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ADICCIONES Y CONDUCTA ANTISOCIAL

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(...) Estaba a punto de salir de la habitación, cuando su mirada cayó en una botellita que estaba al lado del espejo del tocador. Esta vez no había letrerito con la palabra «BÉBEME», pero de todos modos Alicia lo destapó y se lo llevó a los labios. —Estoy segura de que, si como o bebo algo, ocurrirá algo interesante —se dijo. LEWIS CARROL, Alicia en el País de las Maravillas (1864)

INTRODUCCIÓN

El objetivo principal de esta unidad es presentar una visión general sobre cómo las drogas tienen la característica común de ser sustancias químicas psicoactivas; es decir, actúan sobre el sistema nervioso central (SNC) y, aunque difieren en sus mecanismos de acción, todas ellas comparten la activación de algunos núcleos específicos del cerebro generando cambios más o menos permanentes en su funcionamiento.

La neurobiología de la adicción se ha desarrollado enormemente en los últimos años, en gran parte a través del estudio experimental con animales y gracias al avance de las técnicas de neuroimagen. En función de los hallazgos, el concepto mismo de adicción se ha ido redefiniendo sucesivamente a través de diferentes teorías. Así, la adicción se ha explicado desde la naturaleza química de la sustancia adictiva que origina profundos cambios en ciertos circuitos neuronales como el circuito de refuerzo, para a continuación considerarla como un estado alostático adaptativo, donde la pérdida de la homeostasis cerebral es el eje fundamental que mantendría la conducta adictiva, y finalmente convertirse en un hábito no adaptativo, donde la clave fundamental sería la pérdida de control de la corteza prefrontal sobre la conducta y la incapacidad para el control de los impulsos.

Existen factores biológicos (que pueden aumentar el riesgo o ser protectores contra la adicción. Sin embargo, la influencia de los factores psicosociales y ambientales es determinante para desarrollarla. Las drogas de abuso originan modificaciones neuroanatómicas y funcionales más o menos persistentes en regiones cerebrales que participan en la recompensa cerebral, la toma de decisiones, la motivación, el aprendizaje y la memoria, favoreciendo la transición a la dependencia y transformando la estructura y la función del cerebro, que será más vulnerable a la recaída.

SISTEMA NERVIOSO A NIVEL MICROSCÓPICO: NEURONAS SINAPSIS

En las siguientes líneas se expondrán, a modo de breve introducción, unas consideraciones generales sobre el funcionamiento a nivel celular del sistema nervioso, incidiendo en las neuronas y su comunicación mediante sinapsis, sin las cuales resultará difícil comprender otras partes del capítulo y, por extensión, el concepto de adicción. Sin duda, sobre cada pequeño aspecto que trata este primer apartado se pueden escribir capítulos y libros enteros,' aunque como se ha comentado anteriormente, no es ésta la intención de la presente unidad, máxime considerando que la temática ha sido abordada en unidades previas.

LAS CÉLULAS NERVIOSAS

Las neuronas constituyen la unidad estructural y funcional del sistema nervioso junto con las células gliales. Los estudios más recientes en neurociencia nos indican que el encéfalo humano está compuesto por alrededor de 86 mil y 90 mil millones de neuronas (la estimación de 100 mil millones fue una referencia que en la actualidad ya no se utiliza, aún y cuando algunos autores lo sigan mencionando, esa estimación no posee ninguna base científica) que se hallan interconectadas para recibir, procesar y emitir la información correspondiente para cada acción característica de las estructuras especializadas en las que se agrupan. Las neuronas contienen los mismos orgánulos que el resto de las células de nuestro organismo, pero tienen algunas diferencias importantes con respecto a las demás: consumen mucha más energía, tienen un citoesqueleto muy especializado y, la que es su característica más destacada, son capaces de activarse y comunicar esta activación a otras neuronas, incluso a largas distancias. Para que la información fluya de una neurona a otra es necesario que se libere una sustancia química —el neurotransmisor— que inhiba o estimule a la neurona que la recibe a través de la unión específica a receptores.

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En condiciones de reposo, el neurotransmisor se encuentra almacenado en vesículas en el botón sináptico de una neurona y libera su contenido al exterior en respuesta a una estimulación. La señal producida por el mensajero químico debe ser breve para que las neuronas estén siempre disponibles para recibir nueva información. Por lo tanto, en cuanto el neurotransmisor se libera y se une a sus receptores, se ponen en marcha los mecanismos para inactivarlo. Uno de estos mecanismos consiste en volver a capturarlo e introducirlo en el terminal que lo liberó, para su posterior reutilización; otro es inactivarlo mediante la acción de enzimas específicas. En algunos casos, el efecto del neurotransmisor estimulará a la neurona postsináptica y la activará disparando un nuevo impulso, mientras que en otros casos tiene el efecto contrario, evitar que dispare.

Dependiendo de esta cualidad de los neurotransmisores y de su actividad sobre sus receptores específicos, las neuronas pueden organizarse en diferentes familias. En las últimas décadas se han identificado una gran cantidad de sustancias neurotransmisoras y donado un gran número de receptores para ellas.

Las drogas de abuso son sustancias químicas que van a trabajar en nuestro sistema nervioso como lo hacen los neurotransmisores, propiciando su aumento, su disminución, o bien imitando sus efectos sobre los receptores (Recuadro 1). Las rutas de neuronas que utilizan un neurotransmisor para comunicarse entre ellas se constituyen en vías que se denominan según el nombre de dicho neurotransmisor; por ejemplo, vías colinérgicas, dopaminérgicas o serotoninérgicas.

COMUNICACIÓN NEURONAL

Como se ha comentado antes, la función más relevante de las neuronas es la comunicación. A los lugares de unión especializados de contacto entre neuronas se los denomina sinapsis. Las sinapsis se desarrollan y modifican a lo largo de la vida de acuerdo con el aprendizaje y las experiencias de la persona, como se comentaba en el capítulo anterior a propósito de la interacción entre el cerebro y el ambiente. Esta característica dota a nuestro cerebro de un enorme poder plástico, modificable y versátil dependiendo de las necesidades y las experiencias concretas. Esta plasticidad cerebral permite adaptar-nos, pero también es la herramienta a través de la cual las drogas, sus consecuencias positivas y sus consecuencias negativas condicionan nuestro cerebro. Las sinapsis se establecen de manera unidireccional entre neuronas, de tal modo que en una sinapsis un determinado terminal actuaría como presinapsis y el otro terminal de contacto actuaría como postsinapsis. Dentro de las diferentes taxonomías neuronales, estas conexiones sinápticas pueden producirse entre terminales sinápticos de dos neuronas (axoaxónica), entre sus dendritas (dendrodendrítica) o de la forma más habitual, entre un terminal axónico y el árbol dendrítico de la neurona a sinaptar (axodendrítica). Es importante destacar que una neurona actúa al mismo tiempo como presinapsis con la conexión posterior y como postsinapsis con la neurona anterior, y al mismo tiempo puede recibir decenas o cientos de conexiones al unísono. El sumatorio final de todas estas conexiones condicionará que una neurona tomada de manera individual se active, provocando un potencial de acción, o se inhiba debido a la llegada de seriales que aumentan su umbral de disparo. La complejidad de estas comunicaciones, abstractas y difíciles de cuantificar, es la responsable de que el cerebro sea algo inimitable y único. Pero las sinapsis no son la única comunicación de tipo químico que pueden utilizar las neuronas. A lo largo de toda la membrana neuronal se localizan diferentes tipos de receptores capaces de recibir señales de sustancias como los neuromoduladores o neurohormonas que son liberados por los terminales sinópticos al espacio extracelular. Este tipo de sustancias las pueden liberar neuronas que utilizan en su comunicación otros neurotransmisores o neuronas especializadas. La función neuro-moduladora de estas sustancias es crucial para entender algunos aspectos de la neurobiología de la adicción. Como se describirá más adelante, las neuronas especializadas en la liberación de péptidos opioides (neuronas opioides) modulan la acción de las neuronas dopaminérgicas que conectan el área tegmental ventral y el núcleo accumbens en el circuito de la adicción.

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DEFINICIÓN DE DROGA Y CLASIFICACIÓN EN FUNCIÓN DE LOS EFECTOS EN EL SISTEMA NERVIOSO CENTRAL

Según la Organización Mundial de la Salud, una droga es «toda sustancia que, introducida en el organismo por cualquier vía de administración, puede alterar de algún modo el sistema nervioso central del individuo que la consume». Se han propuesto decenas de clasificaciones de las sustancias capaces de provocar adicción, ya sea a partir de su estructura química, de su estatus legal, de su efecto principal, etc. Ninguna de ellas ha mostrado su utilidad para abarcar la enorme gama de compuestos químicos que pueden verse envueltos en un comportamiento adictivo y que pueden presentar, en algunos casos, efectos contrapuestos en la misma persona en función del ambiente en que se consuma. Por mencionar alguna de las clasificaciones, expondremos las siguientes:

Drogas depresoras del sistema nervioso central: aquellas que inhiben o atenúan los mecanismos cerebrales que sirven para mantener el estado de vigilia y pueden producir diferentes grados de depresión desde la relación, la sedación y la somnolencia hasta la anestesia y el coma. Alguna de estas drogas también produce analgesia. Ejemplos: alcohol, opiáceos (heroína, morfina, opio, etc.), cannabis (hachís, marihuana, etc.), hipnóticos y sedantes (barbitúricos, benzodiacepinas) o inhalables y otros neurotóxicos (disolventes, colas, pinturas, barnices, lacas, gasolina).

Drogas psicoestimulantes: sustancias que producen euforia, que se manifiesta como bienestar y mejoría del humor aumentando el estado de alerta y la actividad motriz. Consecuencia de la estimulación del sistema nervioso central es la disminución de la sensación subjetiva de la fatiga y el apetito y la me-jora del rendimiento intelectual. También producen otros efectos como son la estimulación del sistema cardiovascular. Ejemplos: cocaína, anfetaminas (algunas de venta en farmacia y otras ilegales como el speed y el éxtasis), cafeína, xantinas o nicotina.

Drogas psicodélicas o alucinógenas: sustancias que se encuentran en plantas, en hongos, o son un producto de síntesis. En una u otra medida, dependiendo del tipo de sustancia, distorsionan aspectos relacionados con la percepción, con los estados emociona-les y con la organización del pensamiento, y en algunos casos llegan a producir ilusiones o alucinaciones. Ejemplos: LSD, mescalina o psilocibina.

SISTEMA NERVIOSO A NIVEL MACROSCÓPICO: EL CEREBRO

El SNC está formado por el encéfalo y la médula espinal. Este sistema se distingue del sistema nervioso periférico, entre otras cuestiones, porque está protegido por huesos, ya sean el cráneo o las vértebras. El encéfalo presenta a su vez unas grandes divisiones —cerebro posterior o rombencéfalo, cerebro medio o mesencéfalo y cerebro anterior o prosencéfalo— que se corresponden con momentos concretos del desarrollo del sistema.

