AGRESIÓN Y VIOLENCIA
INTRODUCCIÓN
Mientras el 11 de septiembre de 2001 nos horrorizábamos por los casi tres mil muertos que produjo el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, las guerras tribales en el Congo se estaban cobrando unos tres millones de vidas (Sengupta, 2003) y el hambre mata, cada día, a 50.000 personas, de las que unas 30.000 son niños y niñas menores de cinco años.
Pero estas muertes apenas nos horrorizan, pues hay muertos de primera y muertos de tercera.
Durante el último siglo, unas 250 guerras mataron a más de 110 millones de personas, la mitad de ellos sólo en la Segunda Guerra Mundial. Y muchas guerras son, en cierta medida, también genocidios. Por ejemplo, los estadounidenses mataron en Vietnam a tres millones de vietnamitas, y los rusos a un número elevadísimo, aunque difícil de cuantificar, de chechenos.
Todo ello muestra una crueldad humana que tampoco nos horroriza porque nos hemos acostumbrado a ella: los telediarios nos la sirven de postre cada día.
Es más, no cabe ninguna duda de que a pesar de los avances científicos y a pesar de la enorme extensión que ha alcanzado la educación obligatoria, seguimos viviendo en un mundo de agresividad y violencia. Como dice Paul Ricoeur, «la historia del hombre parece identificarse con la historia del poder violento». Durante el siglo xix se creía en el «progreso» de la Humanidad y se esperaba que a este progreso científico, cultural y tecnológico le acompañaría una mejora en las relaciones humanas, y que disminuiría la agresión y la violencia. Pero no ha sido así. Aumentó el nivel de estudios de la población occidental y aumentó su progreso científico y tecnológico, pero no disminuyeron los actos de agresión y violencia.
Por el contrario, las consecuencias de tales actos se han agravado dramáticamente. Además, está muy extendida la idea de que quieres son capaces de matar a un semejante son personas con algún trastorno, físico (cerebral, cromosómico u hormonal) o psicológico. Y ciertamente, ése es el caso, sobre todo el segundo, de algunos asesinos, particularmente de los asesinos en serie (Ressler, 2003, 2005). Pero no es así siempre, ni mucho menos. No es imprescindible estar trastornados para matar a otra persona. También las personas normales y corrientes asesinan. Por ejemplo, se ha demostrado que los torturadores no necesitan tener una personalidad criminal, basta con que sean expuestos a ciertas condiciones psicológicas, ideológicas y políticas (Haritous-Fatouros 2005, 2006). Ello tal vez se vea más claro en el caso del terrorismo y la guerra. Personas nada crueles ni agresivas son capaces de matar incluso a personas inocentes creyendo que con ello defienden sus ideas (London y otros, 2004; Pyszczynski y otros, 2006). Más aún, la mayoría de los crímenes no los comenten personas criminales, sino personas normales. En efecto, y por no poner sino sólo unos pocos ejemplos, buena parte de los muertos violentamente durante el siglo XX lo han sido en la guerra, a manos de militares que no tenían ningún trastorno psicológico especial sino que lo único que hacían era obedecer. Está igualmente demostrado que incluso los asesinos a las órdenes del régimen alemán nazi no eran criminales en sentido psiquiátrico, como tampoco lo son la mayoría de los terroristas. Igualmente, las mujeres que son víctimas del terrorismo de género no son asesinadas a manos de extraños psicópatas, sino a manos de sus parejas o ex parejas y no son los trastornos psiquiátricos de estos los que explican su conducta violenta sino su «cultura machista» que les lleva a tener unos celos exorbitados producidos por un sentimiento de posesión exclusivista de «su» mujer o «su» novia. Y es que no es imprescindible tener algún trastorno ni físico ni psiquiátrico para llegar a matar. Más concretamente, los crímenes cometidos por personas que tienen trastornos psiquiátricos son fáciles de explicar. Lo difícil —y lo interesante - es explicar por qué llega a matar una persona normal; por qué alguien puede llegar a asesinar a su esposa, a la que poco antes decía querer intensamente; por qué un adolescente normal puede entrar en su propia escuela y matar a sus profesores y compañeros; por qué un joven normal ingresa en un grupo terrorista, conociendo cuáles son sus prácticas criminales, y llega a matar a docenas de inocentes; por qué, en fin, personas incapaces de hacer daño a nadie se alistan en el ejército y llegan a matar fríamente incluso a civiles. Responder a estas cuestiones es el principal objetivo de este capítulo.
Lo anterior no significa que no haya crímenes cometidos por personas con trastornos psiquiátricos. Claro que los hay: existen algunos individuos con personalidad psicopática que realizan los más execrables crímenes sin tener por ello el más mínimo remordimiento ni sentimiento de culpa. Pero la creencia tan extendida de que existe una estrecha relación entre enfermedad mental y crimen es falsa. De hecho, «las investigaciones más recientes sobre la relación entre la enfermedad mental y la violencia casual demuestran que la gran mayoría de los hombres y mujeres que sufren trastornos mentales graves no son personas agresivas» (Rojas Marcos, pág. 113). Los entermos mentales suelen ser con más frecuencia víctimas de la violencia que autores de ella. Así, en el caso del maltrato infantil, alrededor del 10 por 100 de los casos han sido causados por personas con graves trastornos mentales o de personalidad, mientras que el 90 por 100 restante lo han sido por personas «normales», a menudo sus propios padres, tutores u otros familiares próximos. Lo que deseo mostrar en este capítulo es que en ciertas situaciones muchos de nosotros también llegaríamos a implicarnos en conductas violentas hasta niveles que ni sospechamos. De hecho, antes de participar en experimentos tipo Milgram se les preguntaba a los sujetos qué voltaje llegarían a administrar a una persona inocente en una situación como ésa, y su respuesta era siempre bastante unánime: no más de cero o quince voltios, jamás harían daño a nadie. Y sin embargo, sabemos que alrededor de dos tercios llegan al máximo voltaje posible. Para entender mejor lo anterior, comencemos con dos casos:
a) La masacre de Columbine: hace unos años quedamos todos horrorizados cuando vimos por televisión las imágenes de Columbine. Pero no debemos contentarnos con una explicación meramente psicológica de ese caso, por ser reduccionista y hasta simplista, ni debemos buscar la causa de tal catástrofe, así como de otros hechos análogos, exclusivamente dentro de la cabeza — o los corazones — de los dos agresores. Por el contrario, debemos ir más allá y preguntarnos por la responsabilidad que en este hecho tuvo la televisión y su continua emisión de escenas violentas, por el funcionamiento de las propias escuelas, por la familia de los dos agresores o por el tipo de valores que fomenta nuestra sociedad. Cuando ocurre una tragedia como ésa, lo primero que tenemos que hacer es intentar conocer el por qué, pero no por mera curiosidad, sino porque ello nos permitirá buscar las soluciones adecuadas. Como señala Aronson (2000), al igual que cuando se produce un accidente aéreo, lo primero que se hace es analizar la caja negra para buscar las causas y así poder prevenir futuros accidentes, también en estos casos debemos analizar la «caja negra psicosocial» para buscar las causas de la tragedia y, de esa manera, prevenir futuros casos similares. El problema que subyace a la masacre de Columbine es demasiado complejo como para poder ser solucionado con medidas sencillas. Ciertamente Eric Harris, uno de los dos asesinos del Columbine, era considerado un tipo extraño y tímido. Pero no era considerado ni siquiera extraño ni tímido cuando, anteriormente, vivía en Plattburgh (Nueva York), antes de trasladarse a vivir a Littleton. Por el contrario, en Plattburgh era un muchacho normal, incluso popular, que jugaba al baloncesto y estaba bien integrado en su grupo. ¿Tenía Eric una personalidad diferente cuando vivía en Plattburgh y cuando vivía en Littleton? Evidentemente no: es la misma persona en ambos casos, pero mientras que el Eric Harris que vivía en Plattburgh disfrutaba de una situación social emocionalmente satisfactoria, en cambio el Eric que ya vivía en Littleton se encontraba en una situación social diferente tenía problemas para ser aceptado por sus nuevos compañeros, lo que en absoluto justifica su conducta, pero sí nos ayuda a entenderla. Es mas, «es típico que cuando un adolescente se traslada de ciudad tenga muchas dificultades para ajustarse a la nueva situación, particularmente porque el clima social de la mayoría de las escuelas no es muy acogedor» (Aronson, 2000, pág. 35), lo que no significa que todos ellos se comporten de la forma como lo hizo Eric Harris.
¿Se podía haber previsto con tiempo la conducta violenta de Eric Harris y de Dylan Klebold, los asesinos de Columbine? Al parecer no, pues, como subraya Aronson (2000, pág. 37), había muy pocas cosas en sus conductas públicas cotidianas que hubiera podido llevarnos a concluir que eran individuos peligrosos: ambos funcionaban bien en la escuela, hacían sus deberes, preparaban sus exámenes, etc. No eran muy populares entre sus compañeros, pero tampoco eran unos solitarios; por el contrario, sí tenían unos pocos amigos. Académicamente, los dos estaban por encima de la media, aunque, naturalmente, tenían sus problemas. Pero todos los adolescentes los tienen. Sí tenían un problema a destacar: no se llevaban bien con sus compañeros, que los consideraban unos «outsiders», unos intrusos no pertenecientes al grupo. Los consideraban «bárbaros» porque vestían de negro y llevaban siempre abrigo hiciera la temperatura que hiciera. Ellos disfrutaban con vídeos de juegos violentos, e incluso recientemente habían tenido algún problema con la ley, tras haberse introducido en un coche y haber robado de él material electrónico. Incluso uno de ellos, Eric, estaba en tratamiento psiquiátrico en el momento del crimen y estaba tomando medicamentos antidepresivos. Pero ello no era suficiente para considerarlos potenciales criminales: miles y miles de adolescentes están en una situación similar y nunca se embarcan en conductas criminales. De hecho, al propio psiquiatra de Eric, que se supone que le conocía bien y que era un experto en conducta humana desviada, le sorprendió y hasta le dejó estupefacto la noticia de la masacre, porque no consideraba a Eric capaz de hacer una cosa así. Además, las familias de ambos muchachos no presagiaban nada malo: eran familias con padre y madre, de clase media, estables, confortables y sin problemas especiales de ninguna clase; se trataba incluso de familias casi modélicas. Al menos en apariencia, no había nada que pudiera ser un predictor de violencia. Y sin embargo, durante los meses previos a la masacre estuvieron acumulando en sus habitaciones armas y material para fabricar bombas. Más aún, si alguien hubiera tenido acceso a los escritos privados de Eric Harris, hubiera tenido motivos sobrados para la preocupación. Por ejemplo, en su diario personal detallaba su plan para destruir la escuela. Igualmente describía con cierto detalle tales planes en algunos vídeos que grabaron en sus habitaciones. Claro que habían señales que podían haber dado la voz de alarma, pero sus conductas cotidianas no señalaban nada.
¿Por qué estos dos muchachos normales fueron capaces de llevar a cabo una matanza como la que realizaron? Espero que este capítulo ayude a entender su aparentemente ininteligible conducta.
b) El asesinato del juego del rol: dado que este caso se mostró en la presentación no necesitamos repetirlo aquí. Sí recordaremos que, como escribía El País (3 de junio de 2003), uno de los motivos por el que jueces y fiscales se oponían a la libertad condicional de Rosado fue el hecho de que él siempre negó el crimen, recordando todavía la sonrisa irónica que exhibió durante el juicio, en 1997, no cansándose de proclamar que era inocente, a pesar de que Félix M. R., el menor, sentado a su lado en el banquillo, lo admitía abiertamente y pedía perdón a la familia de la víctima. Y lo que era aún peor es que negaba incluso ser el autor del diario que le confiscó la policía. Sin embargo, a pesar de su gran inteligencia, durante el juicio cometió un grave error al decir: «El cuchillo grande lo llevaba Félix, no yo...» En cambio, Félix M. R., entonces menor, no era sino un «seguidor», una persona sumisa y obediente.
Tras cumplir cuatro de los doce años de cárcel a los que fue sentenciado, a los 21 quedó libre. De hecho, el tribunal que le sentenció le rebajó sustancialmente la pena, sobre todo porque era menor y porque entendió que era un mero gregario de Rosado. Constatamos, pues, que existen diterentes formas de ser criminal: algunos crímenes son ejecutados por psicópatas, pero otros por personas normales que se encuentran en situaciones «especiales», como es el caso de la obediencia (el caso, por ejemplo de los soldados en la guerra), el rol desempeñado, o, como en el caso de Columbine, el sentimiento de ser excluido y/o rechazado por los demás. Hay también otros tipos de crímenes, generalmente no considerados como tales, como es el de las personas con poder que son capaces de meter a sus países en guerras ilegales, y no olvidemos que las guerras son la principal fuente de homicidios, crímenes y asesinatos. Las raíces de la violencia son múltiples: algunos, los menos, matan porque tienen algún problema hormonal o cerebral; otros lo hacen porque en su infancia desarrollaron una personalidad trastornada, casi siempre dentro de una familia desestructurada; pero muchos otros, estadísticamente la mayoría, lo hacen por mera obediencia o por seguir las normas del grupo y no parecer diferentes.
EL COMPORTAMIENTO AGRESIVO Y VIOLENTO: CONCEPTO Y DEFINICIÓN
No resulta fácil definir con precisión y claridad qué entendemos por agresión ni tampoco distinguirla de términos afines como conducta agresiva, agresividad o conducta violenta. La diferencia principal suele encontrarse en la disciplina que trata el tema. Mientras los psicólogos hablan más de agresividad o comportamiento agresivo, los sociólogos suelen utilizar el término violencia. Y ya dentro de la psicología, cada escuela o corriente teórica define de manera diferente qué es la «agresión», hasta el punto de que no debe extrañarnos que se hayan encontrado hasta doscientas cincuenta definiciones diferentes de agresión en la literatura psicológica.
En todo caso, aunque existe una clara conexión entre el concepto de agresividad y el de violencia, no deben confundirse. La violencia siempre conlleva daño real, mientras que la agresividad no.
Como dice Fernando Reinares en el Diccionario Sociológico de Salvador Giner, «violencia es aquella interacción social como resultado de la cual hay personas o cosas que resultan dañadas de manera intencionada o sobre las cuales recae la amenaza creíble de padecer quebranto». Y como existen diferentes clases de interacción social (interpersonal, intergrupal, internacional, etc.), pues existirán también diferentes tipos de violencia. La que estudia la psicología social, obviamente, es principalmente la violencia interpersonal y sobre todo la agresión interpersonal así como su principal fuente psicológica, la agresividad. Más en concreto, la agresión puede ser definida como cualquier forma de conducta que pretenda herir física o psicológicamente a alguien (Berkowitz, 1996, pág. 25).
Ya antes, Dollard y otros (1939) la entendían como «una respuesta que tiene por objetivo causarle daño a un organismo vivo». La intención es, pues, el componente esencial de la agresión, consiga o no hacer daño, dado que si, como hace Buss (1961), entendiéramos como conductas agresivas aquéllas que representen un estímulo nocivo para otro organismo, y, por tanto, no fuera necesaria la intencionalidad, entonces sería agresiva la conducta de un dentista. Para que se dé una conducta agresiva se necesitan dos elementos: intención de hacer daño a otra u otras personas, y que esa intención se materialice en una conducta nociva (Rodríguez, 1980), aunque para algunos entonces este segundo elemento no es necesario.
John Dollard
La hipótesis de la frustración-agresión es una teoría de la agresión propuesta por John Dollard, Neal Miller, Leonard Doob, Orval Mowrer y Robert Sears en 1939, y expandida posteriormente por Miller (1941), y Leonard Berkowitz (1969).
Esta teoría postula que la agresión es el resultado de bloquear o frustrar los esfuerzos de una persona para alcanzar un objetivo o su meta. Originalmente, este grupo de investigadores fue llamado el grupo de Yale, quienes expusieron su teoría en el libro Frustration and Aggression (1939).
De acuerdo con Dollar y sus colegas, la frustración sería la emoción que surge cuando algo que nos habíamos planteado no se cumple. La agresión es definida como un acto cuyo objetivo es el de dañar a otro organismo, ya sea de forma física o ya sea de forma emocional. Cuando algo nos causa frustración nuestro cuerpo tiene la necesidad de liberarla o solucionar aquello que la ha causado. Sin embargo, si esto no es posible, se acaba liberando por otros medios, siendo la agresión uno de ellos. Esta agresión es descargada sobre una persona inocente.
Los postulados originales de la hipótesis de la frustración-agresión, se quiera o no, reciben una considerable influencia freudiana, o al menos eso reconocieron figuras de la talla de Bandura o Walters en los años sesenta. Consideraba en un inicio que la agresión es siempre consecuencia directa de una frustración previa y, en sentido inverso, la existencia de la frustración siempre conduce a alguna forma de agresión.
Sin embargo, estos principios son modificados en 1941 cuando Neal Miller cambia la hipótesis original al reconocer que muchas personas han aprendido a responder a sus frustraciones de forma no agresiva. Es a partir de entonces que se plantea que las frustraciones generan diferentes inclinaciones o reacciones, entre las cuales la instigación a la agresión sería sólo una de las posibles. La frustración crea la necesidad de responder, siendo la agresión una de las posibles respuestas del individuo ante la situación injusta.
De esta manera se superaba el binomio tan rígido en un principio de frustración-agresión. A su vez, si la agresión no era siempre lo que venía después de la frustración, también cabía la idea de que la agresión pudiera no ser ocasionada por la frustración, sino por otros factores tales como el miedo o la necesidad de lucha. Esto podía explicar situaciones en las que aparece la agresividad sin que haya habido una situación de frustración.
La hipótesis de la frustración-agresión ha sido abordada experimentalmente, teniendo como prueba de ello la investigación realizada por Jody Dill y Craig Anderson en 1995. Su experimento consistió en crear dos grupos experimentales y uno control en el que se pretendía observar hasta qué punto la frustración, justificada e injustificada, inducía a conductas verbalmente agresivas.
Durante el experimento se les pedía a los participantes aprender cómo hacer un pájaro de origami. El procedimiento experimental implicaba dos fases: una primera, en la que se enseñaba a los participantes cómo tenían que hacer el pájaro, y una segunda, en la que los propios voluntarios tenían que intentar hacer el pájaro. Los tres grupos se diferenciaban entre ellos en los siguientes aspectos:
Un grupo experimental era el que recibía la condición frustración injustificada, la cual consistía en que, cuando se les enseñaba a cómo hacer el pájaro de origami, el experimentador iba muy rápido indicando que, debido a factores personales, tenía que irse antes de lo debido. En la condición de frustración justificada el experimentador también hacía las cosas rápido, pero esta vez indicaba que tenía que darse prisa porque su supervisor le había pedido tener listo el laboratorio lo antes posible. En el grupo control no se daba explicación alguna y se enseñaba a hacer el pájaro tranquilamente.
Al final del experimento se daba a los participantes cuestionarios en los que se preguntaba sobre su percepción de la competencia y amabilidad del personal de la investigación. Se les informó explícitamente de que lo que contestaran en esos cuestionarios determinaría si el personal de la investigación recibiría o no ayuda económica, o también si iban a ser regañados y reducidos sus beneficios universitarios.
Dill y Anderson encontraron que los participantes de la condición de frustración injustificada, quienes no habían podido aprender a hacer bien el pájaro de origami porque el investigador les había dicho que tenía asuntos personales, puntuaron más negativamente al personal del experimento. En el grupo de la frustrción justificada se puntuaba más negativamente al personal que los del grupo control, pero aún así lo hacían de forma menos negativa que el grupo de la frustración injustificada.
De esto se desprende que si lo que nos hace no alcanzar el objetivo planteado es algo que no tiene justificación o no le vemos sentido, nos acaba frustrando más y nos hace tender hacia conductas más violentas. En este caso, desear que el personal de la investigación fracase académicamente o que no consiga beneficios económicos por su “torpe” rendimiento durante la realización del estudio se interpretaría como una forma de agresividad, aunque verbal en vez de física.
