 47). En suma, añade Myers (pág. 49), «cuando la mayoría de la gente se considera a sí misma más moral y merecedora que los demás, el resultado natural es el conflicto entre los individuos y las naciones».
CONCLUSIONES
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En definitiva, resulta útil ser optimistas, pero una cierta dosis de realismo, que Norem (2000) llama pesimismo defensivo, puede salvarnos de los riesgos del optimismo irrealista. Los estudiantes que llegan a la universidad con una valoración inflada de su capacidad académica suelen padecer una caída de su autoestima (Robins y Beer, 2001).
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Y es que el pesimismo defensivo anticipa los problemas y facilita un afrontamiento eficaz de los mismos. Así, los estudiantes que muestran un exceso de optimismo podrían mejorar si dudaran un poco de sí mismos, lo que les motivaría a estudiar más (Prohaska, 1994; Sparrell y Shrauger,
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1984). De hecho, sus compañeros, con la misma capacidad pero que tienen miedo a suspender en el próximo examen estudian más y sacan mejores notas (Goodhart, 1986; Norem y Cantor, 1986; Showers y Ruben, 1987).
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En una dirección similar debemos colocar un nuevo sesgo, el falso consenso, que consiste en «la tendencia a sobrestimar el grado en que las propias opiniones y conductas indeseables o infructuosas son comunes y compartidas» (Myers, 2008, pág. 48). Cuando fracasamos o hacemos algo mal pensamos que muchos otros están en nuestra misma situación. Más aún, cuando una persona miente a otra, la persona mentirosa comienza a percibir a la otra como deshonesta (Sagarin y otros, 1998), convenciéndose, además, de que eso mismo es lo que hacen otras muchas personas («He mentido, ciertamente, ¿pero es que no miente todo el mundo?»). Si hacemos trampa en la declaración de Hacienda, probablemente sobreestimemos el número de personas que hacen lo mismo que nosotros. Por el contrario, cuando tenemos éxito o hacemos algo bien solemos utilizar el llamado efecto de la falsa unicidad (Goethals y otros, 1991), que es «la tendencia a subestimar el grado en que nuestras habilidades y conductas de éxito o deseables son comunes y compartidas» (Myers, 2008, pág. 48). Así, quienes beben mucho alcohol pero utilizan el cinturón de seguridad sobrestimarán (falso consenso) el número de alcohólicos y subestimarán (falsa unicidad) la frecuencia del uso del cinturón de seguridad (Suls y otros, 1988).
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El sesgo de autoservicio, pues, constituye un mecanismo de defensa adaptativo que tiene importantes beneficios para el individuo. Como no hace mucho escribían Taylor y otros (2003), «el creer que uno tiene más talentos y cualidades positivas que los demás le permite a uno sentirse bien sobre sí mismo y afrontar las circunstancias estresantes de la vida cotidiana con los recursos que confiere un sentido positivo de uno mismo».
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Este sesgo también ayuda a proteger a la gente de la depresión y del estrés (Snyder y Higgins, 1988; Taylor y otros, 2003). Pero tiene también sus riesgos.
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Por último, llamamos estilo atribucional a una forma habitual de responder a cuestiones sobre causalidad. Si se me permite la expresión, diré, para entendernos, que si un sesgo era un error sistemático, un estilo atribucional sería un sesgo sistemático. A la utilización sistemática del sesgo de autoservicio se le llama estilo atribucional egótico, que está muy generalizado aunque no se da en todas las personas sino que existen algunas, generalmente con baja autoestima y/o que pertenecen a minorías sociales, que no sólo no son atribucionalmente egóticas, sino que son lo contrario: tienden a atribuir sus éxitos a factores externos y sus fracasos a factores internos. A esto se le llama estilo atribucional insidioso. Pero ¿por qué está tan extendido este sesgo? En primer lugar, y ante todo, porque necesitamos proteger nuestra autoestima y, en segundo lugar, porque queremos presentarnos a nosotros mismos de una forma adecuada (autopresentación positiva). Sin embargo, este segundo aspecto es muy complejo y muy delicado, pues si es cierto que deseamos ser vistos como capaces, también queremos pasar por modestos y honestos (Calston y Shovar, 1983). La modestia produce una buena impresión mientras que la jactancia no solicitada produce una impresión negativa (Holtgraves y Srull, 1989). Por lo tanto, a menudo exhibimos menos orgullo del que sentimos en privado (Miller y Schlenker, 1985) y cuando hablamos de un éxito importante nuestro, tenemos el doble de probabilidades de reconocer la avuda de otros si lo hacemos en público que si lo hacemos en privado (Baumeister e Ilko, 1991). Pero cuando es obvio que lo hemos hecho bien, las negaciones falsas («lo hice bien, pero no tiene importancia») pueden ser vistas ​como una humildad falsa y fingida. Es decir, que para causar una buena impresión en los demás se requiere tener una cierta dosis de babilidad social.
ACTIVIDADES DE APRENDIZAJE
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Comprensión de lectura
De respuesta al siguiente cuestionario y remita sus actividades al correo: tareasconsejomxneurociencias@gmail.com
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1. ¿Qué es la memoria?
2. ¿En qué consiste la memoria a corto plazo y la memoria a largo plazo?
3. ¿En qué consiste las memorias reprimidas?
4. ¿En qué consiste el error fundamental de atribució?
5. ¿Qué son los falsos recuerdos?. Brinde un ejemplo de estos
6. ¿En qué consiste el sesgo de autoservicio?
7. ¿En qué consiste la Teoría de la indefensión aprendida de Seligman? Brinde un ejemplo relativo a esta teoría
8. ¿Qué son las Memorias de flash?
9. ¿En qué consiste el entrenamiento en habilidades sociales?
10. ¿Qué es el estilo atribucional?
11. ¿ En qué consistió el experimento de Neisser y Harsch en 1992?
12. ¿En qué consistió el experimento de Wagenaar y Groeneweg en 1990?
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Es muy importante tomar en consideración que los plazos para la entrega de actividades, aparecerán a un costado del botón que permite el acceso a esta unidad situado en el menú del Aula Virtual.