 

Las dos primeras divisiones configuran el cerebelo y el tallo cerebral, que anatómicamente está constituido a su vez, de abajo arriba, por el bulbo raquídeo, la protuberancia y el mesencéfalo; por estas estructuras pasa toda la información saliente y entrante desde el sistema y hacia éste, y además son las en-cargadas de regular aspectos vitales como la respiración o la regulación del ritmo cardíaco. La tercera gran división, denominada cerebro anterior, se segrega a su vez en dos segmentos: el telencéfalo y el diencéfalo. Como se verá más adelante, las principales estructuras del telencéfalo y algunas regiones del diencéfalo, como determinados núcleos talámicos o el hipotálamo, están fuertemente implica-das en el proceso adictivo. El encéfalo, y en particular el cerebro anterior, regula y controla la actividad global de todo nuestro organismo y es la estructura arquitectónica en la que se generan los comportamientos, las cogniciones y las emociones, manteniendo sin remedio una interacción continua y recíproca con el mundo exterior. El cerebro presenta a simple vista dos hemisferios, relativamente simétricos, e interconectados de manera amplia por el cuerpo calloso, una comisura compuesta por entre 200 y 250 millones de axones de neuronas. Toda la superficie de ambos hemisferios está envuelta en corteza cerebral, compuesta por millones de cuerpos o somas neuronales, lo que constituye la llamada sustancia gris. Por debajo de ella se extienden millones de fibras que conectan los cuerpos neuronales:

 

  • de dentro de un mismo hemisferio, proyectándose de atrás hacia delante y viceversa;

  • de hemisferios contralaterales, proyectándose de derecha a izquierda y viceversa, o

  • que conectan estructuras centrales con periféricas —por la vía del tallo cerebral— proyectándose de arriba abajo y viceversa.

 

Todo esto conforma lo que se denomina sustancia blanca. La corteza cerebral, córtex o sustancia gris presenta una serie de salientes llamadas circunvoluciones y unos surcos más o menos profundos den-minados fisuras, que le confieren ese aspecto característico y la subdividen anatómica y funcionalmente en lóbulos: frontales, parietales, temporales y occipitales (de ahí que se hable de corteza frontal, parietal, temporal u occipital), aunque también existe un quinto lóbulo, denominado lóbulo de la ínsula, ubicado profundamente en la superficie lateral del cerebro, dentro del surco lateral o cisura de Silvio. Sin embargo, a la hora de pensar en el cerebro enmarcado en el contexto de la adicción es necesario revisar un sistema funcional formado por diferentes estructuras corticales y subcorticales llamado sistema límbico. Este sistema procesa y gestiona las respuestas emocionales y motivacionales. Está también relacionado con procesos cognitivos, como la atención o la memoria, en la medida en que modula la motivación del sistema ante determinados estímulos y hacia éstos. De esta manera, regula las atribuciones afectivas de los estímulos y los recuerdos. Parece que este sistema interacciona muy veloz-mente —y sin una aparente mediación de estructuras cerebrales superiores— con el sistema endocrino y el sistema nervioso autónomo, convirtiéndose así en el sistema visceral, quizá menos racional, íntimamente relacionado con las adicciones. Desde el punto de vista anatómico, el sistema límbico incluye regiones de la corteza prefrontal, en especial la corteza orbitofrontal y el cingulado anterior, así como los núcleos anteriores del tálamo, algunas regiones hipotalámicas, los ganglios basales ventrales, las amígdalas, los hipocampos, el septum y todas las conexiones que se establecen entre ellos.

A continuación se revisarán algunas de las principales estructuras relacionadas con la conducta adictiva.

 

LA CORTEZA PREFRONTAL

Los lóbulos frontales del cerebro se pueden dividir en dos porciones diferenciadas. La primera de ellas, anatómicamente situada en su porción posterior, está involucrada en funciones motoras y se subdivide en corteza motora, corteza premotora y corteza oculomotora. La segunda de ellas, la corteza prefrontal (CPF), se ha convertido en los últimos años en una estructura estudiada exhaustivamente a todos los niveles, en la medida en que parece el correlato neurológico de las funciones ejecutivas, e incluso se ha llegado a relacionar con conceptos clásicos como la inteligencia.' La CPF también podría ser la responsable de eso que siempre se ha llamado personalidad. En 2010 apareció el primer artículo científico que utilizó el concepto neuropsicología de la personalidad para referirse, precisa-mente en el contexto de la adicción, a cómo el rendimiento prefrontal y la personalidad están muy relacionados entre sí.' Se trata de un área de asociación heteromodal, ampliamente interconectada con multitud de regiones corticales y subcorticales, que permite orquestar el rendimiento de todo el sistema mediante mecanismos de control, organización y coordinación. Se distinguen, en términos generales, tres áreas independientes en cuanto a su función, pero íntimamente relacionadas. En primer lugar, la CPF dorsolateral, relacionada con la elaboración de planes, la gestión atencional superior y, en general, con el control cognitivo,6 cuyos déficits hay que englobarlos bajo el llamado síndrome disejecutivo. En segundo lugar, la CPF ventromedial, que gestiona aspectos motivacionales y de la toma de decisiones, en la medida en que parece el área responsable de orientar a los individuos hacia sus metas y cuyas alteraciones configuran diferentes gravedades del síndrome apático. Por último, la CPF orbital, que regula las respuestas emocionales sujetándolas a normas morales o éticas y cuya lesión conlleva conductas inadecuadas, desinhibidas o socialmente reprobables. De esta manera, las tres esferas de la actividad humana —cognición, emoción y conducta— que con frecuencia aparecen alteradas en los trastornos adictivos están relacionadas, entre otras, con la integridad de estas tres áreas funcionales: dorsolateral, ventromedial y orbital. La CPF, además, es la porción de la corteza cerebral que contiene más neuronas sensibles a la dopamina, lo que la relaciona con el funcionamiento atencional y de memoria comentado antes, la planificación y la motivación y el circuito de recompensa que se analizará más adelante.

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LOS GANGLIOS BASALES

 

En el centro de la sustancia blanca se encuentran unas estructuras de sustancia gris, denominadas ganglios basales o núcleos grises de la base, anatómica y funcionalmente diferenciadas, que se han relacionado con el control de las habilidades que han sido procedimentalizadas mediante la práctica, como las rutinas y los hábitos motores. Estos ganglios basales incluyen el putamen, el globo pálido y el núcleo caudado, cuya extensión ventromedial —el núcleo accumbens— resulta esencial para comprender la adicción. En la actualidad se diferencian dos divisiones del núcleo accumbens: la zona central, denominada core, y la corteza, llamada shell. Tradicionalmente, algunos de estos núcleos se agrupan en subdivisiones funcionales como el cuerpo o núcleo estriado, formado por el caudado, el putamen y el núcleo accumbens; e incluso en áreas especializadas, como el estriado dorsal (parte superior del caudado y el putamen) y el estriado ventral (parte inferior y medial del caudado y el putamen junto con el núcleo accumbens). Las neuronas espinosas medianas del cuerpo estriado son el tipo de neurona más densamente cargada de espinas dendríticas de todo el cerebro, lo que las hace estar bien diseñadas para integrar información procedente de diferentes fuentes y son muy relevantes a la hora de entender gran parte de las conexiones que se establecen en el circuito de la adicción que se analizará en adelante. La principal fuente de información aferente de los ganglios basales proviene de núcleos mesencefálicos dopaminérgicos y del lóbulo frontal, tanto de áreas motoras y premotoras como de la corteza prefrontal. Existe una serie de estructuras en estrecha relación funcional con los ganglios basales pero que forman parte del diencéfalo, como es el núcleo subtalámico o parte del mesencéfalo, como el área tegmental ventral y la sustancia negra en sus dos divisiones: parte compacta y parte reticulada.

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AMÍGDALA E HIPOCAMPO

Las amígdalas o cuerpos amigdalinos son un con-junto de núcleos de sustancia gris localizados en la profundidad de los lóbulos temporales, anteriores a los hipocampos, localizados longitudinalmente en la parte más medial de dichos lóbulos temporales. Aunque de los hipocampos siempre suele evocarse en primera instancia su implicación en la formación de nuevos recuerdos, es importante destacar que dicho almacenamiento depende, directamente, y como no puede ser de otra manera, de la motivación que el individuo tenga porque dicho almacenamiento se produzca. En efecto, el sistema atiende, codifica, procesa y almacena la información en función de aspectos fundamentalmente emocionales. Buena parte de la población mundial recuerda qué hacía mientras caían las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York, mientras que nadie, o casi nadie, recuerda qué hizo el miércoles anterior o el jueves siguiente. Esto es así porque las amígdalas desempeñan un papel crucial a la hora de asignar la motivación por los procesos memorísticos, de manera que los eventos más emocionalmente activadores incrementarán su función, y ésta aumentará la calidad y la cantidad de los recuerdos.`' La amígdala también envía proyecciones al hipotálamo para activar el sistema nervioso autónomo o a los núcleos reticulares con el objeto de incrementar la excitación (arousal) y que así el individuo esté vigilante —se paralice o huya—; para ello, informa al área tegmental ventral, el locus coeruleus y el núcleo tegmental laterodorsal para la activación de neurotransmisores específicos como la dopamina, la noradrenalina y la adrenalina. En última instancia, la conjugación entre amígdalas e hipocampos es crucial para entender algunos de los problemas de los adictos a la hora de alma-cenar y recuperar su propia historia personal, cuándo necesitan huir de determinadas circunstancias que valoran negativamente o cuánto necesitan acercarse a la sustancia. En este sentido, el estrés psicosocial tiene un papel importante en todos estos procesos: se han hallado receptores de mineralocorticoides en los hipocampos que los hacen especialmente vulnerables al estrés a largo plazo y esta vulnerabilidad puede llegar a evidenciarse con atrofias hipocampales en pacientes con síndrome de Cushing, un trastorno producido por altos ni-veles de cortisol en el torrente sanguíneo. En este sentido, no está claro si el síndrome amnésico que con frecuencia se informa en los adictos es consecuencia del consumo, lo hace vulnerable o, simplemente, es una alteración secundaria a una situación de estrés agudo y crónico.

MODELOS ANIMALES EN LA INVESTIGACIÓN DE LAS ADICCIONES

Desde un punto de vista filogenético, y aunque el tamaño de nuestro encéfalo sea mayor en proporción que el de cualquier otro gran animal, se debe tener en cuenta que la arquitectura celular y molecular del sistema nervioso es, en su mayor parte, compartida por vertebrados e invertebrados. Así, por ejemplo, en la mosca de la fruta pueden encontrarse la mayoría de los neurotransmisores, la mayoría de las moléculas que intervienen en la liberación sináptica y en la recaptación de los receptores, y la mayoría de los canales de neurotransmisión que participan en los vertebrados." Los mecanismos neurales responsables de la emoción y la conducta habrían sido adoptados mediante la selección natural para maximizar la adaptación de los organismos en un sentido darwiniano. El hecho de que aparezca una autoadministración compulsiva de drogas en mamíferos sugiere que éstas actúan sobre sustratos del cerebro que habrían sido conservados a través de la evolución de los mamíferos a nivel anatómico, químico y, quizás incluso, emocional y motivacional. Por este motivo, del estudio neurobiológico con modelos animales es posible extraer información válida que puede extrapolarse a lo que ocurriría cuando un cerebro humano consume drogas. La investigación básica en animales de laboratorio ha permitido avanza r enormemente en la comprensión de los complejos mecanismos que gobiernan la adicción a drogas de abuso. Sin embargo, no existe un modelo animal que emule por completo la adicción tal y como se define en humanos sino que, más bien, existen modelos animales que permiten investigar elementos específicos del ciclo adictivo. Es decir, los modelos animales de adicción son una aproximación experimental que nos per-mite estudiar un fenómeno concreto observado en adictos, por ejemplo: la impulsividad, la compulsión, el refuerzo positivo o negativo, la recaída, etc. Así, en los últimos años se han desarrollado numerosos modelos animales que tratan de mimetizar cada una de estas fases del ciclo adictivo, así como ciertos síntomas observados en adictos.