Reformulación de Leonard Berkowitz
En 1964 Leonard Berkowitz indicó que era necesario tener un estímulo agresivo para que la agresión tuviera lugar. En 1974 y 1993 modificó la hipótesis de la frustración-agresión, transformándola en una teoría en la que las pistas agresivas ejercían una influencia que no tenía por qué ser directamente proporcional a la respuesta o agresión.
El aspecto más controvertido de esta teoría era que planteaba que, por ejemplo, en niños pequeños, bastaría con tan solo enseñar una pista agresiva como puede ser disparar un arma en un videojuego como para disparar toda una respuesta agresiva. Esta visión sería la que acabaría siendo tomada por muchas organizaciones partidarias de ilegalizar todo tipo de videojuego o juguete que sugiriera algún mínimo ápice de violencia, yendo desde Pokémon, pasando por los Sims e incluyendo cosas tan poco agresivas como Kirby o The Legend of Zelda.
Críticas
La publicación de Frustration and Aggression del grupo de Yale ya despertó controversia nada más publicarse, especialmente entre conductistas animales, psicólogos y psiquiatras. Los conductistas habían estudiado animales, como las ratas o los primates, que muestran conductas violentas en casos en los que han sentido frustración, pero también para proteger su territorio u obtener una determinada posesión o pareja.
El debate sigue vigente, dado que uno de los principales conceptos usados por la hipótesis, el de la frustración, no viene adecuadamente definido. Se puede entender como frustración el hecho de sentir que no se puede cumplir con una determinada meta debido a una inferencia de un tercero. Esta definición es demasiado ambigua y general, no permitiendo comprender en profundidad si realmente un tipo de agresión se debe a frustración por no conseguir una meta o por envidia, miedo o intolerancia ante cualquier acción ajena sobre nuestras posesiones o área de influencia.
En definitiva, aunque en el lenguaje cotidiano suele utilizarse el término agresión con una inmensa variedad de significados (de un vendedor eficaz suele decirse que es un vendedor agresivo), sin embargo tal término debe restringirse a las «conductas que intentan hacer daño a otras personas» (Perlman y Cozby, 1985, pág. 243). Pero entenderíamos mejor qué es realmente la conducta agresiva si tenemos en cuenta la distinción entre agresión hostil, que surge del enojo y cuyo objetivo es hacer daño, y la agresión instrumental, que surge del interés y cuyo objetivo es conseguir un fin.
LAS RAÍCES DE LA CONDUCTA AGRESIVA: ENFOQUES TEÓRICOS
Las teorías más utilizadas para explicar la conducta agresiva humana son éstas:
1) Teorías biológicas: aquí habría que incluir tanto las teorías instintivistas como las que creen que la raíz de la violencia está en los cromosomas o en el cerebro. Estas teorías suelen tener muchos seguidores, además de por razones claramente ideológicas, porque parecen muy plausibles: si siempre ha habido agresión y violencia en los grupos humanos será porque se trata de algo connatural a la especie humana. Es más, los socio-biólogos —y también los actuales psicólogos evolucionistas — llegan a afirmar que la violencia es biológicamente adaptativa. Así, recientemente, Víctor Nell (2006) afirmaba que la crueldad y la violencia forman parte de la naturaleza humana dado que la evolución ha ido haciendo que sean conductas intrínsecamente gratificantes, aunque parece olvidar que los animales son fieros, pero no crueles, por lo que no sólo la violencia sino incluso la crueldad son rasgos específicamente humanos.
El peso simbólico de la sangre y la muerte, y su potencial capacidad para suscitar poderosas emociones, puede derivar de una escena interminablemente repetida en la historia primitiva de los homínidos: durante la muerte, el grupo de cazadores es anegado por la sangre caliente de la presa, embadurnado con la médula de sus huesos y expuesto todo ello a sus estómagos contentos. Estos estímulos condicionados son precedidos por numerosas sensaciones asociadas al dolor y la muerte de la presa, y seguidos de recompensas fisiológicas inmediatas y de ventajas reproductivas diferidas. Estos estímulos van preparando el complejo DSM (dolor-sangre-muerte), que siguió teniendo beneficios para la supervivencia y la reproducción en las sucesivas etapas más recientes de la evolución de la sociedad (Nell, 2006, pág. 322).
Muchos no compartimos la postura de Nell.
La propia revista en la que Nell publicó su artículo, Behavioral and Brain Sciences, incluye los comentarios fuertemente críticos de numerosos autores (Ainslie, 2006; Bandura, 2006; De Aguirre, 2006; Fox, 2006; Haritos-Fatouros, 2006; Herzog y Arluke, 2006; Kosloff, Greenberg y Solomon, 2006; Kotchouvey, 2006; Potts, 2006; Schuster, 2006, Stein, 2006; y Swain, 2006, etc.) que cubren todos los flancos de la argumentación de Nell. Así, Bandura (2006) critica la afirmación de Nell de que los soldados disfrutan con la violencia, olvidando que son muchísimos los soldados a los que la violencia y la muerte de personas (por ejemplo de niños pequeños y bebés) no les produce placer en absoluto, sino sufrimiento y mucho dolor postraumático, como es bien conocido en el caso de los veteranos de las guerras de Vietnam y de Irak. De hecho, «las personas se comportan más dañinamente cuando no ven ni oyen el dolor y el sufrimiento que sus actos causan» (Bandura, 2006, pág. 225). E ignora Nell igualmente las diferencias interculturales en cuanto a conductas violentas. Que la violencia contra miembros de grupos desfavorecidos o de grupos rivales y considerados enemigos. Un etarra, por ejemplo, puede comportarse de manera completamente pacífica en su vida privada, con sus familiares, sus amigos y su pareja, pero muy violentamente contra los miembros de la policía española. Incluso en los casos de psicópatas, en que sí existe una relación entre biología y crimen, no es algo producido por la evolución ni siquiera es algo meramente biológico, sino ambiental. Y es que, como señala Kotchouvey (2006), lo que propone Nell, en línea con tesis genetistas reaccionarias como las de Lorenz, es un nuevo mito de la agresión humana que, como todos los mitos, es parcialmente falso y parcialmente cierto, pues, concluye Kotchouvey (2006, pág. 232), «el uso de efectos emocionales y propagandísticos, antes que los resultados de una evaluación empírica, obscurece todo intento de describir la verdad sobre la crueldad». No olvidemos que a menudo utilizamos las explicaciones biológicas y/o genéticas como tapadera para ocultar nuestra ignorancia sobre cómo funcionan realmente los procesos psicosociales y psicoculturales. Y ello tiene lugar en muchos campos como el de la inteligencia, el de la «raza» o el de la conducta violenta, que no es la consecuencia de nuestra biología, ni está en nuestros genes, sino que es algo inherente a la cultura. Son razones sociales y culturales las principales responsables de nuestra violencia. Nuestra conducta violenta depende más de la situación y de variables ambientales que de nuestra propia personalidad, como luego veremos.
En todo caso, para entender cabalmente el papel de la biología en la conducta agresiva y violenta tenemos que añadir que el agresivo nace, pero el violento se hace (Sanmartín, 2002, 2004a, 2004b), En efecto, la agresividad es un instinto y, por tanto, un rasgo seleccionado por la naturaleza para incrementar la eficacia biológica de su portador, pero ...
la naturaleza no ha seleccionado este rasgo aisladamente, sino junto con una serie de elementos que lo regulan o inhiben en el interior de los grupos. En los grupos de animales no humanos parece haber siempre un fino equilibrio natural entre el despliegue de la agresividad y su inhibición. Los inhibidores actúan en el momento oportuno impidiendo que el ataque a la integridad física del compañero pueda traducirse en su muerte. Pero, desgraciadamente, el hombre no se comporta con el hombre como el lobo lo hace con el lobo. El despliegue de la agresividad entre lobos se desarrolla con un cierto fair play. Dos gotas de orín, soltadas por el lobo vencido que está tumbado a los pies del vencedor mostrándole la yugular, bastan para salvarle la vida. Por el contrario, el despliegue de la agresividad entre seres humanos se descontrola a menudo. De ahí que la agresividad humana se traduzca, frecuentemente, en atentados contra la integridad física o psíquica del otro que conllevan en muchas ocasiones su muerte (Sanmartín, 2004a, págs. 21-22).
Los seres humanos, como cualquier otra especie animal superior, se han adaptado a los peligros del ambiente desarrollando una agresividad básicamente defensiva que le permita incrementar su capacidad de resistir los ataques exteriores. Pero la misma naturaleza, que a todas las especies animales superiores nos «implantó» esa agresividad, nos proporcionó también los necesarios mecanismos inhibidores de tal agresividad. Y, sorprendentemente, ha sido la cultura la que ha ido reduciendo en los humanos la eficacia de tales mecanismos inhibidores. La inhibición de la agresividad es posible gracias a la acción de un complejo sistema biológico dirigido por la amígdala, y es eso lo que, en la especie humana, ha sido anulado, al menor parcialmente, por la cultura. Por consiguiente, puntualiza Sanmartín (2004b, pág. 22), «decir que somos agresivos por naturaleza no conlleva, pues, aceptar que también por naturaleza somos violentos. No hay violencia si no hay cultura. La violencia no es un producto de la evolución biológica, de la bioevolución como se dice frecuentemente. Es un resultado de la evolución cultural, de la llamada en sentido amplio "tecnoevolución", porque la técnica ha jugado un papel decisivo en la configuración de la cultura», y, por tanto, también de la violencia. En efecto, a medida que el ser humano, a través de la utilización de la técnica, se ha ido «civilizando», también se ha ido haciendo más violento. La técnica incrementa la violencia de los seres humanos porque reduce la acción de nuestros inhibidores naturales de la agresividad: a mayor «distancia» de la víctima, mayor probabilidad de violencia. No es lo mismo matar a una persona retorciéndole el cuello (en cuyo caso, sus gestos, quejidos, postura, etc. activarían los inhibidores de nuestra agresividad) que matarlo simplemente apretando un gatillo (lo que no activaría tales inhibidores). La cultura altera la naturaleza sobre todo a través de la técnica. Y las armas, que son instrumentos técnicos, alteran de una forma importante la activación de nuestra agresividad. Mientras que una piedra puede servir para el bien (hacer un hacha para cortar) y para el mal (para golpear en la cabeza a un rival), las armas sólo sirven para el mal, e incluso, como acabamos de subrayar, para incrementar exponencialmente ese mal, dado que influyen en nuestra agresividad natural, reduciendo e incluso eliminando nuestros inhibidores también naturales.
Eso, y no necesariamente la maldad congénita de ciertas personas, explica el hecho de que algunos aviadores norteamericanos hayan declarado su felicidad suprema cuando desde miles de metros de altura arrojaban toneladas de bombas sobre Bagdad y sus habitantes matando a miles de niños, mujeres y hombres («era maravilloso, era como el árbol de Navidad lleno de luces», declaró alguno de ellos). Todo ello explica también que, paradójicamente, cuanto más civilizados somos, más violentos nos volvemos. Violentos sólo podemos ser los seres humanos, pues «la violencia es precisamente eso: la agresividad fuera de control, un descontrol que se traduce en una agresividad hipertrofiada» (Sanmartín, 2004a, pág. 22). Y ese descontrol es producido por la cultura.
2) Teorías del aprendizaje: si es la cultura la responsable principal y última de la violencia humana, veamos cómo ejerce su influencia en este campo a través del aprendizaje. Ya de niños aprendemos a ser violentos a través del aprendizaje directo o a través del aprendizaje social. En cuanto al primero, es bien conocido que uno de los principales supuestos del conductismo es que toda conducta que es reforzada se aprenderá y tenderá a repetirse, y puesto que los actos agresivos se ven reforzados positivamente en nuestra sociedad, la conclusión es obvia: la violencia se aprende directamente. Patterson, Littman y Bricker (1967) encontraron que el 80 por 100 de los casos las conductas agresivas de los niños (pegar o atacar a otro niño) daban lugar a refuerzos positivos (pasividad, ceder el juguete, etc.), por lo que resulta poco probable que se extingan. Es más, a menudo con las conductas violencias se consigue lo que se pretende e incluso, con frecuencia son admiradas por los demás, con lo que las refuerzan. Pero es mucho más frecuente que aprendamos a ser violentos por aprendizaje social, sobre el que existen diferentes teorías de las que es sin duda la de Albert Bandura la más conocida e influyente. Bandura demostró (Bandura, Ross y Ross, 1961; Bandura y Walters, 1963) que no es necesario, como afirmaba Skinner, que alguien sea reforzado por realizar una conducta para que la aprenda. Es suficiente con que vea cómo otra persona es reforzada por realizarla. Observar que una persona es reforzada (o premiada) cuando realiza una conducta violenta incrementa nuestra tendencia a comportarnos violentamente, de la misma manera que viendo que alguien es castigado cuando se comporta violentamente aprendemos a no ser violentos (véase, en castellano, Bandura, 1974, 1982; Bandura y Ribes, 1980; Bandura y Walters, 1974/1863).
Una prueba de que la conducta agresiva es aprendida es que en culturas en las que se desalienta y menosprecia la agresión interpersonal, la gente es pacífica (Mead, 1935). Además, se ha encontrado repetidamente en experimentos de laboratorio bien controlados que las personas que están expuestas repetidamente a modelos belicosos tienden a ser físicamente más agresivas en sus interacciones sociales que quienes observan estilos de conducta pacíficos. Existen, al menos tres fuentes de la conducta violenta o agresiva (Bandura y Ribes, 1980): la influencia familiar, las influencias subculturales y los medios de comunicación, especialmente la televisión y, más recientemente, los videojuegos.
a) Violencia y familia: con frecuencia - más antes que ahora - los padres pretenden corregir las conductas violentas de sus hijos pegándoles, con lo que, paradójicamente, estarían enseñándoles, tanto por mera imitación como por aprendizaje social, a ser violentos. De hecho, existen suficientes datos que indican que los adolescentes violentos frecuentemente tuvieron padres que los castigaban físicamente (Strauss y Gelles, 1980). Pero la relación entre familia y violencia va más allá de lo que acabamos de decir.
En efecto, es cierto que la familia constituye un refugio seguro y reconfortante para sus miembros, pero también lo es que a menudo ocurre todo lo contrario. No olvidemos, por ejemplo, que las mujeres tienen muchas más probabilidades de ser maltratadas física y/o psicológicamente, violadas y hasta asesinadas a manos de personas próximas (parejas, ex parejas, tíos, etc.) que fuera de casa y a manos de extraños. «Además de serios daños físicos, la violencia familiar causa en las víctimas trastornos emocionales profundos y duraderos, en particular depresión crónica, baja autoestima, embotamiento afectivo y aislamiento social» (Rojas Marcos, 1997, pág. 34). Y no olvidemos tampoco que las raíces de la violencia se encuentran fundamentalmente, a nivel social, en una situación de pobreza y miseria, consecuencia de una situación social injusta, y a nivel psicológico, en una infancia caracterizada por la falta de cariño y por los malos tratos. Las raíces de la violencia, pues, se encuentran ante todo en la desadaptación psicológica y social que a menudo es responsabilidad de la familia. Y es que, añade Rojas Marcos, las raíces del crimen están en el hogar y se desarrollan durante la intancia, se cultivan en un medio social lleno de desigualdad y frustraciones, y crecen avivadas por valores culturales que ensalzan las soluciones agresivas a los conflictos entre las personas.
b) Violencia y cultura: vivimos en una cultura que, hipócritamente, a la vez que no hace sino hablar de lo perversa que es la violencia, justifica y apoya el tipo de violencia que más dolor y muertos produce: la guerra. Además, para satisfacer los beneficios económicos de las fábricas de armas, sobre todo el complejo industrial-militar estadounidense, las guerras nunca desaparecen. De ahí que la judía Simone Weil dijera explícita y rotundamente: «¿Cómo condenar un holocausto, si no hemos condenado todos los holocaustos pasados?» Ni tampoco hemos condenado todos los holocaustos posteriores. Por ejemplo, no ha sido suficientemente condenada la matanza producida por Stalin y el estalinismo y menos aún la producida por la explosión de las primeras bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, ni la matanza de Kurdos en Irak tras la guerra del Golfo, ni la propia matanza de irakíes indefensos (niños, ancianos, enfermos, etc.) a causa del bloqueo decretado por la ONU, ni la matanza de albanokosovares a manos de los serbios tras la intervención «pacifista» de la OTAN, etc. Todos esos crímenes fueron posibles porque nuestra cultura los justifica y hasta los legitima.
c) Violencia y televisión: en los países industrializados casi todos los hogares disponen al menos de un aparato de televisión, cifra que por ejemplo en Australia es del 99,2 por 100 (Trewin, 2001), e incluso la mayoría de los hogares disponen de más de un televisor, dato que ayuda a explicar el que no exista ninguna correlación entre lo que dicen los padres que ven sus hijos en televisión y lo que dicen los hijos que ven (Donnerstein, 1998). En el hogar promedio, el aparato está encendido unas siete horas al día, con un miembro de la familia viéndolo alrededor de cuatro de esas horas. En nuestro país, cuando un chico o chica termina Bachillerato, a sus dieciocho años, ha pasado más tiempo viendo la televisión que en los centros educativos. Y es bien conocida la gran frecuencia con que la televisión emite escenas de violencia, a pesar de que los estudios psicosociales están siendo contundentes a la hora de mostrar sus efectos negativos sobre la conducta agresiva y violenta de quienes los contemplan, especialmente niños y adolescentes.
Como media, contienen algún tipo de violencia el 80 por 100 de todos los programas y el 94 por 100 de los programas infantiles de los fines de semana. La televisión emite 5,2 actos violentos cada hora. Si tenemos en cuenta que los niños españoles ven la televisión unas 20 horas semanales o más, no debería extrañarnos el fuerte impacto que la televisión puede llegar a tener en su conducta violenta. De hecho, se ha encontrado que cuanto más violento es el contenido de los programas que ve en la televisión, más agresivo es el niño (Eron, 1987; Turner y otros, 1986). La relación es moderada pero se ha encontrado de modo consistente en los Estados Unidos, en Europa y en Australia. Es más, Eron y Huesmann (1980), con una muestra de 875 niños de ocho años, hallaron que ver escenas de violencia en televisión correlaciona con la agresividad aun después de eliminar el efecto de posibles variables extrañas, y cuando volvieron a estudiar a estos individuos a sus sujetos cuando ya tenían diecinueve años descubrieron que aún se mantenían tales efectos, hasta el punto de que al examinar los registros de sentencias criminales, encontraron que aquellos de sus sujetos que de niños habían visto más cantidad de violencia en televisión tenían una probabilidad mayor de ser sentenciados por un crimen grave a los treinta años (Eron y Huesmann, 1984). Igualmente, Johnson y otros (2002) encontraron que, el 6 por 100 de los niños de catorce años que veían menos de una hora de televisión al día participó en actos agresivos entre los dieciséis y los veintidós años, porcentaje que era del 29 por 100 entre los que veían más de tres horas.
Más aún, se sabe que donde llegaba la televisión, aumentaban los asesinatos. Por ejemplo, en Canadá y en los Estados Unidos el índice de homicidios se duplicó entre 1957 y 1974, mientras que en regiones donde la televisión llegó más tarde, el índice de homicidios aumentó también más tarde. En el sector blanco de Sudáfrica, donde la televisión fue introducida en 1975, se duplicaron las tasas de homicidios después de esa fecha (Centerwall, 1989). Y aunque esta correlación entre televisión y violencia puede estar mediatizada por otros factores, también aparece en los estudios experimentales, que intentan controlar tales factores (Bandura y Walters, 1963; Parke, 1977; Leyens, 1975, etc.).
Susan Hearold (1986) analizó los datos de 230 estudios correlacionales y experimentales, con un total de más de 100.000 sujetos, concluyendo que sí existe una clara relación entre ver violencia en televisión y comportamiento violento, conclusión a que también llegan otros estudios más recientes (Anderson y Bushman, 2002; Anderson y otros, 2003; Bushman y Anderson, 2001).