MODELOS DE REFUERZO POSITIVO

 

Todas las drogas actúan como reforzadores positivos de la conducta, especialmente en los estados iniciales de consumo, por eso se piensa que los efectos placenteros derivados de la activación del sistema de recompensa cerebral constituyen una parte importante en el inicio del ciclo de la adicción. Así, la mayoría de las drogas de abuso que producen dependencia en humanos como la cocaína, el alcohol, la nicotina, los psicoestimulantes, la heroína, etc., son autoadministradas por anima-les de laboratorio. Por ejemplo, los roedores y los primates no humanos son capaces de presionar a voluntad y de forma repetida una palanca para obtener inyecciones intravenosas de morfina o cocaína, es decir, se autoadministran voluntaria-mente la droga. Mediante el modelo de autoadministración de drogas, con todas sus variantes, es posible medir las propiedades reforzadoras de una droga, así como determinados aspectos motivacionales; la adquisición de la conducta de autoadministración de una droga varía dependiendo de sus propiedades reforzadoras y de las diferencias individuales de cada sujeto. En los animales, incluidos los humanos, el potencial adictivo de una droga no es exactamente igual para todos los individuos, a pesar de que se mantengan las mismas dosis y condiciones experimentales, lo cual explica las diferencias interindividuales encontradas en la práctica clínica. Otra técnica empleada en laboratorio para estudiar los circuitos neuronales del refuerzo positivo es la estimulación eléctrica intracraneal (EEIC). Esta técnica permite medir cambios en los sistemas que median el refuerzo durante el curso de la adicción. Olds y Milner describieron en 1954 cómo la estimulación eléctrica de ciertas áreas cerebrales en humanos producía placer.

Hoy se conocen mucho mejor los sistemas neuronales que controlan el comportamiento motivado, y se sabe que las drogas de abuso disminuyen el umbral para la EEIC, lo que significa que alcanzamos más placer tras el consumo de la droga, y esta disminución del umbral de EEIC se correlaciona con el potencial de abuso de la droga. Es decir, las drogas más adictivas inducirán una mayor disminución del umbral EEIC. Los estímulos ambientales (p. ej., los visuales u olfativos) pueden asociarse a las propiedades reforzadoras de las drogas mediante el condiciona-miento clásico, convirtiéndolos en reforzadores secundarios. Estos reforzadores secundarios tienen un papel fundamental en el mantenimiento de la adicción y las recaídas; de ahí que, por ejemplo, siempre se recomiende al adicto no volver a los

ambientes en los que es probable que se desencadene un consumo no deseado. Así, las propiedades reforzadoras de una droga también pueden medir-se experimentalmente mediante la preferencia de lugar condicionada, que consiste en medir el tiempo que el animal elige pasar libremente en un determinado compartimento, visualmente diferenciado de otros, y que con anterioridad ha sido asociado a la inyección de la droga.

MODELOS DE ABSTINENCIA

Los modelos animales también nos permiten hacer aproximaciones al estado de abstinencia a las drogas de abuso. En general, las respuestas fisiológicas que el organismo genera durante la fase de abstinencia son opuestas a las observadas durante el consumo agudo de la droga. Por ejemplo, si el consumo de cocaína produce euforia y placer, durante una fase de abstinencia tras el consumo crónico el cuerpo reaccionará produciendo anhedonia y malestar. Algunas drogas, como los opiáceos o el alcohol, manifiestan signos físicos de abstinencia más claros que otras, como los psicoestimulantes. En animales de laboratorio pueden medirse fácilmente los signos físicos de la abstinencia, como temblores, diarrea, parpadeo de los ojos, irritabilidad, postura anómala, pérdida de peso, vocalizaciones, rigidez de la cola, etc. Existen esca-las de valoración estandarizadas para la medida de los signos físicos de dependencia a la nicotina, los opiáceos o el alcohol. Pero no son menos interesantes las medidas motivacionales que pueden hacerse para comprender los mecanismos adaptativos que llevan a la drogadicción. Algunas de estas medidas motivacionales incluyen el laberinto en cruz elevado o la EEIC. Mediante el laberinto elevado en cruz se puede medir el estado de ansiedad de un animal, cuantificando del tiempo que pasa y el número de entradas que hace en una plataforma elevada abierta, desde donde se vislumbra la altura a la que está situado, respecto al tiempo y el número de entradas en una plataforma contigua cerrada, donde el animal no tiene visibilidad. Los animales ansiosos prefieren permanecer en la plataforma cerrada porque la perciben como más segura.

La EEIC nos ofrece también información sobre los mecanismos adaptativos durante la abstinencia; si el consumo de drogas disminuía el umbral de recompensa por un mayor refuerzo, durante la abstinencia se observan aumentos en el umbral de EEIC, lo cual sugeriría que el consumo de sustancias adictivas dificulta, en cierta medida, la obtención de placer con otras tareas cotidianas.

Modelos de recaída

Los procesos neurobiológicos que sustentan la recaída en el consumo también pueden estudiarse en la investigación básica. ¿Cómo se explica que un ex fumador vuelva a recaer tras varios meses de abstinencia? ¿Qué factores influyen en que se produzca esta recaída? Los modelos animales pueden mimetizar esta situación mediante la extinción de la conducta de autoadministración y el reinicio en la búsqueda de la droga. Así, un animal que recibe inyecciones intravenosas de nicotina cada vez que presiona voluntariamente una palanca, dejará de hacerlo progresivamente cuando la droga ya no esté disponible, hasta que la conducta se extinga. En ese momento, ciertos estímulos específicos pueden reiniciar la conducta de búsqueda de la sustancia. Efectivamente, ese animal que ha dejado de estar en contacto con la droga y ha extinguido su comportamiento puede retornarlo si se le inyecta una dosis baja de aquélla, si se le muestra un estímulo visual previamente asociado a la obtención de la droga o si se le somete a un estímulo estresante, como por ejemplo recibir una pequeña descarga eléctrica. De esta manera, se puede afirmar que los factores que inducen a la recaída son, principal-mente, la reexposición a bajas dosis de la droga, la aparición de estímulos condicionados y el estrés, que aparecerá en diferentes ocasiones a lo largo de toda la obra como uno de los factores de mayor interés, dado que tiene la propiedad de incrementar en los humanos la sintomatología prefrontal y empeorar el rendimiento ejecutivo del individuo.

Modelos de transición a la dependencia

Los cambios neurobiológicos que subyacen a la toma de drogas son diferentes dependiendo de la fase de consumo en la que nos encontremos; es decir, las adaptaciones neuronales en una fase de uso serán reversibles e inapreciables, mientras que aquellas adaptaciones producidas por el abuso o la adicción pueden perdurar durante mucho más tiempo. Por este motivo, y aunque durante cierto tiempo se han estudiado los efectos de las drogas en comparación con un estado libre de éstas, parece necesario recurrir a modelos animales más sofisticados para entender los cambios neurobiológicos de la transición a la adicción, comparando sujetos que consumen droga sin ser necesariamente dependientes a ella con otros sujetos que muestran signos de dependencia a la sustancia. Los modelos animales desarrollados más recietemente tratan de mimetizar síntomas específicos definidos por criterios diagnósticos DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), de manera que tienen una mayor validez predictiva para el estudio de la adicción. Por ejemplo, uno de los fenómenos que caracterizan el desarrollo de la adicción, y que está recogido como criterio diagnóstico, es el incremento en la frecuencia y la cantidad de la droga que se consume. Esta conducta compulsiva de la adicción puede estudiarse mediante modelos de escalada en la autoadministración de drogas. Así, se ha observado que anima-les expuestos diariamente a períodos muy cortos (p. ej., 1 h) de autoadministración presentan unos niveles constantes de consumo de la droga que se mantiene durante varias semanas. Sin embargo, una exposición diaria prolongada a la droga (p. ej., 6 h) modifica gradualmente el patrón de consumo, observándose incrementos progresivos día a día en la cantidad de droga consumida —escalada en el consumo— hasta alcanzarse un nivel plateau (o techo) a las semanas. Es decir, los consumos voluntarios de la droga en una situación en la que el animal se autoadministra libremente la sustancia, que está disponible durante un tiempo limitado, difieren del todo dependiendo de si el animal ha tenido un acceso restringido o prolongado a la droga, incluso si se compara solamente la primera hora de autoadministración para equiparar los períodos de tiempo. Los animales que presentan una escalada en el consumo muestran también una motivación exacerbada por la droga que puede cuantificarse experimentalmente. Modificar las condiciones de autoadministración, desde presionar la palanca para una autoadministración hasta tener que presionar progresiva-mente cada vez más veces para obtener una sola dosis, permite medir hasta qué punto el animal es capaz de esforzarse para conseguir la droga. Si se somete a este paradigma a los animales expuestos a un acceso restringido y prolongado a la droga, se observa que estos últimos responden con una persistencia mucho mayor, emulando de nuevo criterios clínicos, como mostrar un deseo persistente por la droga, incapacidad de controlar la toma, o dedicar mucho tiempo a obtener la sustancia adictiva. De hecho, estos animales se olvidan incluso de actividades básicas como comer o beber cuando están en las jaulas de autoadministración. Existen otros modelos de dependencia a drogas que mimetizan criterios específicos usados para el diagnóstico de una adicción. Por ejemplo, el uso continuado de una droga que hace el adicto a pesar de conocer sus consecuencias negativas físicas o psíquicas es otro criterio de diagnóstico de adicción, y puede mimetizarse en el laboratorio asociando la autoadministración de la droga con un castigo; los animales inducidos experimentalmente en una adicción severa continúan administrándose la droga ¡a pesar de recibir un castigo por ello!

NEUROBIOLOGÍA DEL USO, EL ABUSO Y LA ADICCIÓN A DROGAS 

Para analizar qué ocurre en el cerebro cuando entra en contacto con una droga es necesario definir y establecer la distinción entre el uso, el abuso y la dependencia o adicción. Se considera fase de uso de una droga la iniciación al consumo o al uso meramente recreativo y excepcional; es una fase en la que se experimentan los efectos placenteros del consumo y la activación del sistema de recompensa cerebral o circuito de refuerzo. El consumo de una droga en esta fase no implica que el usuario sea adicto a ella ni que vaya a serlo, aunque el contacto con la sustancia durante esta fase es un prerrequisito para que más adelante pueda establecerse una pauta de abuso o incluso de dependencia. La fase de abuso implica un consumo recurrente de la sustancia, a pesar de percibirla como algo dañino, y de incrementar el riesgo de que se produzcan efectos adversos en los planos personal, laboral o social. En este sentido, se puede afirmar que el uso y el abuso difieren, además de en intensidad, duración y frecuencia, en las consecuencias que producen; emborracharse una noche puntual de un fin de semana no parece un problema grave (uso) siempre que no se haga a menudo aunque haya que madrugar al día siguiente para ir al trabajo (abuso). Desde el punto de vista neurobiológico, en esta fase de abuso comienzan a producirse diversas neuroadaptaciones cerebrales que, supera-do un punto crítico o punto de transición, suponen que el sujeto ha desarrollado una adicción. La fase de dependencia o adicción supone la consolidación de múltiples y complejas neuroadaptaciones que van a mantenerse a largo plazo. Estas neuroadaptaciones son el sustrato neurobiológico de la automatización del consumo que tradicionalmente ha sido relacionada con la actividad de los ganglios basales y sus proyecciones dopaminérgicas. En efecto, parece que tras estas tres fases se esconde un aprendizaje procedimental relativamente clásico en el que, en palabras de Schneider y Shiffrin:' a) «casi siempre se activa como respuesta a una con-figuración estimular específica»; b) «se activa de manera automática sin necesidad de control activo o atención por parte del sujeto», y c) «opera a través de un juego permanente de conexiones que requiere una considerable cantidad de práctica para desarrollarse». La adicción y, más concretamente, las habilidades motoras de la preparación de la sustancia y la autoadministración, permanecerán en el sistema del adicto para siempre.