Dos son las principales variables que explican por qué ver escenas violentas en televisión incrementa las conductas violentas de los espectadores: 1) la inhibición: contemplar escenas violentas en cine o televisión lleva al espectador a ver la conducta violenta como algo normal, lo que, por tanto, desinhibe las resistencias que pudieran tenerse a comportarse violentamente; y 2) la imitación: la anterior inhibición se ve apoyada por la tendencia a imitar las conductas de los demás, en este caso las conductas violentas. Sin embargo, la relación entre televisión y violencia es compleja.
Por ejemplo, sabemos que un programa televisivo violento puede llevar a la agresividad en unos individuos impulsivos, ya predispuestos a reaccionar con hostilidad, y no en otros que no poseen dicha predisposición. Además, esta relación está mediatizada por el tipo de familia del niño, de forma que la influencia de la televisión es mayor en los niños más aislados dentro de su familia, los que pasan más horas solos en casa ante el televisor o los que tienen familias problemáticas (familias rotas, padres/madres violentos, con malos tratos, etc.). Pero lo peor de la televisión en este campo no es sólo que emita demasiadas escenas de violencia, peor es aún que tal conducta violenta sea reforzada y, peor todavía es que se enseñe a nuestros niños y adolescentes que la violencia es una forma eficaz de resolver los conflictos sociales y los problemas interpersonales. Cuando a un grupo de niños de preescolar se les mostró varios capítulos de la serie Mister Rogers' Neighborbood, serie que pretendía potenciar el desarrollo emocional y social de los niños pequeños, aumentó su conducta altruista y cooperativa (Friedrich y Stein, 1973, 1975; Coates y otros, 1996).
Además, últimamente ha entrado en liza otro elemento fundamental: los videojuegos, cuyo nivel de violencia es muy alto y se está demostrando que también está teniendo efectos importantes en la conducta violenta de los menores. Debemos comenzar subrayando dos datos importantes que éstos deben tenerse muy en cuenta: que los niños pasan cada vez más tiempo con videojuegos y que cada vez contienen más escenas violentas y progresivamente más violentas (Anderson, 2004; Gentile y Anderson, 2003). En una encuesta realizada a niños de diez años, el 59 por 100 de las niñas y el 73 por 100 de los niños afirmaban que sus juegos favoritos eran los juegos violentos (Anderson, 2003, 2004). La peligrosidad de los etectos de los videojuegos se puso de relieve ya hace años cuando adolescentes de Kentucky, de Arkansas y de Colorado llevaron a la práctica la horrible violencia que habían visto en la pantalla.
Como escribe Myers (2008), la mayoría de los tumadores no muere de un ataque al corazón; la mayoría de los niños a los que se ha pegado no pega a sus hijos; y la mayoría de la gente que pasa cientos de horas ensayando una masacre humana vive una vida apacible. Ello permite a los defensores de los videojuegos, al igual que a los de los intereses de la industria tabacalera y de la televisión, afirmar que sus productos son inofensivos. Así, el presidente de Interactive digital Software, Doug Lowenstein, defendía no hace mucho (2000) que «no existe ningún tipo de evidencia, absolutamente ninguna, de que el jugar a juegos violentos provoque una conducta agresiva». Sin embargo, Gentile y Anderson (2003) nos dan algunas razones por las que utilizar juegos violentos puede ser más pernicioso aún que ver televisión violenta, pues los jugadores: 1) se identifican con un personaje violento y desempeñan su papel; 2) ensayan activamente la violencia, no la ven de forma pasiva; 3) participan en toda una secuencia de representación de la violencia (eligen a las víctimas, adquieren armas y municiones, siguen a la víctima, apuntan con el arma y aprietan el gatillo); 4) están involucrados en una continua violencia y amenazas de ataque; 5) repiten una y otra vez las conductas violentas; y 6) se ven recompensados cuando hacen una agresión eficaz.
En definitiva, la investigación actualmente disponible permite concluir que cuando se juega a juegos violentos, más que a juegos no violentos (Anderson, 2003, 2004): 1) se incrementa la activación, aumentando el ritmo cardíaco y la presión arterial; 2) aumenta el pensamiento agresivo (Anderson y otros, 2003; Bushman y Anderson, 2002); 3) se hacen mayores los sentimientos agresivos, aumentando los niveles de frustración así como la hostilidad expresada; 4) aumentan las conductas agresivas, de forma que después de jugar a juegos violentos, los niños y adolescentes juegan de forma más agresiva con sus iguales, discuten más con sus protesores y participan en más peleas; y 5) reduce las conductas prosociales. «Además, cuanto más violentos son los juegos a los que se juega, mayores son los efectos. Los videojuegos se han hecho más violentos, lo que ayuda a explicar por qué los estudios más recientes identifican mayores efectos» (Myers, 2008, pág. 297).
La aprobación de la «ley seca» en Estados Unidos fue doblemente contraproducente (le concedió al alcohol el placer de lo prohibido a la vez que incrementaba la violencia alrededor de su tráfico), mientras que años después, en ese mismo país, sin prohibir el tabaco se consiguió que el porcentaje de fumadores se redujese del 42 por 100 que había en 1965 al 23 por 100 en 2000. De forma similar, sin censurar el racismo, casi han desaparecido las imágenes que antes eran comunes en los medios de comunicación según las cuales los negros son tontos, supersticiosos y pueriles. De forma similar, y como alternativa a la censura, son muchos los psicólogos que aconsejan una «formación de sensibilización en los medios».
Como profesionales (psicólogos, trabajadores y educadores sociales, etc.) no tenemos la capacidad de controlar la programación de los diferentes canales de televisión, pero sí podemos influir positivamente en los niños y niñas para que aprendan a apagar el televisor y para que aprendan a verla correctamente y a interpretar adecuadamente lo que están viendo. Por ejemplo, Eron y Huesmann (1984) enseñaron a 170 niños de Oak Park (Illinois) que las descripciones del mundo que muestra la televisión no son realistas, que la agresión es menos frecuente y menos eficaz de lo que sugiere la televisión, y que la conducta agresiva no es deseable. Cuando se les volvió a estudiar dos años más tarde, estos niños estaban menos intuidos por la violencia de la televisión que otros niños que no habían recibido esta formación. En una investigación más reciente, la Universidad de Stanford utilizó 18 clases presenciales en el aula para persuadir a los niños a que pasaran menos tiempo viendo la televisión y jugando a videojuegos (Robinson y otros, 2001), consiguiendo que redujeran en una tercera parte ese tiempo, reduciéndose también un 25 por 100 su conducta agresiva en el colegio, en comparación con un grupo de control. Pero para entender mejor las raíces de la conducta violenta es útil tener en cuenta muchas otras variables, entre las que aquí revisaremos brevemente las siguientes:
1) La frustración: aunque ya desde los primeros escritos de Freud se viene relacionando la frustración y la agresión, es en la llamada teoría de la hipótesis frustración-agresión, teoría que ya hemos visto y que integra el psicoanálisis y el conductismo (Dollard y otros, 1939), donde tal relación es analizada más explícitamente.
Entendemos por frustración todo aquello que nos impide alcanzar nuestra meta, por lo que será mayor cuanto más motivados estemos hacia una meta y cuando el bloqueo sea total. Así, cuando Rupert Brown y otros (2001) encuestaron a los pasajeros ingleses de un ferry que iba a Francia, encontraron actitudes mucho más agresivas un día en el que los barcos de pesca franceses bloqueaban el puerto, lo que les impedía seguir adelante, al ver su meta bloqueada, siendo más probable que se mostraran de acuerdo con un insulto hacia un francés que había derramado el café en las viñetas de dibujos que se les mostraba.
Sin embargo, la agresividad no tiene por qué dirigirse directamente contra la fuente de la frustración, sino que, para evitar posibles represalias, la desplazamos hacia personas y grupos más débiles (Miller y otros, 2003). También se ha encontrado que cuanto más inesperada es la frustración más probable será la agresión, lo que ayuda a entender mejor los motines y la violencia de masas. De hecho, los disturbios sociales y hasta las revoluciones no siguen a largos períodos de carestía sino más bien a cortos períodos de carencia precedidos de etapas de bonanza, de esperanza y de promesas, que produjeron altas expectativas que luego no se vieron realizadas. Además, al parecer, este principio funciona en todas partes.
Esto puede ser explicados mediante dos fenómenos psicológicos, el del nivel de adaptación, que, en palabras de Myers, implica que los sentimientos de éxito y fracaso, satisfacción e insatisfacción, son relativos con respecto a los logros anteriores. Si nuestros logros actuales caen por debajo de lo que habíamos alcanzado antes, nos sentimos insatisfechos, frustrados; si, en cambio, se elevan por encima de ese nivel, nos sentimos exitosos, triuntadores y satistechos. Sin embargo, si continuamos con los logros, pronto nos adaptamos al éxito, de forma que lo que antes nos hacía sentirnos bien ahora lo vemos como algo neutro, y lo que antes veíamos como neutro ahora lo sentimos como privación. De ahí que Campbell (1975) afirme que «los seres humanos nunca crearán un paraíso social en la tierra». El segundo fenómeno es el de la privación relativa, que no es sino la percepción de que estamos peor que otros con los que nos comparamos. Esto es muy útil para entender la insatisfacción laboral de muchos trabajadores objetivamente bien pagados.
Ya decía Platón que «la pobreza no consiste en la disminución de las posesiones, sino en el aumento de la codicia».
2) Señales activadoras: a Leonard Berkowitz (1969, 1996) no le convenció totalmente la hipótesis frustración-agresión, por lo que incluyó un concepto mediatizador: las condiciones o señales ambientales apropiadas para la agresión. La frustración no llevaría directamente a la agresión, sino que produciría en el individuo un estado de activación emocional, la ira, que sería la que crearía una disposición interna facilitadora de la conducta agresiva. Por tanto, esta conducta agresiva se realizará sólo si existen en la situación señales estimulares que posean un significado agresivo. Los estímulos adquieren su cualidad de claves agresivas mediante procesos de condicionamiento clásico, por lo que, en principio, cualquier objeto o persona puede llegar a ser una clave agresiva. Ello explica el llamado efecto de las armas (Berkowitz, 1974), según el cual a través de la experiencia ciertos objetos resultan asociados con la agresión, de tal forma que adquieren un gran valor como señales agresivas, como ocurre con las armas, particularmente con las pistolas, de manera que si esta teoría está en lo cierto, la presencia de pistolas debería llevar a una mayor agresión que la presencia de otros objetos con connotaciones neutras, como comprobaron Berkowitz y LePage (1967) al observar sus sujetos daban más descargas eléctricas en presencia que en ausencia de armas.
3) Influencias ambientales: existen algunos factores ambientales que activan la agresividad incrementando la probabilidad de que se produzcan conductas violentas, entre ellos los estímulos dolorosos, el calor y el hacinamiento (véase Myers, 2008).
LA MALDAD HUMANA BANALIDAD DEL MAL
Una vez vistas las principales raíces del comportamiento violento y una vez que hemos dejado claro que tal comportamiento violento tiene su raíz más en la cultura y el aprendizaje que en variables biológicas y genéticas, volvamos al inicio del capítulo: ¿por qué las personas normales llegan a matar cuando se encuentran en una determinada situación? Esto plantea al menos dos problemas realmente aterradores: cualquiera de nosotros podríamos cometer el más horrendo de los crímenes si se dieran ciertas condiciones ambientales, lo que, como veremos, no es del todo cierto; el segundo es que las personas que matan a causa del poder de la situación no deberían ser consideradas responsables de su crimen ya que cualquiera en tales circunstancias habría hecho lo mismo, lo que tampoco es así exactamente.
Retomemos el caso de Adolf Eichmann. Tal vez lo que más extrañó de la descripción que de él hizo Arendt fue que, en muchos sentidos, parecía una persona totalmente normal y ordinaria. Como señaló Arendt, seis psiquiatras habían certificado que Eichmann era un hombre normal. «Más normal que yo, tras pasar por el trance de examinarle» se dice que había exclamado uno de ellos. Y otro consideró que los rasgos psicológicos de Eichmann, su actitud hacia su esposa, sus hijos, su padre y su madre, sus hermanos, hermanas y amigos, era «no sólo normal, sino ejemplar». La conclusión de Arendt de la normalidad de Eichmann como persona y la consiguiente conclusión de la banalidad del mal «sigue resonando hoy en día porque el genocidio se ha desatado por todo el mundo y la tortura y el terrorismo siguen formando parte del panorama mundial. Preferimos distanciarnos de una verdad tan básica y ver la locura de los criminales y la violencia sin sentido de los tiranos como rasgos de su manera de ser personal» (Zimbardo, 2008, pág. 383).
De hecho, cuando se ha entrevistado a terroristas (Reinares, 2001) (véase Ovejero, 2009 y el excelente libro de McDermott, 2005) o a torturadores de diferentes dictaduras como la brasileña (Huggins, Haritos-Fatouros y Zimbardo, 2002) o la griega (Haritos-Fatouros, 2003), se ha observado que los instructores eliminan a los sádicos del proceso de selección y posterior adiestramiento porque quienes disfrutan causando dolor a otros no pueden centrarse en el objetivo de obtener confesiones.
Ello se constata también, como nos recuerda Zimbardo, en los ataques coordinados al sistema de transporte público de Londres por parte de terroristas suicidas que eran vistos por sus amigos, parientes y vecinos de Leeds como «unos chicos ingleses de lo más normal». De hecho, no parecía haber nada en su historia personal que les pudiera hacer peligrosos. Los estudios existentes en este campo, pues, muestran que los terroristas, los torturadores y los asesinos de los escuadrones de la muerte son personas totalmente normales antes de desempeñar sus nuevos roles, y tampoco observaron ninguna patología o tendencia aberrante en ellos en los años que siguieron a su trabajo como torturadores y asesinos.
Su transformación se podía explicar totalmente como consecuencia de distintos factores situacionales y sistémicos, como el adiestramiento recibido para desempeñar aquel nuevo rol, su espíritu de grupo, la aceptación de la ideología basada en la seguridad nacional, y la creencia aprendida de que los socialistas y los comunistas eran enemigos de la patria. Otras influencias situacionales que contribuyeron a su nuevo estilo conductual eran hacer que se sintieran especiales y superiores a otros funcionarios del Estado al habérseles encargado aquella misión especial; el secretismo de sus deberes, que sólo conocían sus compañeros de armas; y la constante presión para obtener resultados con independencia de la fatiga o los problemas personales (Zimbardo, 2008, pág. 386).
Por lo demás, eran personas normales. Y normales eran los chicos que, entrando armados hasta los dientes en el Instituto de Columbine (Estados Unidos), mataron a un profesor, a doce compañeros y luego a sí mismos.
Pero lo más inquietante de todo esto es que si eran tan normales e hicieron lo que hicieron, ¿por qué no podemos hacer también nosotros algo similar en un momento determinado? O como se pregunta Phillip Zimbardo: ¿Hasta qué punto nos conocemos a nosotros mismos para saber con seguridad cómo actuaríamos en un entorno nuevo y sometidos a unas presiones situacionales muy intensas? Espero que la lectura de este libro pueda ayudarle al lector a responder a estas inquietantes preguntas, respuesta que se basa en la satisfacción o insatisfacción de algunas de nuestras necesidades psicosociales fundamentales: necesidad de pertenencia, necesidad de una identidad positiva, necesidad de reconocimiento social suficiente, necesidad de unas adecuadas y positivas redes de apoyo social, etc. Cuando todo esto falla, la irracionalidad comienza a dirigir nuestra vida y nuestra conducta, de forma que podemos llegar a hacer cosas que jamás habíamos imaginado que podíamos hacer. Se trataría ante todo, pues, de una cuestión de identidad y de grupalidad. Otros casos, como las matanzas que se produjeron en España, Ruanda o Yugoslavia, eran más una cuestión de relaciones intergrupales, unido también a los factores antes mencionados y a otros de tipo situacional y de obediencia ciega.
Pero en todos los casos la conclusión parece ser la misma: en ciertas circunstancias, todos podríamos llegar a matar a nuestro vecino. «Lo que la psicología social ha podido ofrecer a la comprensión de la naturaleza humana es el descubrimiento de que unas fuerzas más poderosas que nosotros determinan nuestra vida mental y nuestros actos, y que la mayor de ellas es el poder de la situación social» (Banaji, 2001, pág. 15), que es lo que Zimbardo (2008) llama efecto Lucifer, que consiste en el «intento de entender los procesos de transformación que actúan cuando unas personas buenas o normales hacen algo malvado o vil» (pág. 26). Y entendemos por maldad el «obrar deliberadamente de una forma que dañe, maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o en hacer uso de la propia autoridad y del poder sistémico para alentar o permitir que otros obren así en nuestro nombre» (Zimbardo, 2008, pág. 26). Sin embargo, añade Zimbardo, la idea de que un abismo insalvable separa a la gente buena de la mala es recontortante por dos razones. La primera es que crea una lógica binaria que esencializa el mal. La mayoría de nosotros percibimos el mal como una cualidad inherente a algunas personas y no a otras. Mantener esta dicotomía entre el Bien y el Mal también exime de responsabilidad a la «buena gente», entre los que, evidentemente, creemos encontrarnos nosotros.
Veamos el siguiente caso que nos mostraba Drakulic (2008, págs. 14- 15): «Un croata, ciudadano modélico, de los que ayudan a las ancianas a cruzar la calle y acarician a los niños, aficionado a la pesca, con buenos amigos bosnios, musulmanes y serbios, que durante diecisiete días de su vida se convierte en un monstruo, viola niñas, mata con sus manos y encuentra, según testigos supervivientes, un placer salvaje en ello. ¿Qué ocurre? ¿La guerra nos convierte en monstruos o sólo revela los monstruos que llevamos dentro?» Este caso no fue único en la ex Yugoslavia (sobre todo serbia, Croacia, Bosnia y Kosovo) donde fueron asesinadas 200.000 personas en campañas altamente violentas de limpieza étnica y donde fueron violadas decenas de miles de mujeres. El gobierno bosnio calcula que sólo en Bosnia fueron violadas 60.000 (curiosamente, la violación de las mujeres ha sido siempre un sádico instrumento de humillación del enemigo: lo hicieron los alemanes en su campaña rusa, lo repitieron los rusos cuando avanzaban sobre Berlín, los hutus violaron a las mujeres tutsis, los serbios a las bosnias y el ejército de Franco a las mujeres españolas republicanas).
¿Cómo fue posible todo ello? ¿Cómo pueden unos seres humanos ser tan crueles con otros seres humanos inocentes que nada les han hecho a ellos y que, poco antes, en muchos casos, eran vecinos e incluso amigos o familiares?
Para entender mejor todo esto son particularmente esclarecedores tres experimentos realizados por psicólogos sociales: el de Milgram (1974), ya visto, el de Darley y Latané (1968; Latané y Darley, 1970) y el de Zimbardo y otros
(1986). Como introducción a los experimentos de Darley y Latané mencionemos primero los siguientes hechos reales publicados en su día por el The New York Times:
- El 13 de marzo de 1964, Kitty Genovese fue asesinada por un violador. Sus gritos de terror y súplicas de ayuda despertaron a 38 de sus vecinos. Como ya dige en la página 54, nadie intervino.
_ Una telefonista de dieciocho años, que trabajaba sola, tras ser atacada sexual-mente, consiguió escapar y corría desnuda y sangrando hasta la calle, gritando y pidiendo ayuda. Cuarenta transeuntes vieron cómo el violador la alcanzó e intentó arrastrarla de nuevo hacia adentro.
Ninguno de ellos la ayudó ni avisó a las autoridades correspondientes. Por suerte, dos policías pasaban por allí casualmente y arrestaron al violador.
-
Mientras realizaba sus compras en unos almacenes comerciales, Eleanor Bradley tropezó y se rompió una pierna. Llena de dolor suplicó, desde el suelo, que la ayudaran. Durante cuarenta minutos pasaron infinidad de compradores que se hicieron a un lado para no tropezar con ella y continuaron su camino sin ayudarla.