La dopamina y el circuito de recompensa

El consumo de sustancias adictivas es una conducta reforzada, como la alimentaria o la sexual. Se define como refuerzo la actividad de ciertos sistemas neurales que actúan incrementando la probabilidad de un comportamiento que mantenga el contacto del individuo con un estímulo, ya sea en el presente o en el futuro, puesto que es una actividad percibida como gratificante (placentera o reductora del malestar). En el caso de la conducta alimentaria o sexual, el refuerzo serviría para mantener un comportamiento adaptativo —la supervivencia de la especie—, mientras que la adicción supone un comportamiento no adaptativo. Tanto los reforzadores naturales —la comida— como los artificiales —las drogas de abuso— activan un sistema neural básico denominado circuito de recompensa o de refuerzo. Tradicionalmente se ha identificado este sistema con un neurotransmisor específico, la dopamina, dado que el principal circuito involucrado posee proyecciones dopaminérgicas: el sistema mesocorticolímbico. En efecto, los cuerpos o sornas de las principales neuronas dopaminérgicas están localizados en el área tegmental ventral y envían proyecciones hacia el núcleo accumbens y la CPF medial (cingulado anterior). El núcleo accumbens, a su vez, está conectado con el núcleo pálido ventral, compuesto por neuronas gabaérgicas, que conectan de nuevo con el área tegmental ventral, y todo este sistema está regulado, a su vez, por conexiones glutamatérgicas procedentes de la CPF y de estructuras límbicas como la amígdala y el hipocampo.

Este juego de conexiones, representado en la siguiente figura, es lo que se conoce como el circuito de recompensa o de refuerzo. Todas las drogas de abuso inducen una liberación de dopamina en el sistema mesocorticolímbico, específicamente en el núcleo accumbens, aunque dependiendo de la sustancia adictiva, los mecanismos de liberación de dopamina difieren. Algunas drogas, como la metanfetamina, incrementan los niveles extracelulares de dopamina en el núcleo accumbens mediante el vaciado directo de las vesículas que contienen dopamina en la neurona; otras, como la cocaína, lo hacen mediante el bloqueo de la proteína que transporta la dopamina del espacio extracelular al interior de la neurona; un mecanismo éste compartido también con la metanfetamina.

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Otras drogas, como los opiáceos, actúan a través de receptores opioides mu inhibiendo a interneuronas gabaérgicas en el área tegmental ventral, lo que estimula la liberación de dopamina en el núcleo accumbens. La nicotina parece actuar a través de la unión a receptores nicotínicos de la acetilcolina localizados en neuronas dopaminérgicas del área tegmental ventral y núcleo accumbens —aunque no exclusivamente ya que se conocen otros mecanismos—, mientras que los cannabinoides actúan sobre receptores CB 1 localizados en neuronas del circuito mesocorticolímbico. Las drogas de síntesis, como el éxtasis, afectan también a la concentración de dopamina e inducen la liberación masiva de otros neurotransmisores como la serotonina. Los mecanismos exactos de cómo actúa el alcohol no se han descrito todavía, aunque se sabe que es capaz de activar distintos sistemas de neurotransmisores que interactúan entre sí, como el sistema opioide endógeno, el sistema dopaminérgico, el ácido gamma-aminobutírico (GABA), los endocannabinoides y el glutamato. Independientemente de su mecanismo de libe-ración, la dopamina parece participar en la anticipación del refuerzo en sí, en la conducta de búsqueda de droga, ya que desempeña un importante papel en la atribución de propiedades reforzadoras secundarias a cienos estímulos condicionados o incentivos de la conducta. Los incentivos son señales que indican que se acerca el refuerzo o que está accesible. Es decir, durante el consumo de una droga ciertos estímulos ambientales neutros (un olor, una luz, un sonido, etc.) pueden adquirir propiedades de refuerzo secundarias al asociarse con los reforzadores (la sustancia adictiva).

Dichos estímulos condicionados son estímulos incentiva-dores de la conducta que podrían activar la liberación de dopamina, facilitando la conducta de búsqueda de la droga. Algunas investigaciones señalan que, en animales entrenados para autoadministrarse una determinada sustancia, los niveles de dopamina aumentaban de inmediato antes de recibir la inyección de droga, y disminuían después para volver a incrementar progresivamente anticipando la próxima inyección. Así pues, el papel de la dopamina es más importante en la conducta preparatoria de búsqueda o anticipación que en la respuesta de consumo en sí. Robinson y Berridge describieron que el refuerzo está dividido en dos componentes: el que regula el deseo de consumir la droga, y el que regula el placer por el consumo de ésta» Ambos componentes del refuerzo están claramente disociados en el adicto, como se verá más adelante, y están regulados por sistemas neurales diferentes: la dopamina mediaría el deseo mediante la atribución a los incentivos, mientras que otros sistemas como los opioides o el GABA participarían en la evaluación del placer.

Neuroadaptaciones en la adicción

Las propiedades reforzadoras positivas de las drogas explican el consumo de la sustancia adictiva durante la fase de uso. En primer lugar, el consumidor busca la droga por las sensaciones placenteras que le produce su consumo. Sin embargo, la consolidación y el mantenimiento de la adicción se explican mejor mediante fenómenos de refuerzo negativo, en los que no se consume para obtener placer sino para aliviar la sintomatología negativa asocia-da a la abstinencia, como la ansiedad o la anhedonia. De hecho, la retirada de la droga tras una fase de consumo crónico produce el llamado síndrome de abstinencia. Durante la abstinencia, el descenso de mediadores hedónicos positivos, como la dopamina, la serotonina, los opioides y el GABA, provoca un estado hedónico negativo caracterizado por disforia (dopamina y serotonina), sensaciones dolorosas (opioides) y estados de ansiedad (GABA). Estos mecanismos compensatorios pueden afectar al mismo sistema neuroquímico (adaptaciones intrasistema) o a diferentes sistemas neuroquímicos (adaptaciones intersistemas). Es decir, la retirada de la cocaína puede inducir no solamente la disminución de dopamina consecuencia de la masiva liberación de este neurotransmisor (adaptación intrasistema), sino también la activación de sistemas neuronales opuestos como la liberación del neuropéptido opioide dinorfina (adaptación intersistema), contribuyendo ambos al estado emocional negativo durante la abstinencia.

El uso continuado de drogas puede producir tolerancia. La tolerancia se define como una menor sensibilidad a los efectos inducidos por la droga, que aparece gradualmente tras el consumo de la sustancia adictiva, lo que lleva al individuo a incrementar la dosis de ésta para obtener los mismos efectos que tras los primeros consumos. Esta tolerancia puede deberse a un incremento en los mecanismos homeostáticos internos que tratan de eliminar la droga y situar al cuerpo en un estado libre de droga. Por ejemplo, el aumento en la actividad de las enzimas que degradan la droga, o la desensibilización de los receptores celulares donde actúa la sustancia, son mecanismos que nuestro cuerpo utiliza para frenar el efecto de la droga en el organismo. Si estos mecanismos están sobreactivados, cuando se introduce la droga de nuevo en el organismo ésta actuará con menos intensidad y serán necesarias dosis mayores para conseguir el mismo efecto. Es muy interesante el hecho de que algunas drogas como los opioides y los cannabinoides pueden producir tolerancia cruzada, es decir, el consumo de una de ellas produce tolerancia a los efectos de la otra. Este fenómeno puede implicar que existan mecanismos biológicos comunes para diferentes drogas de abuso. Por otro lado, el consumo de drogas también puede inducir el fenómeno de sensibilización, que es el aumento progresivo y persistente de algún efecto producido por aquéllas.

En condiciones experimentales se ha descrito ampliamente el fenómeno de sensibilización conductual tras la ad-ministración repetida de psicoestimulantes, que consiste en la hiperlocomoción potenciada que se observa tras la inyección de estas drogas. La sensibilización y la tolerancia no son fenómenos excluyentes el uno del otro, es decir, una droga puede provocar tolerancia a los efectos placenteros pero inducir sensibilización a los efectos nocivos, por lo que, en este caso, un aumento de la dosis tendría consecuencias fatales para el consumidor. La teoría de la sensibilización de Robinson y Berridge" propone que durante la primera etapa del consumo de una droga se desencadenan fenómenos de placer y deseo, componentes ambos del refuerzo. Seguidamente, se produce el aprendizaje asociativo, donde el contexto u otro estímulo neutro se asocia al consumo de la droga y se produce la atribución de incentivos, es decir, los estímulos asociados a la droga se convierten ahora en estímulos fuertemente buscados y deseados por sí mismos, y todo el contexto que rodea al consumo se ve como algo positivo, obviando los efectos negativos generados por el consumo de la droga. A medida que la adicción avanza ocurre un fenómeno de sensibilización hacia el deseo de consumir, es decir, la necesidad de consumo aumenta progresivamente, mientras que se produce tolerancia al placer originado por la droga, ya que cada vez son menores los efectos placenteros obtenidos tras el consumo. Esta situación da lugar a que el adicto sienta un fuerte deseo de obtener la droga, a pesar de que su consumo no le produzca ya reacciones placenteras. La adicción comprende una serie de mecanismos contraadaptativos que van más allá de las meras propiedades reforzadoras de las drogas.

Según Koob et al. la adicción es un ciclo comprendido por diferentes fases en espiral —anticipación, intoxicación y abstinencia— que llevan al consumo recurrente de la droga. La impulsividad domina las primeras fases del ciclo, mientras que el comportamiento compulsivo es predominante en las fases finales. A medida que un individuo transita de la impulsividad a la toma compulsiva, se produce un cambio sustancial en los motivos que llevan al consumo de la droga: mientras que las propiedades reforzadoras positivas de la droga explican los consumos en fases iniciales, el refuerzo negativo tiene un papel muy importante en el mantenimiento y la consolidación de la adicción. Las distintas fases del ciclo adictivo se retroalimentan entre sí a medida que se van haciendo más intensas, y al final llevan al sujeto a la adicción. Según esta teoría alostática, las distintas fases en espiral de la adicción inducen una activación de sistemas de refuerzo y de sus oponentes, los sistemas de antirrefuerzo o de estrés. A medida que se transita hacia fases más avanzadas del proceso adictivo, adquiere gran importancia la participación de estos sistemas antirrefuerzo, liberando moléculas que median procesos de estrés, de modo que se entra en un estado emocional negativo que constituye la motivación más poderosa para la recaída en el consumo. Es decir, se pierden los elementos de ajuste de la homeostasis interna, de manera que un estado emocional que debiera ser neutro cuando no existe consumo de droga pasa a ser un estado emocional fuertemente negativo, un estado alostático, un estado patológico a fin de cuentas, caracterizado por la búsqueda compulsiva de la droga. En fases avanzadas de la adicción, el consumo de la sustancia adictiva devuelve al individuo, como mucho, al estado neutro, pero ya no obtendrá los placeres derivados de la droga que obtenía en los inicios. Los sustratos neuroanatómicos de los sistemas antirrefuerzo o sistemas de estrés se localizan principalmente en un circuito específico del cerebro basal denominado amígdala extendida, que conecta estructuras como el núcleo central de la amígdala con el núcleo del lecho de la estría terminal y una parte del núcleo accumbens (shell).