-
Andrew Mormille fue apuñalado en el estómago mientras viajaba en el metro rumbo a su casa. Después de que sus atacantes abandonaron el vagón, otros once viajeros observaron al joven desangrarse hasta morir. Nadie le ayudó.
Uno de los objetivos del modelo de Darley y Latané es precisamente ayudarnos a explicar los anteriores y dramáticos hechos. En efecto, hacia 1980, Darley y Latané ya habían realizado alrededor de cuatro docenas de experimentos que intentaban comparar la conducta de ayuda de una serie de espectadores cuando estaban solos y cuando estaban con otros. En alrededor del 90 por 100 de estas comparaciones, que incluyeron casi 6.000 sujetos, quienes estaban solos ayudaron con más probabilidad (Latané y Nida, 1981). Más en concreto, estos autores llevaron a cabo varios estudios experimentales para analizar la conducta de ayuda en situaciones de emergencia, haciendo la hipótesis de que a medida que aumenta el número de espectadores, menos probable será la conducta de ayuda, puesto que menos probable será que cualquiera de ellos observe el incidente, le interprete como un problema o una emergencia, y asuma la responsabilidad de actuar. Entre tales experimentos destaca el siguiente (Lamberth, 1982, pág. 469): los sujetos asistían a una escena en la que con toda probabilidad una mujer necesita ayuda urgente (presumiblemente se había roto un pie). Había cuatro condiciones experimentales: en una de ellas los sujetos estaban solos (la ayudaron el 70 por 100) y en las otras situaciones estaban acompañados: a) por un cómplice del experimentador que no ayudaba (ayudó el 7 por 100); b) por una persona desconocida (ayudó el 40 por 100); c) ambos sujetos eran amigos (ayudó el 70 por 100). Como vemos, los datos apoyaron la hipótesis previa: la presencia de otras personas inhibe la conducta de ayuda a los demás, siendo la inhibición mayor cuando es producida por la presencia de un individuo indiferente, después la producida por la de un extraño y, por último, la producida por un amigo. Una observación a tener en cuenta es que los sujetos o reaccionaban pronto o ya no reaccionaban.
En otro experimento, Darley y Latané (1968) colocaron a personas en cuartos separados desde los cuales los sujetos escuchaban a una víctima pidiendo ayuda a gritos. Para crear esta situación, pidieron a algunos estudiantes que discutieran sus problemas universitarios a través de un intercomunicador del laboratorio. Les dijeron a sus sujetos que para garantizar su anonimato nadie sería visto ni el experimentador cometería la indiscreción de escuchar. Durante la discusión que siguió, cuando el experimentador abrió su micrófono, los participantes escucharon a una persona caer en un ataque epiléptico, y suplicar ayuda con creciente intensidad y dificultad para hablar. Entre quienes creían ser el único que escuchaban, el 85 por 100 dejó su cuarto para buscar ayuda, mientras que entre quienes creían que habían escuchado a la víctima otras cuatro personas, sólo el 31 por 100 ayudaron. Y no era apatía lo que explicaba tal resultado. Por el contrario, cuando el experimentador entró en el cuarto para decirles que ya se había acabado el experimento, los sujetos estaban preocupados e incluso temblorosos. Y al preguntarles si la presencia de otras personas les había influido, cosa que sabemos que efectivamente así había sido, ellos lo negaron categóricamente. Darley y Batson (1973) realizaron otro experimento con estudiantes del Seminario protestante de Princeton que iban a dar un sermón sobre el buen samaritano que sería grabado en vídeo para un experimento de psicología sobre la eficacia de la comunicación. Mientras iban de la Facultad de psicología al centro de grabación, pasaban junto a un desconocido que gemía tumbado en el suelo de un callejón, que parecía sufrir mucho y necesita ayuda. ¿Podemos imaginar una circunstancia que haga que esos seminaristas no se detengan para actuar como el buen samaritano, y más aún si estamos repasando mentalmente la parábola del buen samaritano en aquel preciso momento? Poco antes, en el laboratorio de psicología, se les había dicho que se dieran prisa si no querían llegar con retraso a la sesión de grabación (a otros, el grupo control, se les decía que tenían tiempo de sobra). Pues bien, nada menos que el 90 por 100 de los sujetos experimentales no ayudó.
Tres son los factores que explican los resultados de Latané y Darley: a) difusión de la responsabilidad: al parecer, cuantas más personas contemplen la situación de emergencia menos obligados se sentirá cada una de ellas a ayudar; b) influencia social: existe un proceso de influencia social que actúa en contra de la ayuda que ha de prestar una persona cuando hay otros presentes que no ayudan; y c) mera imitación: a menudo hacemos ciertas cosas por mera imitación, de forma que si quienes están a nuestro alrededor no ayudan, nosotros tampoco lo haremos.
Más conocido aún es el experimento de la Prisión de Stanford, llevado a cabo en la Universidad de Stanford por Phillip Zimbardo y sus colegas en 1971. Zimbardo quiso estudiar experimentalmente la conducta de presos y carceleros, para lo que puso en funcionamiento una cárcel simulada en los sótanos de la Universidad de Stanford, reclutando para ello a setenta estudiantes a los que administró una serie de pruebas psicológicas seleccionando a los 21 más equilibrados y maduros, destinando al azar a once de ellos a hacer de carceleros y a diez a hacer de presos.
Antes de continuar con la mención de este experimento, recordemos los recientes y luctuosos sucesos de la prisión irakí de Abu Ghraib que fueron portada en todos los periódicos y televisiones del mundo no hace mucho: los niveles de malos tratos y de tortura a los prisioneros fue tal que, incluso en plena guerra, supusieron un auténtico escándalo en Estados Unidos y en todo el planeta, constituyendo uno de los pilares del cambio de tendencia política en ese país y de la victoria de Barak Obama. Resultan realmente sorprendentes las similitudes entre lo que ocurrió en esa prisión irakí real y lo que treinta y cinco años antes había ocurrido en la prisión simulada de Zimbardo (véase una descripción muy detallada de este experimento en Zimbardo, 2008, págs. 49-347).
El experimento de la cárcel de Stanford comenzó con un procedimiento para el que los sujetos habían dado su consentimiento previo: la policía fue a las casas de los que harían de presos, los detuvo y, esposados, fueron conducidos a la Prisión de Stanford.
Enseguida, como nos recuerda Zimbardo (2008), ya nada más empezar y por iniciativa propia, algunos carceleros empezaron a reírse de los genitales de los reclusos, diciendo que tenían el pene pequeño o que un testículo les colgaba más que el otro. Todos ellos (los presos, pero también los carceleros e incluso el propio Zimbardo) fueron metiéndose poco a poco en el papel que estaban desempeñando, de forma que las órdenes de los carceleros fueron siendo cada vez más arbitrarias y más disfrutaban al imponérselas a los reclusos, que no protestaban, a la vez que el propio Zimbardo permitió todo esto y siguió con el experimento, como en Abu Ghraib harían los mandos militares. En todo momento los carceleros echaron la culpa a sus víctimas de su estado físico lamentable (sucios, despeinados, etc.), que era la consecuencia directa de no haber recibido los medios adecuados para bañarse y asearse. Incluso los propios «reclusos» pronto se convencieron de que no estaban en un experimento, sino en una cárcel de verdad. Como dijo el preso 416, se sentían atrapados en una prisión real dirigida por psicólogos. Además, la similitud con la cárcel de Abu Ghraib es sorprendentemente dramática. Por ejemplo, «John Wayne», uno de los carceleros de la prisión de Stanford, pronto se inventó un juego sexual similar al que se utilizó en Abu Ghraib: «A ver, atended. Vosotros tres vais a hacer de yeguas. Poneos aquí de rodillas y agachaos tocando el suelo con los brazos.»
Cuando los prisioneros obedecían, sus traseros desnudos quedaban al descubierto, pues no llevaban ropa interior. Y entonces añadía: «Y ahora ustedes las van a montar, pero como sementales. Ponerse detrás de ellas y cogérselas.» Ante las risas de los demás carceleros, los reclusos, indefensos, simulaban los movimientos de un coito anal aunque sus cuerpos no llegaran a tocarse. Como señala Zimbardo (2008, págs. 241-242).
cuesta imaginar que haya podido darse una humillación sexual como ésta en tan sólo cinco días porque todos los participantes saben que la prisión es simulada, que esto es un experimento.
Al principio todos tenían muy claro que los «otros» eran estudiantes como ellos. Habían sido elegidos al azar para desempeñar los dos papeles y entre los dos grupos no había ninguna diferencia intrínseca. Cuando iniciaron la experiencia todos parecían buenos chicos. Los que hacen de carceleros saben que si la moneda hubiera caído del otro lado serían ellos los que llevarían la bata de recluso y estarían bajo el control de los que ahora maltratan. También saben que los reclusos no han cometido ningún delito que les haga merecedores de su posición.
Pero algunos carceleros han acabado actuando con maldad y otros, con su pasividad, se han convertido en cómplices de sus maldades. Por su parte, los otros jóvenes normales y sanos que hacen de reclusos han sucumbido a las presiones de la situación y los que aún continúan parecen haberse convertido en zombis. El poder situacional de este estudio de la naturaleza humana los ha acabado atrapando por completo.
Sólo unos pocos han podido resistir la tentación de dominio y de poder que ofrece esta situación y han mantenido un mínimo de moralidad y de decencia. Y está claro que entre ellos no estoy yo (Zimbardo, 2008, págs. 241-242).
Más aún, quienes hacían de presos desarrollaron un patrón comportamental claramente pasivo y sumiso.
El hecho de que sufrieran una pérdida de su identidad personal, de que su conducta se viera sometida a un control continuo y arbitrario, de que se les privara de sueño y de intimidad, generó en ellos un síndrome caracterizado por la pasividad, la dependencia y la depresión muy parecido al fenómeno conocido como «indefensión aprendida»... La mitad de los estudiantes que hicieron de reclusos tuvieron que ser liberados antes de tiempo por sufrir unos trastornos graves de carácter emocional y cognitivo que, aunque fueron pasajeros, tuvieron una gran intensidad. En general, la mayoría de los que continuaron desarrollaron una obediencia ciega a las órdenes de los carceleros, y la abulia con que se sometían a su poder cada vez más caprichoso les daba el aspecto de unos «zombis»... Ni los carceleros ni los reclusos se podían calificar de «manzanas podridas» antes de que cayeran bajo el poderoso influjo del «cesto podrido» en el que los colocaron.
Las características de ese cesto son las fuerzas situacionales que actuaron en aquel contexto conductual: los roles, las normas y las reglas, el anonimato de las personas y del lugar, los procesos deshumanizadores, las presiones para obtener conformidad, la identidad colectiva y tantas cosas más (Zimbardo, 2008, págs. 272-273).
Además, los mismos experimentadores llegaron al extremo de atribuir el trastorno emocional que sutrió el recluso 8612 a «una personalidad excesivamente sensible que le hacía reaccionar de una forma exagerada a las condiciones de nuestra prisión simulada», a pesar de que ellos mismos habían seleccionado sujetos que no tuvieran ningún indicio de inestabilidad mental: olvidaron que lo que estaban viendo no era sino el producto de las fuerzas situacionales que ellos mismos habían diseñado. «Consideremos unos instantes la paradoja que supone lo que acabo de decir. Estábamos realizando un estudio diseñado para demostrar el poder de las fuerzas situacionales sobre las tendencias disposicionales,¡y dimos por zanjada aquella cuestión haciendo una atribución disposicional!» (Zimbardo, 2008, pág. 122). El propio Zimbardo reconoció mucho después que él mismo se había metido tanto en su papel que estaba actuando más como director de la prisión que como director de la investigación (págs. 250-251): «En esa primera semana me fui transformando poco a poco en la Autoridad de la Prisión. Andaba y hablaba como si lo fuera.
Todos los que me rodeaban me trataban como si lo fuera. En consecuencia, me acabé convirtiendo en ella. Toda mi vida me he opuesto al concepto mismo de la figura de autoridad: el hombre dominante, autoritario, con un estatus elevado. Y ahí estaba yo encarnando esa abstracción.»
Todo esto recuerda el experimento de Jane Elliott (Peters, 1985), una maestra de primaria que enseñaba a sus alumnos de una escuela de Riceville (Iowa) la naturaleza de los prejuicios y de la discriminación estableciendo una relación arbitraria entre el color de los ojos de los niños y su estatus en la clase.
Lo que deseaba Jane Elliott era que sus alumnos comprobaran personalmente qué es lo que se siente cuando uno tiene el poder y qué se siente cuando se es el oprimido.
Cuando a los niños se les decía que los de ojos azules eran superiores a los de ojos castaños, los de ojos azules adoptaban enseguida una actitud dominante hacia sus compañeros de ojos castaños, llegando a maltratarlos verbal y físicamente. Además, el rendimiento en clase de los niños «superiores» de ojos azules mejoraba, mientras que el de los niños «inferiores», de ojos castaños, empeoraba. Pero el aspecto más interesante y sorprendente de esta experiencia fue la facilidad con que la profesora cambió el estatus de su alumnado. En efecto, más tarde la señorita Elliot les dijo a sus alumnos que se había equivocado y que era justamente al revés: que los niños de ojos castaños eran superiores a los de ojos azules. De esta manera, los de ojos castaños, que el día antes habían sufrido la discriminación de sus compañeros, tenían ahora la oportunidad de mostrar la compasión que hacia ellos no habían tenido los de ojos azules. Sin embargo, su experiencia negativa del día anterior no les llevó a no repetirla sino justamente al contrario: hicieron lo que a ellos les habían hecho.
La profesora Elliott se quedó de piedra al constatar un cambio tan radical y sobre todo tan rápido en sus alumnos, a los que creía conocer muy bien:
«Unos niños de tercero que antes eran maravillosamente cooperadores y amables se convirtieron en unos niños malos, discriminatorios...
¡Fue espantoso!», comentó Elliott.
Y si Zimbardo puso fin al experimento al sexto día, aunque le había diseñado para dos semanas, fue porque su novia Cristina Marlasch, especialista en psicología clínica y persona ajena al experimento, al hacer una visita al laboratorio de Zimbardo observó que lo que allí estaba ocurriendo era algo realmente inaceptable e inadmisible.
Sí, Cristina, tenías razón: era horroroso lo que les había hecho a aquellos chicos inocentes, no maltratándolos directamente, sino dejando que los maltrataran y facilitando esos maltratos mediante un sistema de procedimientos, normas y reglas arbitrarias. No había sido capaz de abrir lo ojos a toda aquella inhumanidad... Si nos colocaran en una situación extraña, nueva y cruel, en el seno de un Sistema poderoso, lo más probable es que no saliéramos siendo los mismos. Todos queremos creer en nuestro poder interior, en nuestra capacidad de resistirnos a fuerzas situacionales como las que actuaron en la prisión de Stanford.
Pero hay pocas personas así. Para la mayoría, esta creencia en el poder personal para hacer frente al poder de las fuerzas situacionales y sistémicas es poco más que una ilusión de invulnerabilidad. Lo paradójico es que mantener esa ilusión nos hace aún más vulnerables a la manipulación, hace que no prestemos suficiente atención a las influencias negativas y sutiles que nos rodean (Zimbardo, 2008, págs. 250-251).
Si un mero experimento de seis días de duración, y cuyos protagonistas sabían que estaban en un experimento, consiguió transformar la conducta de unos chicos normales, ¿cuáles serán los efectos de situaciones reales similares, pero de mucho mayor duración? Este experimento
revela un mensaje que no queremos aceptar: que la mayoría de nosotros podemos sufrir unas transformaciones inimaginables cuando estamos atrapados en una red de fuerzas sociales. Lo que imaginamos que haríamos cuando nos encontramos fuera de esa red puede tener muy poco que ver con aquello en lo que nos convertimos y con lo que somos capaces de hacer cuando nos vemos atrapados en ella... La principal y más sencilla lección del experimento de la prisión de Stanford es que las situaciones tienen importancia. Las situaciones sociales pueden tener en la conducta y en la manera de pensar de personas, grupos y dirigentes unos efectos mucho más profundos de lo que creemos. Algunas situaciones pueden ejercer en nosotros una influencia tan poderosa que podemos acabar actuando de una manera que nunca habríamos imaginado (Ross y Nisbett, 1991). El poder situacional se hace notar más en entornos nuevos en los que la gente no puede recurrir a unas directrices previas con las que guiar su conducta. (Zimbardo, 2008, págs. 292-294).
¿Por qué la situación en que el experimento de la prisión de Stanford colocaba a los sujetos fue tan influyente en la conducta tanto de los presos como de los carceleros e incluso en la de los propios experimentadores? A juicio de Zimbardo, existen numerosos factores explicativos (2008, pág. 294 y sigs.):
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El poder de las normas para conformar la realidad: las normas, que son un poderoso instrumento para controlar conductas complejas e informales, dado que son las que establecen lo que es aceptable y lo que es inaceptable y, por tanto, punible, terminan adquiriendo un carácter propio y la fuerza de una autoridad legal. Eso fue justamente lo que ocurrió en este experimento.
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La influencia de la adopción de roles: uno de los carceleros lo explicó perfectamente:
«Cuando te pones un uniforme y te dan un papel, o sea, un trabajo, y te dicen: "Tu trabajo es mantener a esas personas a raya", es evidente que no eres la misma persona que si llevaras ropa de calle y tuvieras un papel diferente. Te acabas convirtiendo en esa persona en cuanto te pones el uniforme caqui y las gafas, agarras la porra y te metes en tu papel. Ése es tu disfraz y, cuando te lo pones, tienes que actuar en consecuencia.» Pero, como en tantas otras ocasiones, aquí los roles terminaron por adueñarse de quienes los desempeñaban. «Aún me angustia recordar la transformación que yo mismo experimenté, pasando de mi rol habitual de enseñante amable y comprensivo al rol de investigador dedicado a reunir datos y, más adelante, al rol del director insensible de aquella prisión» (Zimbardo, 2008, pág. 302).
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Técnica del pie en la puerta: también en el experimento de Zimbardo los maltratos fueron incrementándose cada día. De hecho, en una entrevista posterior, un carcelero recordaba entre risas que el primer día se había disculpado al empujar a un recluso, pero que al cuarto día ya no le daba ninguna importancia al hecho de empujarlos y humillarlos sin cesar.
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Difusión de la responsabilidad: la situación les permitía a los carceleros echarle la culpa de su propia conducta al experimentador o incluso a las propias víctimas. Vendría a ser una variante de las continuas excusas de los líderes nazis en el juicio de Nuremberg: «Me limitaba a cumplir órdenes.»
Aquí la defensa es: «Yo no soy responsable, sólo representaba mi papel en ese momento y en ese lugar, no era mi verdadero yo.»
5) Anonimato y desindividualización: al poder de las normas y de los roles, hay que añadir aquí el de las fuerzas situacionales: los uniformes o las gafas oscuras fomentaban el anonimato y reducían la responsabilidad personal.
Cuando una persona se siente anónima en una situación, como si nadie se diera cuenta de su verdadera identidad (y, en el fondo, como si a nadie le importara), es más fácil inducirle a actuar de una manera antisocial, sobre todo si la situación le «da permiso» para liberar sus impulsos o para seguir unas órdenes o unas directrices implícitas a las que normalmente se opondría. Nuestras gafas de espejo eran uno de esos instrumentos, y a los carceleros, al subdirector y a mí mismo nos daban un aire más distante e impersonal en nuestra trato con los reclusos. Los uniformes otorgaban a los carceleros una identidad común, y lo mismo sucedía con la obligación de dirigirse a ellos con la fórmula abstracta de «señor oficial de prisiones» (Zimbardo, 2008, pág. 303).