Estas estructuras muestran similitudes morfológicas, inmunohistoquimicas y de conectividad. La amígdala extendida recibe aferencias del hipocampo, la amígdala basolateral, la corteza prefrontal, el hipotálamo lateral, la ínsula y el mesencéfalo. Las eferencias de este circuito comprenden el área tegmental ventral, el pálido ventral, el tronco cerebral, y de nuevo el hipotálamo lateral. En los circuitos de la amígdala extendida se liberan neurotransmisores y péptidos del sistema de refuerzo, pero sobre todo los mayores componentes del denominado sistema antirrefuerzo (mediadores que se oponen al sistema de refuerzo), que incluyen potencialmente al neurotransmisor noradrenalina, el péptido opioide dinorfina, el neuropéptido hipotalámico orexina, la hormona vasopresina y el factor liberador de corticotropina (CRF, corticotropinreleasing factor), que es la sustancia que normalmente con-trola las respuestas hormonales, simpáticas y comportamentales ante estímulos de estrés. La mayoría de las neuronas de la amígdala extendida son gabaérgicas y responden a los sistemas de estrés mencionados, y pueden actuar como interneuronas conectadas a otras neuronas gabaérgicas en las vías eferentes mencionadas.

 

Todas las drogas de abuso activan el eje hipotálamo-hipófisis-suprarrenal (HHA) durante las fases iniciales de consumo y abstinencia aguda, y tanto el CRF como la vasopresina en el hipotálamo controlan este proceso. La activación de este eje es una respuesta clásica al estrés, que induce la liberación de CRF en el núcleo paraventricular del hipotálamo que originará la secreción de la hormona adrenocorticotropa por las células neurosecretoras de la adenohipófisis, dando lugar a la liberación de glucocorticoides por la corteza de las glándulas suprarrenales. Estos glucocorticoides pueden frenar su propia vía de producción mediante un mecanismo de inhibición del sistema (retroalimentación negativa) actuando en el hipotálamo. Por tanto, la producción del CRF ocurre durante las fases agudas de consumo; sin embargo, a medida que el ciclo adictivo avanza, el eje HHA muestra tolerancia y los glucocorticoides podrían sensibilizar el CRF en estructuras extrahipotalámicas, como la amígdala extendida. Una perspectiva común en la adicción es que, con el uso repetido, la toma de la droga se vuelve un hábito y es menos susceptible de que puedan modularlo factores medioambientales. La adicción está relacionada con cambios neuroplásticos en los circuitos corticoestriatales que desempeñan un papel importantísimo en los comportamientos adaptativos. Kalivas et al." " sostienen que una desregulación del glutamato cerebral induce cambios neuroplásticos en circuitos corticoestriales que impiden a la corteza prefrontal ejercer su control sobre el núcleo accumbens, y se pierde así el freno cortical sobre el comportamiento, lo cual origina una incapacidad para el control de los impulsos, dando lugar a la toma compulsiva de la sustancia adictiva. Estos cambios neuroplásticos en la homeostasis del glutamato son de larga duración y también podrían ser responsables de cambios permanentes en los procesos de memoria y aprendizaje, que en condiciones normales permiten modificar nuestro comportamiento en respuesta al entorno y generar comportamientos adaptativos.

Se sabe que el consumo de la gran mayoría de las drogas de abuso induce alteraciones en la plasticidad neuronal. Estas alteraciones de la plasticidad son tanto sinápticas, es decir, cambios en la neurotransmisión y la eficiencia de las sinapsis, como estructurales, referidas a cambios en la morfología de las dendritas y espinas dendríticas, formación o eliminación de sinapsis, o alteraciones en la neurogénesis. Estos cambios en la plasticidad neuronal pueden afectar a la eficiencia de las sinapsis mediante fenómenos de potenciación a largo plazo o depresión a largo plazo; uno y otro son procesos clave para el aprendizaje y la memoria y ejercen un papel principal a la hora de mantener y consolidar la adicción. Es decir, el uso repetido de la droga modifica los circuitos neuronales que subyacen al aprendizaje asociativo, permitiendo la consolidación de una memoria no adaptada, de manera que el adicto presenta una mayor sensibilidad de los circuitos de memoria para las expectativas condicionadas de conseguir la droga.

 

Esta teoría de homeostasis del glutamato hila con la teoría del aprendizaje mediada por el neurotransmisor dopamina: la adicción podría considerarse como una forma de aprendizaje aberrante, en el que las conductas compulsivas serían el resultado de una persistente y errónea predicción de refuerzo positivo en el adicto. Everitt y Robbins!" explican la transición del consumo voluntario de una sustancia adictiva hacia un consumo habitual que se convierte en compulsivo mediante una progresión de cambios neurales desde el núcleo accumbens —parte del es-triado ventral— que mediaría los aspectos motivacionales y de refuerzo, hacia el estriado dorsal, también inervado por proyecciones dopaminérgicas y responsable de la generación de hábitos y el uso compulsivo. A estos cambios se sumaría una progresiva disminución del control que ejerce la CPF sobre el comportamiento, en este caso el consumo, de manera que dicho consumo se convertiría en un acto repetido (hábito) e incontrolado en el adicto. Este déficit prefrontal ha sido estudiado también mediante técnicas de neuroimagen, como se verá en el capítulo siguiente, y es una de las dianas de la evaluación y la rehabilitación neuropsicológica.

 

Como se ha mostrado hasta ahora, tanto el circuito glutamatérgico corticoestriatal como el dopaminérgico mesoestriatal mediarían el procesamiento de información sensorial hacia comportamientos adaptativos, y profundas alteraciones en ambos circuitos serían responsables de la adicción. Los lóbulos frontales ejercen un control sobre el cuerpo estriado mediante conexiones llamadas circuitos corticoestriatales, que tienen un papel jerárquico en el funcionamiento de dos subsistemas: a) el mesocorticolímbico, que comprende principalmente la CPF, la amígdala, el núcleo accumbens y el área tegmental ventral, y b) el circuito motor, que incluye la corteza motora, el estriado dorsal y la sustancia negra de los ganglios basales. A medida que el ciclo de la adicción avanza, el circuito motor adquiere mayor importancia ya que, como se ha comentado, el comportamiento se ha aprendido de manera procedimental y está bien establecido; se convierte en algo automático, que apenas requiere ni solicita control consciente y que se activa ante la mera aparición de las condiciones ambientales en las que se aprendió.

VULNERABILIDAD GENÉTICA A LA ADICCIÓN

¿Hay personas más susceptibles de convenirse en adictas que otras? ¿Existen factores biológicos que expliquen la vulnerabilidad a la adicción? Las investigaciones preclínicas en animales y los estudios de neuroimagen en humanos sugieren que existen factores biológicos que hacen a unos individuos más susceptibles que otros a los efectos de las drogas de abuso. Sin embargo, no debemos perder de vista la importantísima influencia de los factores psicosociales en la aparición o protección de la adicción. Considérese, por ejemplo, el caso de dos hermanos gemelos criados en ambientes familiares, sociales y culturales distintos. En este caso dos personas con una carga biológica idéntica pueden desarrollar o no adicción dependiendo de los factores epigenéticos, ambientales, sociales, familiares, etc., que rodearon al individuo.

Determinar los factores biológicos que predispongan o faciliten el proceso adictivo no es una tarea sencilla, puesto que se han identificado más de cuatrocientos genes diferentes que potencialmente podrían participar en la vulnerabilidad a la adicción, y algunos de ellos son responsables de la codificación de proteínas para receptores de dopamina, de gaba, receptores opioides, o enzimas de degradación de alcohol, por ejemplo. Uno de los factores biológicos más estudiados relacionados con la vulnerabilidad a la adicción es la regulación a la baja (descenso) de los receptores dopaminérgicos D2. Mediante técnicas de neuroimagen se ha observado que los consumidores de la mayoría de las drogas de abuso presentan una hipofuncionalidad en dichos receptores de dopa-mina que se ha relacionado con la susceptibilidad a los efectos reforzadores positivos de las drogas, de manera que una menor densidad o actividad de receptores D2 implicaría menos efectos placenteros obtenidos tras estímulos reforzadores y, por ello, un mayor riesgo de búsqueda de drogas para incrementar los efectos placenteros. Dicho de otro modo, una disminución en la cantidad o funcionalidad de los receptores D2 podría indicar un riesgo biológico de vulnerabilidad a la adicción.

 

No obstante, estos resultados deben considerar-se con cautela, puesto que la disminución de receptores D2 observada en adictos podría ser tanto la causa que impulsó la toma de la droga como una consecuencia del consumo, puesto que no disponemos de estudios longitudinales que hagan un seguimiento de los individuos antes de iniciar el consumo y en el estado adicto. También se han identificado alteraciones en otros sistemas de neurotransmisión, como una disminución en la actividad del glutamato y el sistema opioide, con una mayor susceptibilidad a la adicción. Un caso interesante que muestra la influencia de determinados factores biológicos en la vulnerabilidad a la adicción es el de la población asiática y el alcoholismo» Un alto porcentaje de los asiáticos presentan una baja incidencia de alcoholismo si la comparamos con otras poblaciones como la europea, donde el consumo de alcohol y la incidencia de alcoholismo son elevados.

Entre la población general asiática es frecuente una mutación estructural en el gen que codifica la enzima aldeahiclo deshidrogenasa (ALDH), una de las enzimas encargadas de metabolizar el alcohol. La mutación en un alelo específico de dicho gen origina una isoforma de la enzima ALDH inactiva, y esto lleva a la acumulación en el organismo de un subproducto del alcohol, el acetaldehído. El acetaldehído es un compuesto aversivo, que induce náuseas y malestar, así que las personas con esta mutación no beben alcohol regularmente, y si lo hacen, la intoxicación alcohólica es más grave, por lo que no presentan riesgo de alcoholismo. Es decir, la carencia de un tipo de ALDH funcional protege frente al alcoholismo. De hecho, existen tratamientos farmacológicos contra el alcoholismo basados en el efecto aversivo del acetaldehído, como es el caso del disulfiram que se comentará en el capítulo 10, que inhibe la enzima ALDH aumentando las concentraciones de acetaldehído en sangre, por lo que el individuo bajo tratamiento disminuirá el consumo de alcohol para no sentir los efectos tóxicos del acetaldehído.

PRIMERA ACTIVIDAD DE APRENDIZAJE:

1. Realice un mapa conceptual en el que establezca las funciones de las siguientes estructuras que intervienen en el sistema de recompensa del cerebro:

a) Área Tegmental Ventral

b) Núcleo acumbens

c) Corteza prefrontal.

Remita sus actividades al correo: actividades@consejomexicanodeneurociencias.org

CONDUCTA ANTISOCIAL 

BÚSQUEDA DE SENSACIONES, CONSUMO DE DROGAS Y CONDUCTA ANTISOCIAL

Se están acumulando investigaciones en las que se da cuenta de la relación entre la BS (búsqueda de sensaciones) y las conductas adictivas. En síntesis, los datos indicarían que las personas con adicción a sustancias tienen un perfil de personalidad que corresponde con la antinormatividad y la BS impulsiva y no socializada, reflejada en puntuaciones más elevadas en psicopatía (psicoticismo en el modelo de Eysenck) y en BS que los controles no usuarios de drogas (Geier, 2013; Norbury y Husain, 2015; Pardo, Aguilar, Molinuevo y Torrubia, 2002).

Así, en una investigación con parejas de 30 hermanos (con edades desde los 18 a los 55 años con inicio de su consumo a los 16 años) unos cumpliendo criterios de adictos a estimulantes (cocaína y anfetamina) y otros no consumidores, se encontró que la impulsividad y la búsqueda de sensaciones se vinculaban al consumo, de manera que la impulsividad podría formar parte de un endofenotipo o vulnerabilidad para el consumo de drogas, mientras que la búsqueda de sensaciones parecía no formar parte de este endofenotipo, aunque los autores relacionan el inicio del consumo con la dimensión búsqueda de sensaciones y la impulsividad con el mantenimiento del consumo (Ersche, Turton, Pradhan, Bullmore y Robbins, 2010).

Este mismo grupo, empleando 50 parejas de gemelos (adultos de edad media de 32,8 años, uno cumpliendo criterios según DSM-IV de adicción a estimulantes y otro sin ninguna adicción), encuentran que hay una reducción de los tractos de sustancia blanca en los gemelos en comparación con los sujetos control sanos, sobre todo en la corteza prefrontal del hemisferio derecho; asimismo, se encontraron encontraron algunas variaciones anatómicas comunes a ambos gemelos: aumento de volumen en la amígdala y el putamen izquierdos y disminución en la circunvolución postcentral, ínsula y circunvolución temporal superior izquierdos.

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Los autores sugieren la existencia de un desequilibrio entre la vía mesolímbica de la recompensa y las áreas de control prefrontal, que es el que se ha sugerido que predispone a los adolescentes a la conducta impulsiva y buscadora de sensaciones, lo que les situaría en mayor riesgo para el desarrollo de conductas adictivas (Ersche, Simon, Williams, Turton, Robbins y Bullmore, 2012).

El papel que pueda jugar la personalidad en la modulación de los circuitos cerebrales y de los riesgos para las conductas adictivas se ha propuesto recientemente como un modelo heurístico basado en un continuo de tres variables de personalidad. Así, los sujetos con baja extraversión, alto neuroticismo y bajo control (en un continuo desde controlado a impulsivo) serán más vulnerables para el desarrollo de un trastorno adictivo que los sujetos con alta extraversión, bajo neuroticismo y alto control, que serían más resistentes para el desarrollo de un trastorno adictivo (Belcher, Volkov, Moeller y Ferré, 2014).

La relación entre la búsqueda de sensaciones y el consumo de alcohol está bien documentada en la literatura, especialmente con adolescentes y adultos jóvenes. En concreto, estudios longitudinales han mostrado que altas puntuaciones en búsqueda de sensaciones en la adolescencia predecían trastornos de adicciones a lo largo de su vida adulta, especialmente para tabaco y alcohol (Crawford, Pentz, Chou, Li y Dwyer, 2003; Sargent, Tanski, Stoolmiller y Hanewinkel, 2010). Zuckerman y Kulhman (2000) han mostrado cómo la búsqueda de sensaciones se relacionaba con el hábito de consumo de alcohol en unas edades determinadas (adolescencia y adultos jóvenes) y que podía ser mediatizada por cambios en las circunstancias socioculturales (Inglés et al., 2007).

En un reciente trabajo de metaanálisis en el que se analizaron 87 artículos derivados de investigaciones con participantes de edades entre los 11 y los 19,9 años se concluye que la búsqueda de sensaciones es una de las dimensiones de personalidad que más aparece vinculada al consumo de alcohol en adolescentes. Además, cuando lo que se considera en los estudios es el consumo de alcohol en atracón también es la búsqueda de sensaciones la dimensión que presenta una mayor asociación con este tipo de consumo de alcohol en adolescentes (Stautz y Cooper, 2013).

En esta misma línea, en una reciente investigación de tipo longitudinal con 1.068 escolares alemanes (de 12-13 años en el momento inicial con seguimientos hasta de 32 meses) se encuentra que la impulsividad y la búsqueda de sensaciones son los dos rasgos que más se vinculan con el consumo de alcohol y tabaco en la adolescencia temprana.

Los autores plantean que sus resultados sugieren que la búsqueda de sensaciones tendría gran importancia en el inicio del consumo de estas drogas y la impulsividad en el mantenimiento en su consumo (Malmberg, Kleinjan, Overbeek, Vermulst, Lammers y Engels, 2013).

En otra investigación empleando una muestra de 200 internos en una prisión (edad media de 36 años) se encontró que la búsqueda de sensaciones y la impulsividad eran los dos rasgos que se asociaban a la dependencia de drogas, siendo la impulsividad la que más se vinculaba con el alcoholismo (Ireland y Higgins, 2013).

Las funciones ejecutivas (FE) son un conjunto integrado de habilidades implicadas en la generación, la supervisión, la regulación, la ejecución y el reajuste de conductas adecuadas para alcanzar objetivos complejos, especialmente aquellos que requieren un abordaje novedoso y creativo (Verdejo-García y Bechara, 2010) y están también implicadas en la regulación de estados emocionales que se consideran adaptativos para la consecución de esos objetivos (Bechara, Damasio y Damasio, 2000; Davidson, 2002).

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Desde una perspectiva evolutiva, Barkley (2001) las define como modelos de acción autodirigidos que permiten al individuo maximizar globalmente los resultados sociales de su conducta una vez que ha considerado simultáneamente las consecuencias inmediatas y demoradas de las distintas alternativas de respuesta. Por tanto, las FE integran procesos de producción de conducta, memoria operativa, planificación, inhibición y toma de decisiones.

En una reciente revisión sistemática de nuestro grupo sobre las intervenciones neuropsicológicas para mejorar la toma de decisiones en personas con adicciones, se encontró que el entrenamiento en gestión de objetivos y gestión de contingencias junto con la terapia cognitivo conductual han mostrado ser prometedores para modificar la toma de decisiones en personas con adicción (Verdejo-García, Alcázar-Córcoles y Albein-Uríos, 2019). Ya que en la vida diaria la mayoría de las situaciones que afrontamos son diferentes entre sí y, además, tienden a evolucionar y complejizarse conforme nos desarrollamos como adultos con nuevos intereses y responsabilidades, los mecanismos ejecutivos se ponen en marcha en una amplísima variedad de situaciones y estadios vitales y su competencia es crucial para un funcionamiento óptimo y socialmente adaptado (Verdejo-García y Bechara, 2010).

Desde el punto de vista neuropsicológico, el grupo de Damasio ha presentado una teoría que integra la neuroanatomía con el funcionamiento psicofisiológico (Damasio et al., 2000). Se postula que la corteza prefrontal regula el comportamiento, en parte, a través de la generación de marcadores somáticos (por ejemplo, la conductancia de la piel y otras respuestas a estímulos aversivos). De esta forma, los marcadores somáticos alertarían a los individuos de los contextos de riesgo o de las situaciones amenazantes, permitiendo que se mantenga la homeostasis y que se puedan tomar decisiones conductuales ventajosas (Damasio et al., 2000).

El modelo original, basado en pacientes con lesiones selectivas, resaltó la importancia de la corteza prefrontal ventromedial en la autoconciencia de los marcadores somáticos (Bechara, Tranel y Damasio, 2000; Bechara, Tranel, Damasio y Damasio, 1996). En esta línea de investigación, empleando una muestra de pacientes con daño en la corteza prefrontal ventromedial, se obtuvo que mostraban disfunciones tanto a nivel emocional (ansiedad, tolerancia a la frustración y labilidad) como de sus competencias conductuales para el desenvolvimiento en el mundo real (social, financiero y laboral) (Anderson, Barrash, Bechara y Tranel, 2006). Por otra parte, el grupo de Damasio ha relacionado a la amígdala, que a su vez está interconectada con las cortezas orbitofrontal y ventromedial (Bechara, Damasio, Damasio y Lee, 1999), con otras estructuras subcorticales que estarían involucradas en la emoción y en la regulación de la homeostasis (la corteza cingulada, el hipotálamo, el cerebelo y núcleos del tronco del encéfalo) (Barbas y García-Cabezas, 2017; Damasio et al., 2000; Davidson, Putnam y Larson, 2000).

Actualmente se sabe que el daño en los lóbulos frontales provoca un deterioro de la intuición, del control del impulso y de la previsión, lo que conduce a un comportamiento socialmente inaceptable y poco adaptativo. Esto es particularmente cierto cuando el daño afecta a la corteza orbitofrontal. Los pacientes que sufren de este síndrome «pseudopsicopático» (Blumer y Benson, 1975) se caracterizan por su demanda de gratificación instantánea y no se ven limitados por costumbres sociales o por el miedo al castigo (Alcázar-Córcoles, Verdejo-García y Bouso-Sáiz, 2008; Koenigs y Tranel, 2006).

Alteraciones en la regulación de la emoción, la conducta y la cognición, fundamentalmente los procesos involucrados en la función ejecutiva, han sido vinculados con la conducta antisocial y con la vulnerabilidad y el mantenimiento en el abuso de drogas (Fishbein, 2000, 2001; Matthys, Vanderschuren y Schutter, 2013; Verdejo-García y Bechara, 2010; Verdejo-García, Bechara, Recknor y Pérez-García, 2007).

La adolescencia representa un periodo crucial en el desarrollo cerebral (Blakemore, 2012); hasta que este desarrollo se va completando satisfactoriamente los adolescentes presentan un mayor riesgo de conductas impulsivas y buscadoras de sensaciones que les llevan a tomar decisiones arriesgadas sobre todo en contextos sociales cargados emocionalmente, lo que incrementa su riesgo de conductas antisociales, indicando falta de control cognitivo sobre las conductas emotivas (Matthys, Vanderschuren y Schutter, 2013).

En un estudio longitudinal de tres años con 387 participantes con edades entre los diez y los doce años se encontró que un grupo de adolescentes que puntuaban alto en impulsividad tenían conductas de riesgo y presentaban carencias en la función ejecutiva, mientras que otro grupo que puntuaba alto en búsqueda de sensaciones tenían las mismas conductas de riesgo pero mostraban un alto rendimiento en memoria de trabajo, lo que indica un adecuado control de la función ejecutiva (Romer, Betancourt, Brosdsky, Giannetta, Yang y Hurt, 2011). En una investigación empleando una muestra de 434 estudiantes de secundaria (de 16 a 18 años, media de 17,07) se encontró que la ausencia de inhibición conductual predecía las puntuaciones en la función ejecutiva (FE) (Fino et al., 2014), lo que sería coherente con los hallazgos previos que dan cuenta que la alta sensibilidad a la recompensa y baja inhibición conductual son los mejores predictores de las conductas de riesgo durante la adolescencia (Gullo y Dawe, 2008).