6) Los mecanismos de la racionalización:
también la racionalización a que llevó a los carceleros la disonancia cognitiva producida por la situación facilitó su comportamiento realmente hostil hacia los reclusos. De hecho, los sujetos de Zimbardo se habían inscrito libremente para trabajar durante unos turnos largos y duros a cambio de un sueldo pequeño, inferior a dos dólares la hora, lo que probablemente les habría producido una fuerte disonancia que les habría llevado a interiorizar las conductas públicas de su rol y de que adquirieran unos estilos cognitivos y afectivos que contribuyeron a su comportamiento cada vez más autoritario y abusivo, que luego se verían forzados a racionalizar.
Tras haber llevado a cabo algún acto disonante con sus creencias personales, los carceleros sufrían una gran presión para verle un sentido, para hallar razones para haber hecho o seguir haciendo algo que iba en contra de sus creencias y de su moral. En muchos entornos que fomentan la disonancia de una manera encubierta es posible engañar a cualquier persona sensata para que lleve a cabo algún acto irracional. La psicología social ofrece pruebas abundantes de que, cuando sucede esto, las personas inteligentes hacen tonterías, las cuerdas hacen locuras y las morales hacen cosas inmorales. Y, cuando ya las han hecho, ofrecen «buenas» racionalizaciones de por qué han hecho lo que no pueden negar que han hecho. La gente tiene más capacidad para racionalizar que para ser racional (Zimbardo, 2008, pág. 305).
7) La necesidad de pertenencia y el poder del apoyo social: ya sabemos que nuestra principal necesidad psicosocial es la necesidad de pertenencia, que no es sino la necesidad que todos tenemos de gustar, de ser aceptados y respetados, y se trata de una necesidad tan poderosa que estamos dispuestos a realizar las conductas más ridículas y extravagantes si se nos dice que ésa es la forma correcta de actuar. Así, «la presión colectiva de los otros carceleros daba mucha importancia al hecho de ser "uno más del equipo", a cumplir la norma no escrita que exigía deshumanizar a los reclusos. El carcelero bueno se marginaba del grupo y sufría en silencio por hallarse excluido del círculo socialmente gratificante de los otros carceleros de su turno.
Por otro lado, el carcelero duro de cada turno era emulado, como mínimo, por otro carcelero de su mismo turno» (Zimbardo, 2008, pág. 306).
Todos estos factores, juntos, ayudan a explicar el principal resultado de este experimento, que no era otro que el hecho de que una serie de jóvenes normales y sanos comenzaron a mostrar un comportamiento patológico, y que tal cambio tuvo lugar en muy poco tiempo: el poder de la situación en que se encontraban era enormemente poderoso.
¿Es posible - se pregunta Zimbardo - que también el Pentágono se haya apropiado del principal mensaje de este experimento sobre el poder de la situación y lo haya utilizado en sus programas de entrenamiento para las torturas? Eso es lo que se deduce de las palabras de Gray y Zielinski (2006, pág. 130): «Ése parece ser el experimento que inspira las torturas de Irak... Se crea una situación — que es aún peor por la escasez de personal, el peligro y la ausencia de controles externos independientes — y, sólo con un poco de aliento (nunca con instrucciones específicas de torturar), los guardias acaban torturando.»
En definitiva, el poder de la situación es tan fuerte que llega incluso a modificar profundamente la conducta y las creencias de las personas e incluso su propia personalidad. Ello puede comprobarse también en otros dos interesantes experimentos escolares que tueron capaces de conseguir, en muy poco tiempo, convertir al alumnado que participó en ellos en verdaderos nazis, el de Jones (1978) y el de Manson (1972). En el primero, Rom Jones, profesor de un instituto de Palo Alto (California), para explicar a sus alumnos el Holocausto ideó un método didáctico realmente original que terminó por convertir a sus alumnos en nazis. Empezó diciendo a la clase que la semana siguiente simularían algunos aspectos de la experiencia alemana.
A pesar de este aviso, el experimento de campo que se desarrolló durante los cinco días siguientes dejó profundamente impresionado al propio profesor, además de al director del centro y a los padres y madres del alumnado: Ron Jones consiguió convertir a sus alumnos en «verdaderos» nazis. La simulación y la realidad se acabaron fundiendo cuando los alumnos crearon un sistema totalitario de creencias y de control coactivo que se parecía demasiado al creado por el régimen nazi de Hitler. Veamos este experimento con palabras de Zimbardo (2008, págs. 374-375):
Primero, Jones estableció unas normas nuevas y muy rígidas que se debían obedecer a rajatabla.
Todas las respuestas se debían limitar a tres palabras o menos y debían ir precedidas por el término «señor», y el alumno debía ponerse de pie al lado de su pupitre. Puesto que nadie se opuso a esta y otras normas arbitrarias, la atmósfera del aula empezó a cambiar. Los alumnos con más fluidez verbal, los más inteligentes, perdieron sus puestos de privilegio, y los que tenían menos aptitudes verbales y más presencia física se hicieron con el poder. El nuevo clima recibió el nombre de «Tercera Ola». Se introdujo un saludo con la mano ahuecada junto con eslóganes o consignas que se tenían que gritar al unísono cuando se ordenaba. Cada día había un eslogan nuevo e impactante: «La fuerza es fruto de la disciplina», «La fuerza es fruto del orgullo».
Una manera secreta de estrechar la mano identificaba a los camaradas y había que denunciar a los críticos y a los que discrepaban por «traidores». Después de los eslóganes se pasó a la acción: hicieron estandartes que colgaron por todo el centro, reclutaron miembros nuevos y enseñaron a otros alumnos las posturas obligatorias. El núcleo original de veinte alumnos de la clase de historia pronto se amplió a más de cien seguidores y los alumnos se acabaron adueñando de la situación. Crearon carnés especiales para afiliados. Ordenaron sacar de la clase a algunos de los estudiantes más brillantes y los miembros de la nueva camarilla, que estaban encantados, maltrataban a esos compañeros de clase mientras los expulsaban. Luego, Jones dijo a sus seguidores que formaban parte de un movimiento a escala nacional cuyo objetivo era descubrir a los estudiantes que luchaban por el cambio político. Les dijo que eran «un grupo selecto de jóvenes elegidos para contribuir a esa causa». Se convocó una concentración para el día siguiente porque, supuestamente, un candidato a la presidencia de la nación iba a anunciar por televisión la creación de un nuevo programa para las Juventudes de la Tercera Ola. Más de doscientos alumnos llenaron el salón de actos del instituto de Cubberly ansiosos de oír este anuncio.
Miembros de la Ola llenos de júbilo que llevaban un uniforme con camisa blanca y un brazalete hecho en casa colgaban estandartes por toda la sala, mientras unos alumnos musculosos hacían guardia a la entrada. Se encendió la televisión y todo el mundo se puso a esperar el gran anuncio de su siguiente «paso de ganso» colectivo.
Mientras esperaban, gritaban: «La fuerza es fruto de la disciplina.» Y fue entonces cuando el profesor proyectó una película sobre el mitin de Hitler en Nuremberg, cuando se proclamaron las leyes raciales del régimen nazi, apareciendo, de esta manera, la historia del Tercer Reich con imágenes terroríficas: «La culpa recae en todos: nadie puede decir que no participó de alguna forma.» Esta frase, que aparece en los últimos fotogramas de la película, puso fin a la simulación.
Jones les explicó la razón de esta simulación y les mostró que habían ido mucho más allá de lo que él había imaginado.
Ron Jones tuvo problemas con la dirección del centro porque los padres de los alumnos expulsados de clase se quejaron de que sus hijos habían sido acosados y amenazados por el nuevo régimen. Sin embargo, estaba seguro de que muchos de aquellos jóvenes habían aprendido una lección crucial al haber experimentado personalmente la facilidad con que se podía transformar su conducta de una manera tan radical y rápida sólo mediante la obediencia a una autoridad poderosa en un contexto de corte fascista. Posteriormente Jones hizo esta observación: «Durante los cuatro años que enseñé en el instituto de Cubberly, nadie llegó a admitir que había asistido al mitin de la Tercera Ola. Era algo que todos queríamos olvidar»?
El otro experimento fue llevado a cabo por Manson (1972) en la Universidad de Hawai con 570 estudiantes asistentes a varias clases nocturnas de psicología escolar. A primeros de los años 70, cuando estaba de moda el tema de la explosión demográfica y sus consecuencias, se les decía a los alumnos que ello suponía una seria amenaza para la seguridad nacional, y se les añadía que el creciente número de personas con discapacidades físicas y mentales empezaba a ser una amenaza para la sociedad, subrayando que esto es lo que se desprende de un muy serio proyecto científico, noble y altruista, apoyado por científicos y pensado para el beneficio de la humanidad.
Luego se les invitaba a colaborar en «la aplicación de métodos científicos para eliminar a los que sufren discapacidades físicas y mentales», pidiéndoles su opinión dado que todos los que estaban allí eran personas inteligentes y formadas, con unos valores éticos muy sólidos. Los resultados fueron realmente preocupantes: el 91 por 100 respondieron al cuestionario que se les administró y estuvieron de acuerdo con la frase «en casos extremos, está plenamente justificado eliminar a las personas consideradas peligrosas para el bienestar general», mientras que nada menos que un 29 por 100 apoyaba esta «solución final» aunque tuviera que aplicarse en su propia familia.
Así pues, aquellos universitarios estadounidenses (de cursos nocturnos y, por lo tanto, de más edad que la normal) estaban dispuestos a apoyar un plan para exterminar a todas las personas que algunas autoridades consideraran menos dignas de vivir después de sólo una breve exposición por parte de su profesor-autoridad.
Ahora podemos ver por qué tantos alemanes normales e incluso inteligentes no tuvieron reparos en apoyar la «solución final» de Hitler contra los judíos, que fue reforzada de muchas formas por su sistema educativo y por la propaganda sistemática del gobierno (Zimbardo, 2008, pág. 378).
APLICACIONES DEL EXPERIMENTO DE ZIMBARDO
Tal vez lo más interesante del experimento de Zimbardo, al igual que ocurría con el de Milgram, no está tanto en sí mismo cuanto en su gran capacidad de aplicación algunos hechos sorprendentes y aparentemente inexplicables. Por ejemplo, ¿cómo podemos explicar lo que ocurrió en la cárcel de Abu Ghraib? Como señalan Fiske y otros (2004, pág. 1483), Abu Ghraib no fue el resultado de una extraordinaria maldad sino la consecuencia de la conjunción de varios procesos psicosociales, como pueden ser la conformidad, la obediencia a la autoridad, la deshumanización, los prejuicios emocionales, los factores estresantes situacionales y la escalada gradual de los maltratos.
De hecho, el mismísimo Donald Rumsfeld encargó a un grupo de personas relevantes, encabezadas por el ex secretario de Defensa, James Schlesinger, un estudio sobre los hechos de Abu Ghraib, estudio que dio lugar a un informe (Informe Schlesinger, que puede consultarse en 222.prisonexp.org/pdf/SchlesingerReport.pdf), en el que, entre otras cosas se decía: «La posibilidad de un trato inhumano a los detenidos durante la "guerra global contra el terrorismo" era totalmente previsible a partir de una comprensión básica de los principios de la psicología social, unida a la conciencia de numerosos factores de riesgo del entorno ya conocidos... Las conclusiones del campo de la psicología social indican que las condiciones de la guerra y la dinámica de las operaciones de detención conllevan unos riesgos inherentes de que se pueda maltratar a seres humanos y que, en consecuencia, se deben abordar con gran cautela y con una cuidadosa planificación y formación», de forma que este informe acude a las siguientes variables psicosociales como los principales factores explicativos de lo que ocurrió en Abu Ghraib: la desindividualización, la deshumanización, la imagen del enemigo, el pensamiento de grupo, la desconexión moral, la facilitación social y otros factores de la situación, entre los que destacan la práctica habitual de desnudar a los detenidos.
La técnica de interrogación consistente en quitarles la ropa a los detenidos evolucionó en Abu Ghraib hasta desembocar en la práctica de mantener desnudos a grupos de detenidos durante largos períodos de tiempo... Es probable que, con el tiempo, esta práctica acabara teniendo un impacto psicológico en los guardias y en los interrogadores. Llevar ropa es una práctica intrínsecamente social, por lo que desnudar a los detenidos pudo haber tenido la consecuencia involuntaria de deshumanizarlos a los ojos de quienes interaccionaban continuamente con ellos... La deshumanización rebaja las barreras morales y culturales que habitualmente impiden... maltratar a otras personas.
Para entender cabalmente lo que ocurrió en la cárcel irakí habría que añadir otros dos factores psicosociales esenciales: la patología que a veces acompaña a los grupos humanos (y no olvidemos que en Abu Ghraib los carceleros actuaban en grupo) y el enorme desequilibrio de poder que se daba entre carceleros y presos, lo que facilita las conductas abusivas.
Pero Abu Ghraib no puede ser entendido bien si no añadimos otras dos variables que el Estado suele utilizar con frecuencia y con gran eficacia: el miedo y la ideología.
El miedo es la mejor arma psicológica de que dispone el Estado para atemorizar a los ciudadanos hasta el punto de que estén dispuestos a sacrificar sus libertades y garantías básicas a cambio de la seguridad que les promete su gobierno omnipresente. Ese miedo provocó el apoyo mayoritario de la ciudadanía estadounidense y del Congreso de los Estados Unidos a iniciar primero una guerra preventiva contra Irak y a mantener después, de una manera totalmente irreflexiva, toda una serie de políticas de la administración Bush (Zimbardo, 2008, pág. 538).
Y es que el terror provoca miedo y el miedo hace que la gente no pueda pensar de forma racional, lo que, entre otras cosas, hace que se piense a los «enemigos» de una forma abstracta, facilitando el anhelo de que perezcan todos ellos.
En resumidas cuentas, «las semillas que florecieron en la mazmorra oscura de Abu Ghraib fueron sembradas por la administración Bush mediante un triple planteamiento: la amenaza a la seguridad nacional, el miedo y la vulnerabilidad de la ciudadanía, y el empleo de interrogatorios/torturas para vencer en la guerra contra el terrorismo» (Zimbardo, 2008, pág. 540). Además, ya Martín Baró (2003) sostenía que el terror tiene una base ideológica que con frecuencia es también religiosa.
Algo similar mantienen Blanco y otros (2004, pág. 429) cuando escriben que «el fondo ideológico de la violencia no es la excepción, sino la regla en todas las barbaries de la historia» o Concha Fernández Villanueva (1998, pág. 351) con respecto a las actitudes de los jóvenes violentos:
«Pero la peculiaridad más ligada a la violencia que representan estos grupos es la ideología que sustentan, que es la que crea enemigos y justifica la acción contra ellos disculpando a los agresores y liberándoles de los sentimientos de responsabilidad y culpa.» Todo esto nos ayuda a entender mejor la masacre de My Lai, que ya vimos, el exterminio de la comunidad judía en el pueblo polaco de Jedwabne (Gross, 2002), que también vimos la conducta de los componentes del Batallón 101, la matanza de tutsis a manos de los hutus en Ruanda o los horrores que se produjeron en Yugoslavia. Los asesinatos en la villa castellana de Dueñas (Palencia).
La relación entre el experimento de Zimbardo y la conducta de los hombres del Batallón 101 es evidente. Según el propio Browning, «la gama de conductas de los carceleros de Zimbardo presenta una asombrosa similitud con lo que ocurrió en el batallón 101» (2002, pág. 168), donde algunos se convirtieron en «sádicos crueles» que disfrutaban asesinando, otros «cumplían órdenes» actuando de una manera «dura pero justa» e incluso una minoría, calificados de «soldados buenos» se negó a matar e hizo pequeños favores a los judíos. Por su parte, el psicólogo judío Ervin Staub, que de niño había sobrevivido a la ocupación nazi de Hungría en una «casa protegida», también afirma que, en ciertas circunstancias, la mayoría de las personas tienen la capacidad de llevar a cabo actos de una violencia extrema y de destruir vidas humanas. De hecho, en su intento de entender las raíces del mal que se expresa en los genocidios, llega a la conclusión de que «la maldad que surge del pensamiento ordinario y es perpetrada por personas ordinarias es la norma, no la excepción...
Surgen grandes maldades de procesos psicológicos ordinarios que normalmente evolucionan a lo largo del continuo de la destrucción». Y el sociólogo John Steiner, que vivió los horrores de Auschwitz, añade otro dato: volvió durante decenios a Alemania para entrevistar a centenares de antiguos miembros de las SS nazis, desde soldados rasos hasta generales, para saber por qué aquellos hombres habían tomado parte, día tras día, en aquella horrenda matanza, encontrando que muchos de ellos puntuaban alto en la Escala F de autoritarismo y que ello explicaba su atracción por la subcultura de violencia de las SS. Steiner (1980) se refiere a ellos como «los durmientes», unas personas con unos rasgos determinados que se encuentran en estado latente y que puede que nunca se expresen salvo que alguna situación concreta active sus tendencias violentas. Su conclusión fue que «la situación tendía a ser el factor más determinante de la conducta de los SS» y convertía a los «durmientes» en asesinos activos. De hecho, Steiner observó que cuando dejó de darse tal situación, esos hombres, finalizada ya la guerra, habían llevado una vida absolutamente normal. Existen situaciones en las que el «poder institucional» hace que los roles triunfen sobre los rasgos, de forma que personas con una personalidad normal pueden llegar a convertirse en asesinos.
Con respecto a Yugoslavia, Drakulic (2008) dice que «probablemente, la guerra convirtió a hombres ordinarios - un chófer, un camarero y un vendedor, los tres acusados aquí - en criminales por oportunismo, miedo y - no hay que desdeñarlo - por convicción. Cientos de miles tuvieron que creer que hacían lo correcto. Si no, esas in-mensas citras de violaciones y asesinatos no podrían explicarse y eso es aún más aterrador» (pág.73). Porque si es cierto, aunque no del todo, que mataban porque si no sus mandos les mataban a ellos, sin embargo nadie les ordenaba violar a las mujeres. Y lo hicieron. «La violación de mujeres bosnias fue un instrumento de terror contra la población musulmana, parte de la tentativa de limpiar étnicamente Bosnia» (Drakulic, 2008, pág.75). Veamos un caso concreto, el de Goran Jelisic, un tranquilo pescador, acostumbrado a ayudar a sus vecinos, que fue capaz de ejecutar a muchos prisioneros musulmanes. No olvidemos que Jelisic había sido hasta ese momento muy bondadoso y altruista, como confesaron numerosos testigos musulmanes.
Todos los que acudieron a defenderle, sus vecinos, amigos y compañeros de escuela sorprendentemente muchos de ellos musulmanes - dijeron que no podían creer que este «pobre hombre» hubiera cometido esos asesinatos.
Conocían a un Jelisic distinto, al Jelisic pescador, no al Jelisic asesino. El Jelisic pescador era tímido y callado, dijo un testigo, y se sabía que había ayudado a todo el mundo: durante la guerra, ayudó al menos a siete familias de una sola calle. Otro testigo recordó que Jelisic fue generoso cuando explotó una bomba en el patio y rompió las ventanas de la casa de una anciana musulmana, y la ayudó luego a pagar la reparación. Un buen amigo de muchos años, también musulmán, les contó a los jueces lo que Jelisic había hecho por él y su familia durante y después de la guerra.
Jelisic no sólo le dio dinero a la esposa cuando su amigo estaba en cautividad, sino que más tarde le ayudó a él a cruzar la frontera para huir al extranjero. También ayudó a la her-mana de su amigo y a su marido a escapar del mismo modo tras la guerra. ¿Cómo fue posible que esta persona tan normal, e incluso generosa, asesinara como asesinó a tantas personas en un momento determinado, a sangre fría y de forma azarosa y caprichosa? Llegó a confesar en el juicio que sin el entusiasmo con que él asesinó a tantos mu-sulmanes, no se hubiera podido haber hecho la limpieza étnica que se hizo.