A este fenómeno los autores lo vinculan con las proyecciones dopaminérgicas desde el área tegmental ventral al núcleo accumbens, que se relacionan con la falta de inhibición conductual en respuesta a estímulos destacados asociados a recompensas, como en el caso del uso de drogas (Baler y Volkow, 2006; Gullo y Dawe, 2008). Como cualquier rasgo de carácter, la búsqueda de sensaciones se debe a una interacción compleja entre los genes y el entorno. Sin embargo, estudios recientes están focalizando su interés en el cromosoma 11, y en el gen DRD4, que codifica el receptor dopaminérgico D4, implicado en el funcionamiento de la dopamina, uno de los neurotransmisores que intervienen en los circuitos cerebrales del placer y la recompensa (Allman, 2003; Álvaro-González, 2014; Rubia, 2011) y que también se vincula con la conducta altruista y prosocial, lo que podría apuntar hacia una base biológica para la moralidad humana.

Así, los individuos portadores de los alelos 4R y 7R del gen DRD4 tenderían al altruismo y a conductas prosociales, siendo los portadores del alelo 4R los más proclives al altruismo a pesar de las condiciones ambientales, y los portadores del 7R los que más tenderían a la conducta prosocial en ambientes ricos en estímulos y reforzadores (Jiang, Chew y Ebstein, 2013). 

BÚSQUEDA DE SENSACIONES Y DOPAMINA

Desde el punto de vista adaptativo, la supervivencia de las especies está determinada por la adquisición de conductas que tienden a mantener funciones vitales básicas como beber o comer, reaccionar ante las agresiones o reproducirse. En nuestro cerebro existen circuitos cuya misión es recompensar las conductas que mantienen las funciones vitales básicas con sensaciones agradables o de placer.

Del mismo modo que refuerzan las conductas útiles, extinguen las inútiles o perjudiciales. Las zonas anatómicas implicadas en este sistema de recompensa se organizan en el sistema dopaminérgico mesocorticolímbico. Este sistema tiene una función importante en la autoestimulación cerebral y en la orientación de la conducta para conseguir un objetivo específico. Se trata de un sistema de neuronas dopaminérgicas que se proyecta desde el mesencéfalo hasta diversas regiones del telencéfalo.

Las neuronas que forman el sistema dopaminérgico mesocorticolímbico tienen sus cuerpos celulares en un núcleo del mesencéfalo, el área tegmental ventral. Sus axones se proyectan a una serie de puntos del telencéfalo, entre ellos regiones específicas de la corteza prefrontal, la corteza límbica, el bulbo olfativo, la amígdala, el septum, el cuerpo estriado ventral y, en particular, el núcleo accumbens (un núcleo del cuerpo estriado ventral) (Smillie y Wacker, 2014).

La mayor parte de los axones de las neuronas dopaminérgicas que tienen sus cuerpos celulares en el área tegmental ventral proyectan a diversas regiones corticales (vía mesocortical) y límbicas (vía mesolímbica). Este componente del sistema dopaminérgico considerando ambas vías se denomina vía mesocorticolímbica. Aunque las neuronas de estas dos vías dopaminérgicas se entremezclan en cierta medida, son en concreto las neuronas que proyectan desde el área tegmental ventral al núcleo accumbens las que se han visto más frecuentemente implicadas en los efectos reforzantes de la estimulación cerebral, recompensas naturales y drogas adictivas (Everitt y Robbins, 2005; Volkow y Morales, 2015; Wise, 2004; Zahm, 2000).

Existe un cuerpo creciente de investigaciones que vinculan las dimensiones de búsqueda de sensaciones y la extraversión con el sistema de recompensa cerebral, por tanto con el sistema dopaminérgico mesocorticolímbico (Alcaro, Huber y Panksepp, 2007; Álvaro-González, 2014; Cohen, Schoene-Bake, Elger y Weber, 2009; Smillie y Wacker, 2014; Wittmann, Daw, Seymour y Dolan, 2008).

En este marco de investigación, Smillie y Wacker (2014), que recientemente han editado un monográfico sobre las bases dopaminérgicas de la personalidad y las diferencias individuales, afirman que la función dopaminérgica juega un papel destacado en la personalidad y otras diferencias individuales.

Ahora bien, la correspondencia no es simple entre el neurotransmisor dopamina y alguna dimensión de personalidad aislada, sino que más bien tendría que ser entre esta y el funcionamiento de circuitos dopaminérgicos. Si se reconoce esta complejidad, un reto de investigación para el futuro sería el desarrollo de perspectivas integradoras que vinculen las bases neurobiológicas con las diversas maneras que la dopamina puede influir en los patrones de conducta (Smillie y Wacker, 2014; Wacker y Smillie, 2015).

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Las tres vías principales del sistema dopaminérgico. La sustancia negra forma las vías nigroestriatales hacia el caudado y el putamen. El área tegmental ventral se proyecta hacia el núcleo accumbens y la corteza. El núcleo arqueado del hipotálamo se proyecta hacia el área tuberoinfundibular del hipotálamo.

Los tractos cortos en el núcleo arqueado del hipotálamo, llamado sistema DA tuberoinfundibular, liberan DA en las venas porta de la glándula pituitaria. La DA inhibe la síntesis y liberación de prolactina en la hipófisis anterior. Cualquier interrupción entre el DA y las células productoras de prolactina conducirá a hiperprolactinemia. Por lo tanto, los medicamentos antipsicóticos que bloquean el receptor DA pueden causar un aumento de la prolactina, aunque parece ser menor con los agentes antipsicóticos más nuevos por razones poco claras. 

PERSONALIDAD, DELINCUENCIA Y BÚSQUEDA DE SENSACIONES

Desde una perspectiva biológica se considera que la conducta antisocial puede responder a un bajo nivel de arousal (activación), que vendría a ser compensado (normalizado) por la búsqueda de sensaciones a través de la conducta antisocial (Raine, 1993; Zuckerman y Neeb, 1979). Tradicionalmente se han considerado como indicadores autonómicos del arousal la actividad eléctrica de la piel, la cardiovascular y la salival. Como indicadores de arousal (activación) derivados de la actividad del sistema nervioso central se han contemplado la actividad electroencefalográfica y los potenciales evocados (Vila, 2000). Para entender el complejo fenómeno de la conducta antisocial en general, y de la delincuencia en particular, se deben generar modelos que tengan en cuenta variables biológicas y sociales (Susman, 2006). Con respecto a las variables biológicas se ha considerado tradicionalmente que un decremento en la actividad del eje hipotalámico-hipofisiario-adrenal (HPA) se vincula con la conducta antisocial (Popma et al., 2007). El eje HPA es uno de los sistemas psicofisiológicos más importantes involucrados en la adaptación al ambiente y un indicador del nivel de estrés que está soportando el individuo (McEwen, 2004). En este campo de trabajo el bajo nivel de arousal puede operativizarse como un bajo nivel de la actividad del eje HPA. A su vez, el nivel de cortisol tras el despertar matutino se toma como una medida de la actividad del eje HPA (Platje et al., 2013).

En un reciente estudio longitudinal en el que participaron 425 adolescentes (de 15, 16 y 17 años) se encontró que el mejor predictor de la agresión entre iguales fue la disminución del nivel de cortisol medido en la saliva al levantarse por la mañana. En consecuencia, los autores concluyen que un decremento de la actividad del eje HPA puede implicar susceptibilidad a la agresión entre iguales (Platje et al., 2013).

Anteriormente hemos referido la expresión «hambre estimular», que se sustentaría en la hipoactivación autonómica y cortical, por lo que una persona así caracterizada tiende a un déficit crónico de estimulación endógena, lo cual implicaría la necesidad de compensación a través de la búsqueda de elementos exógenos potencialmente activadores y estimulantes (Alcázar, 2008).

En esta línea, diversos estudios concluyen que los sujetos buscadores de sensaciones y los delincuentes adolescentes mantienen bajos niveles de conductancia de la piel (Gatzke-Koop, Raine y Loeber, 2002), algo que también le ocurre a los sujetos antisociales o a personas agresivas (Raine, 1993). Un bajo nivel de conductancia de la piel sería un indicador de agresividad. Ello facilitaría la conducta antisocial que podría llevar a comportamientos en conflicto con la ley.

Si esta necesidad se combina con la ausencia de mecanismos adecuados de autorrestricción (impulsividad) y con una relativa incapacidad para proyectar las recompensas futuras con el fin de modular la conducta actual, nos encontramos ante un panorama plenamente coherente y de gran potencia hermenéutica para la comprensión de muchas conductas antisociales y/o delictivas (Alcázar, 2008; Hansen y Breivik, 2001; Romero, Luengo y Sobral, 2001; Sobral, Gómez-Fraguela, Romero y Luengo, 2000).

De esta manera, en un estudio longitudinal con 7.765 adolescentes de 10-11 años (momento 1 del estudio) y con 16-17 años (en el momento 2 del estudio) encontraron que los participantes con altas puntuaciones en búsqueda de sensaciones en el momento 1 tuvieron incrementos en conductas antisociales, robos en tiendas y absentismo escolar en el momento 2 del estudio (Harden, Quinn y Tucker-Drob, 2012).

La impulsividad y la búsqueda de sensaciones han sido relacionadas con trastornos psicopatológicos y con problemas sociales, pero cada una de ellas puede jugar un papel diferenciado en cada uno de los problemas personales o sociales. De esta manera, cuando la impulsividad se combina con la búsqueda de sensaciones, muy probablemente el resultado será un patrón de conducta externalizante, más que cuando la búsqueda de sensaciones no se combina con impulsividad (Alcázar, 2008; Ersche, Simon, Williams, Turton, Robbins y Bullmore, 2012). En este sentido, en un reciente artículo publicado por nuestro grupo, en una muestra de 1.035 adolescentes (media de edad de 16,2 años), que han cometido o no algún delito (450 han cometido algún delito) de tres países (México, El Salvador y España) se encontraron dos factores que se llamaron patrón desinhibido de conducta (PDC) y patrón extravertido de conducta (PEC). El primero se conformaba, entre otras dimensiones de personalidad, con impulsividad y el segundo con búsqueda de sensaciones.

Con estos dos patrones de conducta se clasifica correctamente con respecto a la comisión de algún delito el 81,9% de la muestra. Estos patrones resultaron como factores de protección para la comisión de delito (Alcázar-Córcoles, Verdejo, Bouso, Revuelta y Ramírez, 2017). Estos resultados podrían ir en contra de lo aparentemente esperado, pero hay que considerar que los factores sociales y ambientales juegan un papel importante en las conductas sociales (apropiadas o inapropiadas) que los sujetos que puntúan alto en estas dimensiones puedan tener.

Por ejemplo, familias con altos niveles socioeconómicos podrían animar a sus hijos adolescentes con altas puntuaciones en búsqueda de sensaciones para la práctica de deportes, viajes o cualquier otra actividad extracurricular que les proporcionara intensas sensaciones y que les alejara de actividades antisociales (Norbury y Husain, 2015).

En esta misma línea también se ha encontrado que estudiantes jóvenes que tenían puntuaciones altas en búsqueda de sensaciones también tenían altas puntuaciones en cociente intelectual (Zuckerman, 1994). El mecanismo que pudiera explicar estos hallazgos no está claro, pero podría involucrar un sustrato común entre búsqueda de sensaciones y aspectos de la inteligencia fluida, como la memoria de trabajo, que comparten implicación del circuito dopaminérgico mesocortical (Cools et al., 2008; Romer et al., 2011).