Drakulic confiesa, al igual que en su día hizo Hanna Arendt, que al mirar a Jelisic en la sala del juicio no veía en él nada que delatara a un asesino, ni su rostro, ni sus maneras ni siquiera su forma de expresarse. Era una persona normal. Y sin embargo, añade Drakulic (pág. 94), en el campo de Luka temblaban los prisioneros al oír su voz, porque ello significaba literalmente la muerte. Entraba en el hangar y escogía víctimas al azar, diciendo sólo «Tú, tú y tú». No pronunciaba nombres ni hacía acusaciones. Luego cogía el dinero, relojes y joyas de sus víctimas; a veces incluso les pegaba. Y todo ello lo hacía delante de su novia: exigía a cada prisionero que se arrodillara y apoyara la cabeza en una rejilla metálica del alcantarillado, disparándole a bocajarro a continuación dos balas en la nuca. Y cuanto más terror sentía su víctima, más disfrutaba Jelisic. Asesinaba tanto a jóvenes como a viejos; mató incluso a una chica musulmana de dieciocho años. Según los testigos, asesinó personalmente a más de cien prisioneros en sólo dieciocho días de mayo de 1992. Después de matar a sus víctimas, dos prisioneros subían el cadáver a un camión refrigerador que le llevaba a una fosa común.
Después, mandaba que limpiaran la sangre de la reja: Jelisic no soportaba la suciedad. Pero a pesar de su apariencia totalmente normal, y a pesar de su conducta generosa antes y después de la guerra, cuando Jelisic fue examinado, ya en la cárcel, por dos psiquiatras, el informe de éstos sugería que Jelisic tenía una personalidad antisocial, narcisista, inmadura y con gran anhelo de reconocimiento. ¡Justamente algunos de los rasgos que definen a los acosadores laborales! Como señala Drakulic, el mal es la ausencia de empatía, y ésta tal vez sea la característica principal de tantos asesinos y de tantos y tantos acosadores laborales. A menudo no es necesario odiar a una persona, ni siquiera considerarla un enemigo, y menos disfrutar con su muerte, para matarla. Basta a veces con no sentir empatía: en estos casos, además, es más fácil obedecer o hacer daño a otros sólo para conseguir los propios objetivos. Y tal vez llegó a asesinar bárbaramente durante «sólo» dieciocho días (nunca antes ni después), porque la guerra le dio la oportunidad, porque quizás por primera vez en su vida se encontró en una posición de poder. De repente pasó Jelisic de ser un don nadie, a tener un poder absoluto sobre las vidas de docenas de personas totalmente indefensas. Las personas autoritarias no se atreven a atacar a los fuertes, su cobardía les lleva a atacar sólo a las personas más débiles o en situación más vulnerable. Tampoco era imprescindible ni ser nacionalista ni estar loco para cometer asesinatos en aquella situación concreta. Un ejemplo de lo que acabo de decir fue Borislav Herak, un parado de veintidós años no interesado por la política y que no guardaba ningún odio a los musulmanes. Sin embargo, cuando le dieron la oportunidad de matarlos en un contexto aparentemente legítimo y con la posibilidad de enriquecerse saqueando a sus víctimas, no lo dudó y se convirtió en un asesino.
En cuanto a Ruanda, ¿cómo fue posible que los hutus asesinaran en 1994, y en sólo tres meses, a casi un millón de tutsis, con los que llevaban viviendo en paz cientos de años? Como nos dice Gourevitch (2009, págs. 53-54), aunque habían llegado de lugares diferentes,
con el tiempo, hutus y tutsis acabaron hablando la misma lengua, teniendo la misma religión, se casaron entre ellos y vivieron mezclados, sin distinciones territoriales, en las mismas colinas, compartiendo la misma cultura política y social en pequeños clanes. Los jefes de estos clanes se denominaban mwamis, y algunos de ellos fueron hutus y otros tutsis; hutus y tutsis luchaban juntos en los ejércitos de los mwamis; en virtud de lazos matrimoniales o de vínculos de otros tipo, un hutu podía llegar a ser heredero de un tutsi y un tutsi podía heredar de un hutu. Debido a todo este mestizaje, los etnógrafos y los historiadores han acabado poniéndose de acuerdo en que no se puede hablar propiamente de hutus y tutsis como dos grupos étnicos diferenciados.
No obstante, los nombres hutu y tutsi permanecieron. Tenían un significado... el origen de la distinción es indiscutible: los hutus eran agricultores y los tutsis pastores. Esa fue la desigualdad inicial: el ganado es un artículo más valioso que la cosecha y, aunque algunos hutus poseían vacas y algún tutsi labraba la tierra, la palabra tutsi se hizo sinónimo de élite política y económica.
Sin embargo, hacía ya tiempo que era imposible distinguir a ambos grupos: ellos mismos no se distinguían. Pero «cuando los europeos llegaron a Ruanda a finales del siglo XIX, inventaron la imagen de una raza solemne de reyes guerreros, rodeados de rebaños de vacas de largos cuernos y una raza subordinada de campesinos de baja estatura, piel muy oscura, que plantaban tubérculos y comían plátanos» Gourevitch (2009, pág. 56), lo que, unido al mantenimiento de los nombres (hutus y tutsis), produjo un peligroso proceso de categorización que, a la postre, constituiría la raíz de las matanzas de 1994 (que no fueron las primeras, sino que había habido ya otras, a veces de tutsis contra hutus). Es más, cuando los belgas colonizaron Ruanda, llegaron con antropólogos, médicos y curas interesados en «medir» cosas como el perímetro craneal o la longitud de la nariz de hutus y tutsis, y, evidentemente, como suele ocurrir (véase Ovejero, 2003 para el caso de los tests de inteligencia), «encontraron lo que esperaban encontrar», pues ése era el objetivo real de sus mediciones «científicas»: los tutsis constituían una raza más aristocrática y tenían unas dimensiones más nobles que los hutus, así como una nariz que medían, como promedio, dos milímetros y medio más de larga y casi cinco milímetros más estrecha que la de los hutus. Peor aún, entre 1933 y 1994, los belgas hicieron un censo para emitir documentos de identidad que etiquetaba a todos los ruandeses, que necesariamente tenían que ser hutus (85 por 100), tutsis (14 por 100) o twas (1 por 100). Ahora, con el documento de identidad, ya no era posible que un hutu se convirtiera en tutsi ni al revés: los belgas habían conseguido establecer un sistema de apartheid que, como ya sabemos, tendría unas consecuencias realmente demoledoras.
El estrato superior, contento de ostentar el poder, pero con miedo de llegar a sufrir los abusos que ellos cometían contra los hutus, animados por los colonizadores, aceptaron la superioridad como su principal deber. Las iglesias católicas que dominaban el sistema educativo colonial, practicaban abiertamente la discriminación a favor de los tutsis, y los tutsis distrutaban del monopolio de los puestos administrativos y políticos, mientras que los hutus contemplaban cómo se reducían todavía más sus ya limitadas posibilidades de progresar. Nada define con mayor crudeza la desigualdad entre ellos como el régimen belga de trabajo forzado, que exigía que ejércitos de hutus trabajasen incesantemente como esclavos en las plantaciones, en la construcción de carreteras y en la tala de bosques y colocaban a los tutsis por encima de ellos como capataces (Gourevitch, 2009, pág. 63).
A pesar de ello, la mayoría de los hutus y los tutsis siguieron manteniendo unas cordiales relaciones, casándose entre ellos, pero, concluye Gourevitch, «cada niño educado en la doctrina de la superioridad e inferioridad racial era un golpe a la idea de una identidad nacional colectiva, y a ambos lados de la línea divisoria entre hutus y tutsis se fueron elaborando discursos mutuamente exclusivos basados en reivindicaciones opuestas de derechos y agravios».
Ahora bien, aunque la misma existencia de los dos grupos fue un invento de los belgas, creada ya la división profunda entre ellos, a partir de la mera categorización primero y con la ayuda de conductas discriminatorias después, era ya fácil poner en marcha el invento. Tras la segunda guerra mundial, los sacerdotes flamencos que llegaron a Ruanda se identificaron con los hutus y alimentaron sus aspiraciones a un cambio político: al fin y al cabo los hutus constituían la mayoría.
El conflicto intergrupal estaba servido. Como dice Gourevitch, era «nosotros contra ellos»: todos nosotros contra todos ellos; quien se atreviese a sugerir una opinión alternativa era uno de ellos y podía prepararse para las consecuencias. De hecho, una vez comenzada la matanza, los hutus que se opusieron al Poder Hutu fueron acusados públicamente de cómplices de los tutsis y constituyeron las primeras víctimas del exterminio. Las consecuencias ya las conocemos: casi un millón de muertos (casi 350 por hora), la mayoría a machetazos, más de otro millón de desplazados, cientos de miles de violaciones, y mucho sufrimiento y dolor. Además, en la masacre participaron prácticamente todos los hutus, llegando muchos incluso a matar a su propia madre por ser tutsi. De hecho, fueron pocos los que se negaron a matar y menos aún quienes se resistieron a ello abiertamente. Y no olvidemos que aquí, como en el caso del Batallón 101, los hutus que no mataban no eran castigados duramente por ello. «Girumuhatse, que decía tener cuarenta y seis años, no podía recordar ningún caso concreto de un hutu que hubiera sido ejecutado simplemente por negarse a matar; al parecer, la amenaza - mata o te mataremos - había sido suficiente para garantizar su participación en los asesinatos» (Gourevitch, 2009, pág. 321).
Un último ejemplo, más próximo a nosotros y, pese a ello, poco conocido, es el de el genocidio franquista. Aunque con demasiado retraso, cada vez hay más libros que investigan los crímenes del franquismo, crímenes que permanecieron ocultos durante cuarenta años de dictadura vergonzosamente tapados durante más de treinta años de democracia. Paradójicamente, la democracia no sólo no reconoce a sus hijos, a aquéllos que incluso dieron la vida por defenderla, sino que se avergüenza de ellos y, lo que es peor, está aún lejos de haber hecho lo suficiente para cerrar las heridas del pasado de forma adecuada y para resarcir a las víctimas. Por no poner sino un solo ejemplo, remito al lector o lectora al reciente libro de Pablo García Colmenares (2009), Represión en una villa castellana de la retaguardia franquista, sobre la represión franquista en Dueñas (Palencia) que contaba en aquel momento con unos 4.000 habitantes y donde, a pesar de no haber habido guerra y a pesar, por tanto, de que, en este caso, nadie puede excusar los asesinatos en el consabido infantilismo de «y los otros también lo hicieron...», fueron asesinadas algo más de cien personas, entre las que se encontraban 25 mujeres', muchas de ellas madres de familias numerosas. Y buena parte de estas personas fueron asesinadas por sus vecinos con los que llevaban conviviendo muchas generaciones, y cuyo único delito había sido pensar de forma diferente a quienes se sublevaron contra el orden constitucional. Además de los cien cadáveres, aquella masacre obscena dejó unos 250 huérfanos, muchos de ellos de padre y madre. ¿Cómo puede explicarse que personas cristianas de misa diaria, o al menos dominical, fueran capaces de asesinar a sus vecinos y de destrozar familias enteras? Como vemos, no es necesario salir a Serbia y Croacia, a Ruanda o a la Alemania nazi, para encontrar matanzas horribles Y todavía setenta años después, y tras treinta de democracia, miles y miles de españoles permanecen desaparecidos (más que en toda América Latina junta), enterrados anónimamente en las cunetas o en los descampados, sin una tumba digna, para sufrimiento continuado de sus familiares!
¿Cómo es posible que gente normal llegue a asesinar a sus vecinos? ¿Cómo es posible que personas amables y hasta generosas, cambien tan drásticamente en unas circunstancias concretas y se conviertan en sádicos asesinos? ¿Qué procesos psicológicos, psicosociales y sociales hacen posible todo eso? Ya se ha dicho que lo fundamental aquí es un proceso psicosocial que deriva de la grupalidad, más en concreto de la categorización y de las relaciones intergrupales: la construcción del otro como enemigo y, por consiguiente, como objeto de odio. Pero sigue siendo crucial tener siempre muy presente esta interesante cita de Slavenka Drakulic (2008, pág. 203), válida para todos los casos vistos: «Más de una década después del principio de la guerra de los Balcanes, es esencial que comprendamos que fuimos nosotros, gente normal, ordinaria, y no unos cuantos locos quienes la hicieron posible. Nosotros fuimos los que un día dejamos de saludar a nuestros vecinos de nacionalidad distinta, un acto que al día siguiente hizo posible que abrieran campos de concentración.»
Además de los factores ya vistos (el poder de las normas y de la adopción de roles, la difusión de la responsabilidad, el anonimato que da el grupo, etc.) son sobre todo estos dos factores los principales responsables de que una persona normal sea capaz incluso de asesinar a su vecino, por lo que sería importante incidir en ellos para prevenir tales conductas violentas (Zimbardo, 2008, pág. 395 y sigs.):
1) Desindividualización y anonimato: ya vimos que en el experimento de Zimbardo la desindividualización la producían tanto las gafas de espejo que llevaban los carceleros como sus uniformes de estilo militar. Y no olvidemos que
cualquier cosa o cualquier situación que haga que una persona se sienta anónima, que sienta que nadie sabe quién es o que a nadie le importa, reduce su sentido de la responsabilidad personal y, en consecuencia, hace posible que pueda actuar con maldad. Y esta posibilidad aumenta cuando se añade otro factor: si la situación o alguna autoridad le da permiso para actuar de una manera antisocial o violenta contra otras personas, como ocurre en estos estudios, la persona estará dispuesta incluso a «hacer la guerra». En cambio, si el anonimato de la situación sólo transmite una reducción del egocentrismo y fomenta la conducta prosocial, la gente estará dispuesta a «hacer el amor» (Zimbardo, 2008, págs. 398-399).
España es una anomalía histórica. Es el único país europeo con 200.000 desaparecidos y unas leyes que garantizan la impunidad de sus verdugos.
En su famosa novela El señor de las moscas, William Golding se preguntaba cómo un simple cambio en el aspecto externo de una persona puede provocar unos cambios espectaculares en su conducta manifiesta, hasta el punto de que unos buenos niños ingleses de un coro se transformaban en pequeñas bestias asesinas simplemente pintándose la cara. El poder de la situación es a veces inmenso.
2) Deshumanización y desconexión moral: entendemos por deshumanización el hecho de que un ser humano considere que se debe excluir a otro ser humano de la categoría moral de ser persona, con lo que suspenden la moralidad que normalmente rige sus actos hacia sus congéneres y facilita el que personas normales y moralmente rectas terminen realizando actos de gran crueldad.
El Holocausto empezó con la creación, por medio de la propaganda, de una imagen de los judíos, a escala nacional, que los presentaba como formas inferiores de vida animal, como alimañas o gusanos. Igualmente en Ruanda, los hutus se convencieron de que los tutsis no eran sino cucarachas, y así los lamaban. Tampoco los estadounidenses racistas consideraban que era ningún crimen linchar a un negro hasta matarle, pues no era una persona sino «sólo un negro» (Ginsburg, 1998). También detrás de la masacre de My Lai se encontraba el estereotipo que tenían los soldados estadounidenses de los vietnamitas como «macacos», lo que facilitaba la violencia más cruel contra ellos, pues no eran realmente personas (Kelman, 1973). Ello se entiende bien si tenemos presente la investigación de Bandura, Underwood y Fromson (1975) que mostraba el poder que tienen las etiquetas deshumanizadoras para alimentar la agresividad y la violencia hacia otras personas. En efecto, Bandura encontró que los grupos que habían recibido la etiqueta de «animales» recibieron más descargas eléctricas y la intensidad de las mismas fue aumentando de una manera lineal a lo largo de diez pruebas hasta alcanzar una media de 7 (en una escala que iba de uno a diez) para cada grupo de supervisores, mientras que los grupos etiquetados como «simpáticos» recibieron la menor cantidad de descargas, y el grupo sin etiqueta - condición neutra— recibió descargas intermedias. Ahora bien, este experimento muestra también un aspecto positivo, y es que el mismo etiquetado arbitrario hizo que otros fueran tratados con más respeto si alguien con autoridad les había etiquetado de una manera positiva, de forma que los considerados «simpáticos» fueron los que recibieron menos daño. «Así pues, el poder de la humanización para contrarrestar el impulso punitivo tiene la misma importancia teórica y social que el fenómeno de la deshumanización.
Aquí hallamos un mensaje importante sobre el poder de las palabras, las etiquetas, la retórica y los estereotipos: se puede usar para bien o para mal» (Zimbardo, 2008, pág. 408).
Por otra parte, también en esta investigación de Bandura las descargas eran mayores cuando quienes la ejecutaban se sentían menos responsables. Por tanto, las dos variables aquí fundamentales fueron la difusión de la responsabilidad personal y la deshumanización.
Ambas cosas, pero sobre todo el proceso de deshumanización del otro, facilitaban enormemente la desconexión moral, que podemos explicar de esta manera: la mayoría de las personas adoptamos unos principios morales mediante los procesos normales de socialización que experimentamos durante nuestra formación, principios que tavorecen y alientan la conducta prosocial y frenan la conducta antisocial como la definen la familia y la comunidad. Con el tiempo, estos principios morales externos impuestos por padres, educadores y otras autoridades se interiorizan en forma de códigos personales de conducta, de manera que la persona termina desarrollando unos controles personales de sus pensamientos y actos que le son satisfactorios y le proporcionan una sensación de autoestima:
aprende a refrenarse para no actuar de una manera inhumana y aprende a fomentar los actos humanitarios. Sin embargo, estos mecanismos de autorregulación los podemos utilizar a nuestra conveniencia, activándolos de una manera selectiva de manera que en ocasiones la autocensura moral se pueda desconectar de la conducta reprobable, con lo que ya es posible hacer malas acciones sin sentimiento alguno de culpa. Puesto que éste es un proceso humano tan fundamental, Bandura sostiene que no sólo contribuye a explicar la violencia política, militar y terrorista, sino también las situaciones cotidianas en las que la gente decente lleva a cabo de una manera rutinaria actividades que favorecen sus intereses pero tienen unos efectos humanos perjudiciales (Bandura, 1999, 2004; Bandura y otros, 1996; Osofsky, Bandura y Zimbardo, 2005), como ocurre cuando personas normales, decentes y a menudo hasta generosos y altruistas, ayudan al acosador a terminar con su víctima en el lugar del trabajo. Pero tal vez el instrumento más eficaz para crear esa desconexión moral sea el odio.
Mediante la propaganda, los medios de comunicación nacional (en complicidad con los gobiernos) crean unas «imágenes del enemigo» para inculcar en la mente de los soldados y de los ciudadanos el odio a quienes encajan en la nueva categoría de «nuestro enemigo». Este condicionamiento mental es el arma más poderosa de un soldado. Sin ella nunca podría colocar a otro joven como él en el punto de mira de su rifle y disparar para matarlo... Este miedo se convierte en odio y en la voluntad de iniciar hostilidades para reducir la amenaza. Su poder llega a hacer que enviemos de buen grado a nuestros hijos a combatir contra ese enemigo amenazador para que acaben muertos o mutilados
(Zimbardo, 2008, pág. 411).
En conclusión, en cuanto al poder de la situación, un reciente y ambicioso metaanálisis de Richard y otros (2003), que analizaba los estudios de los últimos cien años sobre este tema, reuniendo más de 25.000 estudios y casi ocho millones de sujetos, encontró un fuerte apoyo a la existencia de la hipótesis de que las situaciones sociales tienen, efectivamente, un gran poder. Y reanalizando estos mismos datos, Susan Fiske pudo llegar a la siguiente conclusión: «Los datos aportados por la psicología social destacan el poder del contexto social, en otras palabras, el poder de la situación interpersonal. La psicología social ha acumulado un siglo de conocimientos con una gran variedad de estudios sobre la influencia que las personas se ejercen mutuamente para bien o para mal» (Fiske y otros, 2004, pág. 1482). De hecho, los abundantes estudios que hemos examinado sobre los tactores situacionales de la conducta antisocial, desde los estudios de Milgram sobre el poder de la autoridad hasta el experimento de la prisión de Stanford sobre el poder institucional, revelan hasta qué punto es posible hacer que personas normales y corrientes cometan actos crueles contra seres inocentes. Sin embargo, decir, como estoy diciendo, que el poder de la situación es enorme no significa que estemos diciendo que es determinante. El ser humano es un ser libre y para él ninguna influencia, por poderosa que sea, es determinante, y, por tanto, nunca dejará de ser responsable de sus actos. Por tanto, «es importante insistir de nuevo en que estos análisis psicológicos en modo alguno pretenden excusar o quitar responsabilidad a quienes actúan de una manera inmoral o ilícita.
Explicitar los mecanismos mentales que usamos para desconectar nuestros principios morales de nuestra conducta nos sitúa en una posición mejor para invertir el proceso, reafirmando la necesidad fundamental de un compromiso moral para fomentar entre las personas una humanidad basada en la empatía» (Zimbardo, 2008, pág. 410). Es posible, pues, resistirse, lo que, por otra parte, constituye, al menos a mi modo de ver, una prueba irrefutable de la culpabilidad de los culpables, a pesar del indiscutible poder de los factores situacionales. Aquellos del Batallón 101 que asesinaron (pero también los de los demás casos vistos) «no pueden ser absueltos por la idea de que cualquiera en la misma situación hubiera hecho lo mismo. Porque, incluso entre ellos, algunos se negaron a y otros dejaron de hacerlo. La responsabilidad humana es, en última instancia, una cuestión individual» (Browning, 2002, págs. 340-341). Siempre debemos tener presente que, a pesar del indiscutible poder de la situación, es posible resistirse a ella y hacerla frente: ése es el poder de las personas ordinarias y corrientes. Ordinarias y corrientes eran las personas que, en el experimento de Milgram, llegaron a administrar 450 voltios, pero también eran corrientes y ordinarias las que se negaron a hacerlo; normales eran las personas que asesinaron a sus vecinos en Jedwabne, pero también era normal y corriente la familia Wyrzykowski que ayudaron a sus vecinos y que, por cierto, tan cara les costó su conducta heroica de separarse del gregarismo asesino de sus vecinos.
La explicación de cómo es posible que hombres y mujeres normales lleguen a cometer asesinatos sin el menor remordimiento de conciencia es compleja, de forma que el poder de la situación, que en este libro estoy subrayando, no es la única, ni la principal, pues no olvidemos que tales factores situacionales probablemente no hubieran tenido el poder que tuvieron si se hubieran dado en otro contexto. No hay que olvidar, por tanto, el contexto social, ideológico y hasta político en que se dieron. Si los europeos no hubieran llevado a hutus y tutsis, de una forma interesada y obscena, a construir la categorización que, a la postre, sería la principal responsable de la masacre, tal vez ésta no se hubiera producido; si en la ex Yugoslavia no se hubieran exacerbado las diferencias étnicas y religiosas y si no hubieran existido los intereses occidentales para acabar con la Serbia socialista, tal vez las cosas no hubieran llegado donde llegaron; si los polacos de Jedwabne no hubieran sido adoctrinados por los curas, durante siglos, para ver a los judíos como «enemigos de Cristo», tal vez éstos no hubieran sido liquidados; si, de forma similar, a los alemanes no se les hubiera inculcado el antisemitismo durante siglos, sobre todo por las diferentes iglesias cristianas, probablemente a los nazis no les hubiera sido tan fácil poner en práctica la «Solución final»; si a los vecinos de Dueñas —y de tantos otros pueblos de España - no se les hubiera fanatizado de la forma que se les fanatizó por parte de terratenientes y eclesiásticos que no querían perder sus privilegios y si no se les hubiera azuzado tanto por políticos de todos los colores que querían conseguir privilegios, quizás las cosas hubieran sido diferentes. Sin embargo, haciéndome eco de las palabras de Zimbardo (208, págs. 548-549), quiero subrayar que, a pesar de que también yo me he formado una imagen preocupadamente negativa del ser humano tras ver lo que puede llegar a hacer,
aún abrigo la esperanza de que, si actuamos en común, podremos combatir el efecto Lucifer... Ya es momento de acentuar lo positivo y eliminar lo negativo... Reconozco el poder de las fuerzas situacionales para influir en la mayoría de nosotros hasta el punto de hacer que actuemos mal en muchos contextos, pero también dejo claro que no somos esclavos de su poder. Si entendemos cómo actúan estas fuerzas podremos oponerles resistencia e impedir que nos hagan caer en tentaciones no deseadas. Este conocimiento nos puede liberar del influjo poderoso de la conformidad, la sumisión, la persuasión y otras formas de influencia y coacción social (Zimbardo, 2008, páginas
548-549).
Por consiguiente, debemos saber cómo
podemos combatir las tácticas de control mental que intentan someter nuestra libertad de elección a la tiranía de la conformidad y la obediencia y que emplean el miedo para hacernos dudar.
Aunque proclamo el poder de la situación también pregono el poder de las personas para actuar de una manera consciente y crítica, como ciudadanos informados, con criterio y determinación. Entender cómo actúa la influencia social y tomar conciencia de que todos somos vulnerables a su poder sutil y penetrante nos convertirá en consumidores sensatos y críticos que no cederán con facilidad ante dinámicas de grupo, a la influencia de autoridades, a llamamientos persuasivos, a estrategias de conformidad (Zimbardo, 2008, págs. 47-48).
EL ACOSO LABORAL: UN EJEMPLO ACTUAL DE VIOLENCIA Y MALDAD
Como ya señalara Leymann (1996), sorprende enormemente el hecho de que hoy día, entrados ya en el siglo xxI, el ámbito laboral siga siendo el único lugar en el que todavía es posible asesinar impunemente en los países desarrollados y postindustriales (véase Ovejero, 2006a, 2009, capítulo 9). Una prueba definitiva de que la anterior afirmación no es falsa ni siquiera exagerada nos la proporciona Iñaki Piñuel cuando dice que en España mueren cada año unos 500 trabajadores y trabajadoras, suicidados a causa del acoso laboral que sufren. ¿Cómo es posible que alguien, aparentemente normal, llegue a hacer daño psicológico a un compañero de trabajo hasta obligarle a darse de baja por depresión con mucha frecuencia, quedando laboralmente inhabilitado para toda la vida en muchos casos e incluso llevándole al suicidio en algunos? Y no olvidemos que no se trata de un caso aislado, sino que se calcula que en nuestro país padecen o han padecido este terrorismo laboral unos dos millones de personas (Piñuel, 2002, 2003). Y como en cualquier otro caso de violencia, lo que más debería preocuparnos son las víctimas, aunque las del mobbing apenas sean todavía reconocidas como tales, a pesar de que el problema es realmente atroz tanto por el número de afectados como por el dolor y daño que producen (Aquino y Thau, 2009; Bowling y Beerhr, 2006; Hogh y Viitasara, 2005; Tepper, 2007).
Siguiendo la revisión de Aquino y Thau (2009), digamos que entre los efectos negativos que se ha encontrado que tienen el ser o el haber sido víctima del acoso están los incrementos tanto en ansiedad como en depresión (Cortina y otros, 2001; Haines y otros, 2006; Hansen y otros, 2006), en estrés laboral (Agervold y Mikkelsen, 2004; Vartia y Hyyti, 2002), en estrés postraumático (Matthiesen y Einarsen, 2004; Mikkelsen y Einarsen, 2002) o un empeoramiento de su salud mental (Hansen y otros, 2006; Hoel y otros, 2004; Hogh y otros, 2005; Vartia y Hyyti, 2002), así como efectos negativos a nivel físico como la fatiga (Agervold y Mikkelsen, 2004; Hogh y otros, 2003, 2005), cansancio emocional (Goldberg y Grandey, 2007; Grandey y otros, 2007) o incluso unos bajos niveles de satisfacción tanto laboral (Lapierre y otros, 2005; Vartia y Hyyti, 2002) como vital (Tepper, 2000), Ahora bien, de todos estos efectos, los más contundentes según el metaanálisis de Bowling y Beehr (2006), son las emociones negativas en el trabajo, la frustración, una baja satisfacción laboral y un fuerte agotamiento emocional o burnout. Además, sufrir acoso laboral puede también tener consecuencias negativas para la víctima fuera del trabajo (Haines y otros, 2006; Lewis y Orford, 2005). A la hora de evaluar los daños para las víctimas deberíamos tener en cuenta también la estrecha relación que, a veces, existe entre el acoso laboral y el acoso sexual (véase una revisión reciente sobre el acoso sexual en el lugar del trabajo en Cortina y Berdhal, 2008). En efecto, aunque ambos fenómenos son diferentes, sin embargo cuando es una mujer la víctima no es raro que en el origen del acoso esté un intento de acoso sexual poco exitoso para el acosador, además de que también debe tenerse en cuenta el papel predictivo que tiene la dominancia y el poder en el acoso sexual (Berdahl, 2007). En todo caso, la gravedad del acoso laboral proviene sobre todo de dos cosas: en primer lugar, del daño cerebral que produce (véase Azcárate, 2007), pues no olvidemos que la agresión, la violencia y la crueldad producen importantes alteraciones en el área hipotalámico-pituitario-adrenal así como en el sistema nervioso simpático (Aguirre, 2006; Brady y Sihna, 2005; Duman, 2002); y en segundo lugar, de las consecuencias negativas que tiene para las víctimas, consecuencias que suelen resumirse en el llamado Trastorno Síndrome de Estrés Postraumático (TEPT), cuyas secuelas son tan graves que con frecuencia la víctima del acoso queda laboralmente desahuciada para toda su vida, no siendo raros los casos en los que, como ya hemos dicho, el acoso lleva incluso al suicidio. Y no olvidemos, como señala Fernández Garrido (2009), que una característica fundamental de este fenómeno consiste en la asimetría o desnivel entre las dos partes implicadas, lo que hace que la autodefensa de la víctima sea algo casi imposible.
Para entender mejor este fenómeno, subrayemos que el daño que se produce en los casos de mobbing no es físico sino psicológico, y en los experimentos de Meeus y Raaijmakers (1986) vimos que en la actual sociedad nos resulta mucho menos incómodo utilizar la violencia psicológica que la física. Además, difícilmente entenderíamos este fenómeno de forma cabal sin tener en cuenta el poder de la situación, que ya hemos visto.
Finalmente, el acoso laboral será mejor entendido si lo tratamos simultáneamente desde estos cuatro niveles de análisis:
1) Nivel individual: aunque se trata del nivel menos relevante a la hora de explicar el acoso laboral, sin embargo resulta útil conocer la personalidad del acosador, que no la del acosado, dado que el acoso laboral no es explicado en absoluto por las características de las víctimas. Por el contrario, en ciertas circunstancias cualquiera de nosotros puede ser víctima del acoso, sean cuales sean nuestras características individuales y nuestra personalidad. De hecho, aunque, a veces se ha comprobado que las personas objeto de acoso suelen ser percibidas como hostiles, agresivas o difíciles interpersonalmente (Tepper y otros, 2006), sin embargo es muy probable que el proceso sea justamente el inverso: sería el acoso el responsable de tales reacciones, pues no olvidemos que quienes sufren acoso laboral suelen desarrollar unos rasgos de personalidad y unos trastornos psicológicos (ansiedad, depresión, baja autoestima, etc.), así como algunos patrones de conducta agresiva y sobre todo asocial, que, evidentemente, no sería la causa del acoso sino su consecuencia (Bowling y Beehr, 2006; Hansen y otros, 2006; Lee y Brotheridge, 2006; Mikklesen y Einarsen, 2002).
Más en concreto, a la hora de acosar a los compañeros de trabajo, no parecen existir muchas diferencias ni entre hombres y mujeres (Parkins y otros, 2006) ni entre jóvenes y menos jóvenes (Dupré y Barling, 2006), aunque a veces sí aparece tal dato (Haines y otros, 2006). En definitiva, la conclusión tanto de Aquino y Thay (2009) como la del metaanálisis de Hershcovis y otros (2007) es clara y rotunda: no hay ninguna evidencia de que las variables demográficas (edad, sexo, etc.) se relacionen con una mayor probabilidad de ser acosados. Las características de los acosadores, pues, sí son más explicativas de este fenómeno, pero tampoco son suficientes. A pesar de que el mobbing no es causado por síndrome de personalidad alguno, sin embargo sí resulta útil analizar los rasgos de personalidad y las carencias psicoatectivas y emocionales del acosador que aunque, insisto en ello, no son la causa del acoso, sí le dan un tinte especial, de forma que su examen podrá permitirnos, por una parte, entender mejor el fenómeno, y, por otra, poderle detectar más fácilmente, pues suele ser habitual encontrarse acosadores con un síndrome de personalidad homogéneamente similar en todas las situaciones de acoso. Se trata de personas envidiosas, narcisistas, resentidas, a menudo mediocres y casi siempre con fuertes complejos de inferioridad, complejos que intentan compensar haciendo daño a otros, especialmente a personas felices y exitosas que, además de por tener lo que ellos no tienen y tanto envidian, además pueden hacerles sombra en algún momento. Pero tal vez lo que mejor explica su maldad sea el hecho de que se trata claramente, a mi juicio sin ninguna duda, de psicópatas.
También resulta útil distinguir entre crueldad sádica y crueldad derivada de la falta de empatía hacia el sufrimiento humano, lo que apuntaría a la distinción de dos grandes tipos de psicópatas: los que utilizan una crueldad gratuita y los que utilizan una crueldad instrumental. Los primeros disfrutarían con el sufrimiento de los demás constituyendo ese mismo placer el refuerzo y gratificación de su crueldad, mientras que a los segundos, como es el caso de los acosadores laborales, la falta total de empatía con el sufrimiento ajeno les facilita la conducta de hacer daño a los demás con la finalidad de conseguir sus fines y objetivos que, por tanto, constituirían el refuerzo y gratificación de su crueldad. Estamos, pues, ante unos individuos absolutamente amorales, solos y sin amigos: solamente tienen enemigos, súbditos o aliados. Ahora bien, no olvidemos que el acosador no es un producto sólo de sus rasgos de personalidad ni de una infancia problemática, sino lo es sobre todo de la cultura social y empresarial predominante hoy día en nuestra sociedad. Por ello, no resulta aquí aconsejable un enfoque psicopatológico del acosador, sino, más bien, una psicología social del mobbing pues para que se dé el proceso de acoso psicológico en el trabajo ha de haber una complicidad activa o pasiva por parte del grupo en el que se ha gestado así como, tal vez más aún, por parte de la organización laboral en su conjunto.
2) Nivel interpersonal y grupal: sin un grupo en que apoyarse, el acosador no sería sino uno de tantos seres frustrados y acomplejados, cobardes, envidiosos, resentidos, narcisistas y paranoicos, que o bien vivirían aislados y amargados o bien intentarían compensar sus carencias psicológicas y emocionales por otras vías, generalmente violentas y antidemocráticas, pero a veces incluso constructivas y, en ocasiones, hasta creativas. Sin embargo no habría mobbing. De hecho, entre los mitos que Barling, Dupré y Kelloway (2009) intentan desenmascarar, está la creencia generalizada de que las agresiones en el lugar del trabajo tienen lugar entre subordinados y superiores, lo que no es en absoluto así (LeBlanc y Kelloway, 2002). Por el contrario, las agresiones laborales suelen darse más frecuentemente aún entre iguales (Duhart, 2001; Tjaden y Thoennes, 2000), casi siempre, eso sí, actuando en grupo.
Pero es que también cuando el mobbing no es horizontal sino vertical (del superior al subordinado) también suele ser en grupo, porque el acosador-superior jerárquico suele ser muy cobarde y se apoya casi siempre en un grupo de compañeros de la víctima para acosarla. También existe un acoso psicológico ascendente, aunque menos frecuentemente. El principal responsable del acoso laboral, pues, es el grupo. Por consiguiente, aunque sin ninguna duda este tema debe ser abordado interdisciplinarmente, sin embargo, a mi juicio, es la psicología social la que más puede hacer para que podamos entender y, en consecuencia, prevenir esta plaga laboral, ya que son muchas las teorías y muchos los datos existentes en esta disciplina que nos ayudan, por una parte, a entender este fenómeno y, por otra, a intentar ponerle remedio y prevenirlo. Así, conocido es que ante todo somos seres sociales que necesitamos continuamente para todo el apoyo de los demás. Sin ese apoyo, con frecuencia sentimos que no somos nada, que se nos hunde la tierra bajo nuestros pies. Por eso, la principal estrategia del acosador, secundado con frecuencia por un grupo activo de personas que por unas u otras razones (mera imitación, holgazanería social, intentos de agradar al jefe o hacer méritos ante él, no parecer diferente, quedarse con el puesto de la víctima, etc.) acompañan al acosador en sus ataques a la víctima, y por un grupo silencioso y aquiescente que, a veces por ignorancia y casi siempre por comodidad y por no ser el primero en actuar, dejan hacer y permiten que se linche cruel e impunemente a alguien que no sólo no les ha hecho nada a ellos, sino que su único delito ha sido ponerse en el camino de las ambiciones del acosador o, más frecuentemente aún, provocar en él reacciones claramente patológicas. En este sentido, pueden sernos de gran utilidad tanto los experimentos de Darley y Latané (1968), ya vistos, que muestran los factores que llevan a un elevado número de personas a no actuar cuando contemplan una situación de emergencia, como los que muestran la influencia que el grupo ejerce sobre el individuo, que también hemos visto.
Más grave aún, y más favorecedor del acoso en el trabajo, es el comportamiento de los miembros del primer grupo mencionado, más o menos conscientes de su complicidad, que no sólo no hacen nada por impedir el linchamiento de una persona inocente, sino que contribuyen activamente al linchamiento, tirando ellos mismos las peores piedras (hacer burlas, extender calumnias e infundios, hacerles el vacío social, etc.). Los procesos propios de la expansión del rumor hacen el resto (véase Ovejero, 1997, cap. 11). Es más, en muchos miembros de este grupo funcionan perfectamente los factores de obediencia a la autoridad estudiados por Milgram (1980) y por Meeus y Raaijmakers (1986), que utilizan violencia psicológica. Y es que ésa es otra variable que facilita el mobbing: el que el sufrimiento de la víctima no sea físico sino psicológico y, por tanto, más sutil. Dado el rechazo generalizado en nuestra actual sociedad hacia la violencia física, el acosador, que es cobarde, cínico y amoral, realiza contra el acosado aquellas acciones violentas que menos rechazo social provocan, que sean menos perceptibles y, en todo caso, con las que pueda rehuir la responsabilidad penal. Por otra parte, es también el maquiavelismo, la cobardía y el cinismo del acosador lo que le lleva a utilizar al grupo para sus ataques al acosado, y a escudarse en él para que así, en caso de ser descubierto, su responsabilidad quede difuminada. No olvidemos que son numerosos los estudios de psicología social que muestran claramente que es la difusión de la responsabilidad una de las más importantes variables que ayudan a explicar ciertas conductas humanas, en principio inexplicables (Milgram, 1980; Zimbardo, 2008).
3) Nivel organizacional: pero el acoso laboral se produce porque hay una organización, con una estructura y con unas características muy concretas, que lo hace posible; una organización extremadamente improvisadora y con unos
gerentes impotentes, negligentemente despreocupados. De hecho, todos los investigadores de este fenómeno «están de acuerdo en afirmar que hay determinados contextos organizativos que, por sus características, aumentan las posibilidades de que en su interior se produzcan acciones de hostigamiento psicológico. Son el tipo de empresas que suponen, por decirlo así, el caldo de cultivo en el que más fácilmente puede surgir y sobrevivir un fenómeno como el mobbing» (Bosqued, 2005, págs. 43-44).
De hecho, recientemente, Topa, De-Polo y Morales (2007), tras analizar con un meta-análisis los estudios empíricos existentes sobre los factores que producen el mobbing, llegaron a la conclusión de que uno de los predictores más importantes es justamente el organizacional. Se ha encontrado, por ejemplo, que existen diferentes aspectos organizacionales que facilitan el acoso laboral como pueden ser un clima organizacional de tolerancia hacia la agresión (Aquino y Lamertz, 2004; Dietz y otros, 2003; Spector y otros, 2007), una supervisión abusiva (Inness y otros, 2005) u otras conductas propias de un liderazgo inadecuado (Hershcovis y otros, 2007). De hecho, en los casos en que se ha encontrado que la violencia laboral puede ser consecuencia de una agresión desplazada (Mitchell y Ambrose, 2007), suele producirse cuando existe una frustración producida por los abusos de los supervisores (Hoobler y Brass, 2006), aunque esto último es más propio de las conductas de violencia que de los casos de acoso psicológico. Y como concluye Bosqued (2005, pág. 45), «sólo en este tipo de contextos laborales es donde el hostigador encuentra las condiciones favorables para desplegar los rasgos patológicos que le llevan a agredir a otra persona intentando su aniquilación, y donde no encuentra a nadie que le frene ni le haga desistir de sus propósitos, además de quedar impune por sus actos». Y si alguien intenta, en solitario, frenarle, se convierte inmediatamente en objeto de acoso, acoso que no cesará hasta terminar con el «intruso». Pero también se ha encontrado (Dekker y Barling, 1998; Dupré y Barling, 2006) que las agresiones laborales —y también los casos de acoso sexual — son menores cuando los empleados perciben que la organización impondrá sanciones por tales conductas.
En cuanto a la actividad a que se dedica la empresa, la reciente revisión de Aquino y Thau (2009) concluye que en este aspecto los datos existentes son poco claros y hasta contradictorios, aunque «una predicción lógica sería que los empleados estarán en mayor riesgo de sufrir acoso en aquellas organizaciones en las que se requiera interactuar más frecuentemente con los demás y trabajar interdependientemente» (pág. 726), así como las que poseen rasgos como los siguientes: un menor control sobre el trabajo de sus empleados (Agervold y Mikkelsen, 2004; Quine, 2001), un ambiente laboral más estresante y competitivo (Coyne y otros, 2003) o que estén introduciendo cambios tecnológicos o de reducción del staff (Stogstade y otros, 2007b). Al fin y al cabo, el dato más consistente en este campo, concluyen Aquino y Thau (2009), es que las dos variables más claramente relacionadas con los diferentes tipos de victimización son el conflicto de rol y la ambigüedad del rol (Bowling y Beehr, 2006). Igualmente, la existencia de un liderazgo «laissez-faire» parece favorecer el acoso (Stogstad y otros, 2007a, Strandinark y Hallberg, 2006). En nuestro país, al parecer es en las Administraciones Públicas, y en particular en la Universidad y en sanidad así como en los cuarteles de policía, donde más casos de acoso se dan.
4) Nivel social: tanto los individuos como los grupos y las organizaciones somos altamente deudores de la sociedad en la que vivimos y que nos ha formado, por lo que nuestros rasgos definitorios, como personas, grupos y organizaciones, se corresponden estrechamente con las características de esa sociedad. Por tanto, como subraya Andrés Rodríguez Fernández (2009), el acoso psicológico en el trabajo es un síntoma más de un sistema social enfermo, como la siniestralidad laboral o, en términos sociales en general, el maltrato infantil, el maltrato de mayores o el maltrato de pareja. En tal sentido, la responsabilidad ética y moral de que se produzcan estas situaciones de acoso es principalmente de la sociedad que no ha sabido, desde las múltiples instancias socializadoras (familia, sistema educativo, sistema laboral), instalar a los individuos en la lógica del respeto al otro, de la cooperación, de la solidaridad, de la ayuda mutua; antes al contrario, los valores en los que se sustenta nuestra sociedad, especialmente en el actual momento ultraliberal, son el dinero, el individualismo, el egoísmo, la competitividad, es decir, meros valores instrumentales que, además, siempre exigen al individuo compararse con los demás y salir victorioso en tal comparación. De esta manera, las relaciones interpersonales en general, y las laborales en particular, se convierten en auténticas batallas encaminadas a ganar la guerra de ser más que los otros (tener más dinero, disfrutar de un mayor prestigio, etc.). Y todo ello está aumentando a medida que el capitalismo neoliberal se hace más implacable y a medida que cada uno de nosotros interiorizamos cada vez más y más profundamente esos valores de ese capitalismo feroz y deshumanizador, hasta formar parte de nuestra propia identidad: ganar como sea, ascender aunque sea pisando a los demás compañeros, competitividad peligrosamente creciente, etc. (véase Ovejero, 2004, 2006b, capítulo 2).
En conclusión, estamos pues, ante un proceso destructivo, premeditado, intencional, sistemático y de consecuencias incalculables, a corto y medio plazo, para las personas acosadas, y a largo plazo para el propio funcionamiento de las organizaciones laborales e incluso de la misma democracia.
Es más, suele tratarse de una agresión grupal, pues a mi juicio es improbable que la agresión provenga de un solo individuo, dado el nivel de inseguridad y cobardía que suelen tener los acosadores. El acoso suele provenir de un grupo de «mediocres», contra un trabajador de más méritos y valía que ellos, grupo que, con frecuencia, está liderado por un acosador, igualmente mediocre, de más alta jerarquía en la organización que el acosado. Por ello creo que habría que denominar a este fenómeno acoso grupal, pues se trata ante todo de un fenómeno grupal que es aprovechado por algunos individuos, con una personalidad claramente psicopática, para conseguir sus objetivos. Pero se da porque existe una organización que lo permite y hasta lo facilita, dentro de un clima social general competitivo y que fomenta el individualismo, el egoísmo y el no preocuparse lo más mínimo por los demás, sino sólo por los propios objetivos, dentro de un clima social en el que los otros son vistos más como competidores que como compañeros y amigos.
El acoso psicológico en el trabajo, pues, no es cosa de personalidades patológicas, sino, más bien, de cultura y estructura organizacionales así como de psicología de grupo, de tal forma que la mejor profilaxis para evitar esta auténtica y perniciosa plaga estriba en que en las organizaciones laborales, y en los grupos psicosociales dentro de ella, entren plenamente unos usos real y plenamente democráticos. Es más, difícilmente puede hablarse de países democráticos si aún no ha penetrado la democracia en sus organizaciones, especialmente en aquéllas en que se socializan los ciudadanos: la familia, la escuela y la empresa. Porque la democracia debe ser mucho más que elegir a los gobernantes cada cuatro años. Por ello no es raro que a medida que el neoliberalismo está reduciendo los derechos laborales, sembrando el miedo y el sufrimiento cotidiano (Boltanski y Chiapello, 2002; Emmanuel, 2002; Ovejero, 2004) y en definitiva, socavando la democracia en las empresas, estén incrementándose considerablemente las tasas de acoso laboral, es decir, «que el acoso moral se ramifica a lo largo y ancho del mundo como hijo de una superestructura cultural emanada del nuevo capitalismo, que no atiende a los orígenes e historia propios de cada país. Una nueva cultura que se propaga como caldo de cultivo de la dictadura de los mercados con los ingredientes del miedo, la exclusión, el sufrimiento, la resignación y la banalización de la injusticia social y del mal» (Blanco, 2003, pág. 74).
Sin embargo, con María Antonia Azcárate (2007, pág. 126), terminemos este apartado abriendo una puerta a la esperanza. Como hemos dicho, los efectos del acoso laboral, incluso aquellos que afectan al cerebro, no son en absoluto irreversibles, pues
aunque no ha habido comprobación en humanos, los estudios en animales permiten sugerir la idea de que los cambios en la disminución del tamaño hipocampal son reversibles, dando lugar al concepto novedoso actual de que el cerebro no es una estructura estática, dependiente sólo de los genes, que la experiencia puede modificar su estructura, y que las neuronas pueden regenerarse si las condiciones medioambientales lo permiten.
Este revolucionario concepto es el que se conoce bajo la denominación de neuroplasticidad, que abre una puerta a la esperanza, a las víctimas que padecen un SEPT. Cuando hablamos de experiencia, no sólo nos referimos a la desgracia de haber padecido el abuso, la humillación, el ninguneo, en definitiva todos aquellos actos violentos que han alterado tan profundamente nuestro cuerpo y han reducido de tamaño una parte tan pequeña del cerebro, pero con tantas posibilidades. Cuando hablamos de experiencia también nos referimos a las buenas experiencias, entornos laborales saludables, relaciones interpersonales basadas en la confianza, el respeto, la equidad, educación en valores para nuestros hijos, tolerancia... Estas experiencias saludables, probablemente contribuyan a aumentar nuestra población neuronal hipocampal y nos hagan personas más eficaces, más eficientes y más felices.
CÓMO REDUCIR LA VIOLENCIA EN NUESTRA SOCIEDAD
Si, como hemos visto, la conducta violenta es frecuentemente la consecuencia de la mera obediencia, una vía eficaz para reducir la violencia consistirá en enseñar a las personas, ya desde niños, a ser independientes, autónomas y críticas para lo que resulta muy eficaz una adecuada combinación de las técnicas de aprendizaje cooperativo en el aula (Ovejero, 1990) y de las de entrenamiento en habilidades sociales (Caballo, 2007). Además, hemos visto también cómo la violencia depende en gran medida de pautas situacionales, por lo que otra eficaz vía de prevención de la violencia es enseñar a la gente el inmenso poder que tiene la situación, pues el hecho de conocer cómo funciona aquí nuestro comportamiento puede alertarnos lo suficiente como para evitar esas conductas violentas. En tercer lugar, hemos visto igualmente la gran influencia que la grupalidad tiene en las conductas agresivas y violentas, por lo que una forma muy útil para evitar tales conductas estriba precisamente en conseguir que los grupos humanos satisfagan plenamente las necesidades de pertenencia de sus miembros, reduciendo la posibilidad de ostracismo y rechazo sociales.
En todo caso, y a pesar de la enorme dificultad que existe para reducir los comportamientos violentos, desde distintos enfoques teóricos se han hecho diferentes propuestas de solución (Sangrador, 1982):
1) Propuestas de quienes consideran la agresión como un instinto: las propuestas de etólogos y psicoanalistas no pretenden, evidentemente, erradicar la conducta agresiva, puesto que, según ellos, es inevitable, pero sí pretenden reducir sus efectos negativos a través de la catarsis: una descarga controlada del impulso agresivo aliviaría la tensión del individuo, volviéndose, al menos temporalmente, pacífico. Tal descarga podría tener lugar mediante tres procedimientos: a) Actividades socialmente aceptables (competiciones deportivas, juegos violentos, etc.), aunque se ha encontrado que tales actividades no sólo no reducen la conducta agresiva sino que incluso la refuerzan; 2) Contemplación de escenas agresivas, tanto en la vida real como de la ficción (cine, televisión, videojuegos, etc.), aunque también se ha comprobado que ello suele incrementar la agresividad del espectador en lugar de reducirla; c) Ejecución de una acción agresiva directa, aunque de carácter leve y no destructivo, que también se ha encontrado que no reduce la agresión sino que, por el contrario, la incrementa. «Ninguno de estos tres procedimientos es, por lo que sabemos, un remedio adecuado: si bien es cierto que a través de ellos el individuo puede reducir su tensión, sentirse mejor, etc., no está claro que se logre una disminución de su tendencia agresiva. Porque, además ese alivio de tensión puede incluso funcionar a modo de recompensa para tal conducta, reforzando así la tendencia a repetir actos similares» (Sangrador, 1982, pág. 29).
2) Propuestas de quienes consideran que la agresión es una conducta social aprendida: destacan las siguientes propuestas: a) Castigo directo al agresor, pues se supone que toda conducta que es castigada reducirá su probabilidad de emisión.
Pero los efectos de esta propuesta son complejos y problemáticos, pues aunque un castigo leve y razonado puede ser útil, sin embargo un castigo fuerte puede tener efectos opuestos, por la frustración que produce. Pongamos el ejemplo de un padre que pega a su hijo pequeño porque éste pegó a su hermanito. Lo que consigue es justamente lo contrario de lo que pretendía: el niño aprenderá a ser violento, sobre todo por estas tres razones: en primer lugar, el castigo seguramente produce cólera y agresión que dirigirá hacia un blanco vulnerable, como es su hermano menor; en segundo lugar, el niño castigado puede percibir al hermano menor como la causa de su castigo y prometer vengarse cuando tenga oportunidad; y en tercer lugar, al usar el castigo físico, los padres están enviando al niño un mensaje claro: cuando pretendas controlar una situación social, usa la violencia. Ello puede explicar la correlación positiva encontrada en un estudio clásico de Bandura y Walters (1959) entre el castigo físico paterno y la agresión de los muchachos adolescentes; b) Castigo de los modelos agresivos a los que nos vemos expuestos: ésta es una vía relativamente eficaz aunque no libre de problemas; c) Reforzar conductas alternativas a la agresión: en mi opinión, éste sí es un camino realmente eficaz para reducir la violencia y consiste esencialmente en recompensar las conductas cooperativas y altruistas y no las agresivas; y d) Exposición de modelos no agresivos: se trata de una propuesta complementaria a la anterior: convendría que en televisión aparecieran más modelos no agresivos, incluso altruístas, que además fueran recompensados por tales conductas no agresivas.
3) Fomentar empatía hacia los demás: si, como hemos visto, a la gente le resulta difícil causar daño a otro ser humano, a menos que logre encontrar algún modo de deshumanizarlo, podemos afirmar que creando empatía entre las personas será más difícil cometer actos agresivos (Feshbach y Feshbach, 1982).
No obstante,
en general, la efectividad de este conjunto de remedios que hemos ido comentando es más bien relativa, y la prueba más palpable la constituyen las elevadas tasas de violencia que se dan en el mundo actual. Probablemente, ello se debe a que la agresión es un complejo producto de nuestra sociedad competitiva, no solucionable a nivel individual o psicológico. Sólo una modificación de las estructuras socioeconómicas que tendiera a una más justa distribución de la riqueza y que estableciera caminos accesibles a todos para alcanzar metas importantes, resultaría efectivo a la larga. Pero esto no depende ya de los investigadores de la conducta social: está en otras manos (Sangrador, 1982, pág. 31).
De hecho, al menos a mi modo de ver, la mejor prevención de la agresión y la violencia, aunque desde luego no la única, es el fomento de una sociedad más justa, donde las desigualdades sociales a todos los niveles no sean tan grandes y abusivas como las que actualmente está produciendo la globalización. No olvidemos que habrá más violencia allí donde haya más pobreza, más desempleo, más discriminación, más alcoho-lismo, donde sea más fácil el acceso a las armas, donde se dé más violencia en las pantallas y más horas pasen ante ellas niños y adolescentes, donde haya una educación familiar más punitiva, autoritaria y arbitraria y donde exista un sistema escolar inelicaz y una política penal deshumanizada y revanchista que ignore las medidas más básicas de rehabilitación.
Finalmente, me gustaría subrayar que aunque, ciertamente, los comportamientos violentos son demasiado frecuentes en casi todas las sociedades humanas, también son altamente frecuentes - aunque menos visibles - los comportamientos altruistas, cooperativos y solidarios. De los terribles atentados del 11 - M en los trenes de Madrid queda el recuerdo del increíble fanatismo y violencia de sus autores, pero poco nos acordamos ya de los miles y miles de madrileños que acudieron, voluntaria y altruistamente, a ayudar (taxistas, psicólogos, médicos y enfermeras, asistentes sociales, ciudadanos que donaban sangre, etc.).
Como escribe Rojas Marcos (1997, págs. 217-218), «la prueba fehaciente de que la gran mayoría de hombres y mujeres somos benevolentes es que perduramos. Si fuéramos por naturaleza crueles y egoístas la humanidad no hubiera podido sobrevivir. Como tantos antropólogos y sociólogos han argumentado, ninguna sociedad puede existir sin que sus miembros convivan continuamente en armonía y sacrificándose los unos por los otros».
Para terminar, quisiera hacerme eco de las conclusiones a que hace unos años llegaban en Sevilla veinte eminentes científicos, patrocinados por la UNESCO, respecto a lo que los psicólogos pueden hacer para combatir la violencia. Lo que pueden hacer básicamente consiste, basándose en sus conocimientos de la conducta humana y del origen de las conductas agresivas, en desmantelar las falsas creencias que existen sobre este tema, disfrazadas a menudo de pseudocientificismo. Por decirlo con palabras de la revista del Colegio Oficial de Psicólogos, Papeles del Psicólogos (1996, núm. 66, pág. 10):
1) Es científicamente incorrecto decir que hemos heredado una tendencia a guerrear de nuestros pasados animales. No hay que confundir la lucha por la existencia a la que están obligadas todas las especies, con la guerra, que es un fenómeno típicamente humano y que no se da en otros animales.
La guerra no es inevitable, hay culturas que la desconocen durante siglos y hay otras que la han propiciado con trecuencia.
2) Es científicamente incorrecto decir que la guerra u otras conductas violentas están programadas genéticamente en nuestra naturaleza humana. No existe un gen de la conducta violenta, dado que los genes están implicados a todos los niveles del sistema nervioso y ofrecen potencialidades genéticas que sólo pueden ser concretadas en conjunción con el ambiente social y ecológico.
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Es científicamente incorrecto decir que en el curso de la evolución humana ha habido una mayor selección por la conducta agresiva que por otros tipos de conducta. En todas las especies bien estudiadas el estatus en el grupo se alcanza por la capacidad de cooperar y realizar
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funciones sociales relevantes para la estructura del grupo. La dominancia, no es una mera cuestión de posesión y uso de la fuerza física. La violencia no está en nuestro legado evolutivo ni en nuestros genes.
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Es científicamente incorrecto decir que los humanos tienen un «cerebro violento».
Actuamos en función de cómo hemos sido condicionados y socializados. No hay nada en nuestra neurolisiología que nos impulse a reaccionar violentamente. -
Es científicamente incorrecto decir que la guerra es causada por instinto o por cualquier otra motivación única. Las guerras actuales constituyen un complejo entramado donde convergen rasgos personales como la obediencia, la sugestionabilidad o el idealismo, habilidades sociales como el lenguaje y consideraciones racionales como costes, planificación y procesamiento de la información.
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En definitiva, el manifiesto concluye recordándonos que la misma especie que inventó la guerra, puede inventar la paz. La responsabilidad está en todos y cada uno de nosotros.
ACTIVIDADES DE APRENDIZAJE
I. Comprensión de lectura
De respuesta al siguiente cuestionario y remita su actividad al correo: tareasconsejomxneurociencias@gmail.com
1. Por qué las personas en grupos tienden a imitar el comportamiento de otras incluida la violencia?
2.- Explique las distinciones entre conducta agresiva y violenta
3.- Cuáles serían sus propuestas para reducir la violencia en su municipio/estado y país?
4.- En qué consiste el acoso laboral?
5.- En qué consistió el experimento de la cárcel de Stanford y por qué cree que los "guardias" actuaron violentamente sabiendo que era un experimento, que eran grabados y que se les había advertido que no emplearán la violencia?
6.- Qué es la empatía? Explique si la empatía es una condición innata o aprendida en el ser humano
7.- En qué consiste el "poder de la situación" según Zimbardo?
8.- Explique en qué consistió el experimento de Milgram y por qué los participantes actuaban causando un aparente sufrimiento a otro solo por el hecho de que se los ordenaran?
9.- En qué consistió el experimento de Jane Elliott?
10.- En qué consiste la necesidad de pertenencia y el poder del apoyo social?
11.- Cómo influyen en la actualidad las redes sociales para incitar actos violentos?
12.- Investigue en internet al menos 2 casos que por medios digitales han incitado a la violencia (física/psicológica/digital)
2.- Análisis
Analicemos el siguiente caso expuesto por el YouTuber "Dross" para dar respuesta a las preguntas que se exponen a continuación:
Los True Fur Furries
1. Cuáles son sus valoraciones o consideraciones sobre lo visto en el video?, es decir, porque personas disfrazadas de animales justifican su comportamiento violento en una sociedad en pleno siglo XXI?
Es muy importante tomar en consideración que los plazos para la entrega de actividades, aparecerán a un costado del botón que permite el acceso a esta unidad situado en el menú de este diplomado.