Se supone que las personas impulsivas tienen cierta dificultad para conectar áreas cognitivas y emocionales y, por tanto, una alteración de la emisión de juicios morales (Darby, Edersheim, Price, 2016; Darby, Horn, Cushman, Fox, 2018). La corteza prefrontal ventromedial se asocia con las capacidades volitivas, motivacionales y de regulación emocional. En una investigación llevada a cabo por el equipo de Damasio (Koenigs et al., 2007) se aprecia una disminución de respuestas emocionales y una inadecuada regulación de la ira y la frustración en pacientes con lesiones focales bilaterales en la corteza prefrontal ventromedial cuando se desarrollan tareas que implican juicio moral y social, lo que abunda en la idea de que la emoción juega un rol crítico en estos aspectos.

Curiosamente, los sujetos de este mismo estudio exhiben un rendimiento adecuado en tareas de razonamiento lógico, capacidad de inteligencia general, quedando preservado también el tratamiento declarativo de las normas sociales (distinguir el bien del mal). Por otra parte, ninguna región cerebral funciona independientemente.

Así, el grupo de Hare (Liddle, Smith, Kiehl, Mendrek y Hare, 1999) investigó la inhibición de la respuesta en una muestra de sujetos psicópatas, encontrando que este proceso implica la integración y cooperación activa de muchas regiones, incluyendo la corteza prefrontal ventromedial y dorsolateral. La primera región es fundamental en el comportamiento adaptativo desde el punto de vista de la selección natural, en el cual se incluyen decisiones de tipo emocional, mientras que la segunda es la encargada de la reflexión en la toma de decisiones y las acciones que se derivan de ellas.

Ambas regiones están interconectadas anatómicamente como ha sido demostrado en primates no humanos (Barbas y García-Cabezas, 2017). La comunicación ineficaz entre estas áreas frontales representaría una ausencia de inhibición o «freno» emocional, lo cual podría facilitar la aparición de conductas antisociales (Álvaro-González, 2014; Alcázar-Córcoles y Bouso, 2008; Liddle, Smith, Kiehl, Mendrek y Hare, 1999; Zuckerman, 1969a).

La asunción de riesgos se incrementa desde la niñez a la adolescencia para disminuir en la edad adulta. De manera que durante la adolescencia y hasta la década de los veinte años se va desarrollando la capacidad de autorregulación del propio comportamiento. Esta capacidad se vincula a la maduración de las conexiones neurales entre la corteza prefrontal y el sistema límbico, que permite la mejor coordinación de la emoción y la cognición (Alcázar-Córcoles, Verdejo-García y Bouso-Sáiz, 2008; Alcázar-Córcoles, Verdejo-García, Bouso-Sáiz y Bezos-Saldaña, 2010; Barbas y García-Cabezas, 2017; Geier, 2013; Steinberg, 2008; Zuckerman y Kuhlman, 2000). Además, esta maduración en las conexiones neurales iría en paralelo con la maduración del sistema dopaminérgico de recompensa (Galvan, 2010; Gjedde, Kumakura, Cumming, Linnet y Moller, 2010; Steinberg, 2008).

Sin embargo, la búsqueda de sensaciones también se relaciona con la conducta prosocial, o la conducta social neutra. En este sentido, Gomá i Freixanet (1995) encontró que el asumir riesgos en conductas prosociales también se relacionaba con altas puntuaciones en búsqueda de sensaciones. También los buscadores de sensaciones se involucraban en la práctica deportiva, tanto en deportes de riesgo, como de no riesgo (Hansen y Breivik, 2001).

Todo ello ilustra que la búsqueda de sensaciones puede influir en un amplio rango de actividades, incluso en aquellas que no implican asumir riesgos ni representan una conducta antisocial o contra la norma, sino que, al contrario, son prosociales y altruistas. En síntesis, altas puntuaciones en búsqueda de sensaciones se han asociado con la conducta antisocial, las adicciones, el abuso del tabaco y del alcohol, y con asumir riesgos en la conducta sexual y en la conducción. Pero también se vincula con asumir riesgos prosociales en grupos como los bomberos, policías o artificieros (desactivadores de bombas) (Gomá i Freixenet, 1995; Jiang, Chew y Ebstein, 2013; Norbury y Husain, 2015; Strelau y Kaczmarek, 2004).

PSICOPATÍA

Los psicópatas son los mayores depredadores sociales de la especie humana. Su vinculación con la agresividad y su tendencia a caer en la criminalidad, reincidencia y, pese a todo, su resistencia a los tratamientos hacen de ellos un problema social y de seguridad nada despreciable. Para tomar consciencia de la magnitud del mismo resulta interesante mostrar algunas cifras relativas al tema central de esta unidad.

En términos generales se calcula que la incidencia de la psicopatía entre la población general oscila entre 1,23 % y el 3,46 % como máximo (Hare, 2006). Es más, si nos fijamos en aquellos a los que se les denomina «psicópatas puros» o primarios, nos estaríamos refiriendo solo al 1 % de la población.

Atendiendo exclusivamente a la población penitenciaria, se calcula que solo entre un 15 % y un 25 % son psicópatas (De Juan, 2013; Fazel y Danesh, 2002). Podrá pensar que no es excesivo, pero ¿qué pensaría usted si le dijéramos que, según el National Institute of Justice de Estados Unidos, solo este porcentaje son responsables de más del 50 % de los crímenes? (Kiehl y Hoffman, 2011). La cosa cambia, ¿verdad? Y lo hace todavía más si a todo esto añadimos que a solo un año de salir de prisión su reincidencia general es tres veces mayor que la del resto de delincuentes y de cuatro en delitos violentos; que al tercer año se estima su reincidencia entre el 70 % y el 80 %, y entre el cuarto y quinto año entre el 80 % y el 90 %, elevándose hasta el 94 % en delitos sexuales violentos a partir del quinto o sexto año (Kiehl y Hoffman, 2011).

El tema se agrava todavía más si nos damos cuenta de que, por el momento, no conocemos ni un solo sistema de tratamiento, incluyendo los farmacológicos, que haya mostrado éxito con estos individuos (Harris y Rice, 2006; Gao et al., 2009; Kiehl y Hoffman, 2011) y, lo que es peor, que los datos apuntan a que los psicópatas primarios presentan mayor reincidencia una vez tratados (86 %) que cuando no lo son (52 %) (Harris y Rice, 2006). Finalmente, ¿sabía que, a pesar de todo ello, los psicópatas presentan una probabilidad 2,5 mayor que otros delincuentes de ser puestos en libertad o de obtener la libertad condicional? (Porter, Brinke y Wilson, 2009).

Como podrá suponer, solo estas cifras en sí mismas ya justifican y avalan la importancia y relevancia de esta unidad. Suponemos que le habrán surgido no pocas preguntas: ¿qué entendemos por psicopatía?, ¿cómo se comportan los individuos afectados por este trastorno?, ¿son todos iguales?, ¿cuál es el «por qué» de su agresividad?, ¿qué papel juega el cerebro en todo ello?, ¿estamos hablando de un daño cerebral o una disfunción como raíz del problema?, ¿cómo puede ser diagnosticado?, ¿cuál es su repercusión sobre el sistema jurídico-penal?

La clave fundamental está en cómo los autores abordan ese difícil y difuso camino que media entre los rasgos de la personalidad normal y el trastorno de la misma, y que puede llevarnos a la proclividad a caer en el comportamiento delictivo.

 

La idea principal en esta línea de investigación es que las funciones corporales mantienen un estado óptimo de actividad fisiológica (Alcázar, 2008). Con respecto a la motivación y la emoción, las investigaciones de Cannon también avanzan la idea de que los estímulos aversivos físicos y emocionales que alteran la homeostasis provocan una actividad generalizada del sistema nervioso simpático, que se manifiesta como respuestas de lucha o de huida (Stelmack, 2004). En trabajos posteriores Duffy considera que «la descripción de la conducta en un momento dado requiere la consideración de dos aspectos: a) dirección, acercamiento o retirada con respecto a personas, cosas, ideas o algún aspecto del entorno, y b) activación, arousal, o intensidad» (Duffy, 1972, p. 577).

Desde este punto de vista, el arousal se concibe como una dimensión que es descrita como un continuo de estados neurofisiológicos. Se propuso que la relación entre el estado de arousal y el rendimiento era la conocida curva de U invertida (Hebb, 1949). Esta concepción del arousal daba una pauta de entendimiento de las complejas relaciones entre los sistemas fisiológicos, los estados neuropsicológicos y la conducta expresada (Stelmack, 2004).

El nivel de arousal es un concepto explicativo básico en la concepción de Eysenck de la extraversión (Eysenck, 1967), y también en la teoría de búsqueda de sensaciones (BS) de Zuckerman (1969a). La publicación de Las bases biológicas de la personalidad (Eysenck, 1967), fue el avance más relevante hasta ese momento para explicar las diferencias en extraversión y neuroticismo, integrando investigaciones sobre determinantes psicológicos del aprendizaje, la atención y la motivación.

Se proponía que los introvertidos estaban caracterizados por altos niveles de actividad o bajos niveles de excitación en la conexión corteza-formación reticular. Para Eysenck, el arousal se incorpora dentro de la teoría del condicionamiento que está en la base de la extraversión, dentro de su teoría de la personalidad. Sería la base psicofisiológica que daría cuenta de las diferencias en atención y aprendizaje que, según la teoría, distinguen a los individuos introvertidos de los extravertidos (Eysenck, 1967; Eysenck y Zuckerman, 1978).

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La teoría de la U invertida, antes conocida como Ley de Yerkes y Dodson, habla sobre la relación íntima que existe entre la productividad o el rendimiento, y el grado de excitación o estress de los individuos

Para Zuckerman, el constructo del arousal dentro de su teoría de búsqueda de sensaciones emerge desde sus primeros trabajos sobre los efectos de la deprivación sensorial en los procesos psicológicos y fisiológicos (Zuckerman, 1969b). Durante la década de 1960 hubo mucho interés en la investigación sobre la deprivación sensorial relacionado con las experiencias de lavado de cerebro, que fueron muy intensas en el contexto de la guerra de Corea y la guerra fría con la URSS (Stelmack, 2004). Existía evidencia de que en el curso de la deprivación sensorial se incrementaba la necesidad de recibir estimulación. De esta manera, a medida que se aumentaba el tiempo de aislamiento también se incrementaba el número de respuestas iniciadas para recibir estimulación visual o auditiva (Zuckerman, 1979). Según Zuckerman, esta investigación «muestra una conexión entre el nivel de arousal en deprivación sensorial y la necesidad estimular, sugiriendo la posibilidad de que “el hambre estimular” de los sujetos sometidos a condiciones de deprivación sensorial puede ser el reflejo de otro tipo de características conductuales más allá de las específicas condiciones experimentales» (Zuckerman, 1979, p. 85).

La primera escala de búsqueda de sensaciones (Zuckerman, Kolin, Price y Zoob, 1964) fue un intento de «tener una medida operativa del óptimo nivel de estimulación y del óptimo nivel de arousal», y primeramente se usó en la investigación de deprivación sensorial (Zuckerman, 1979, p. 91).

La base teórica para este trabajo fue «que todos los individuos tienen niveles característicos de estimulación y arousal para su actividad cognitiva, motora y su tono de afecto positivo» (Zuckerman, 1969, p. 429). En este contexto de investigación, «un alto buscador de sensaciones, sería un individuo feliz, y que funcionaría mejor con un nivel tónico alto de arousal y que buscaría mantener ese nivel» (Zuckerman, 1979, p. 315). De igual forma, se ha definido tradicionalmente la búsqueda de sensaciones (BS) como la necesidad de experimentar sensaciones y experiencias intensas, variadas, novedosas y complejas. Para esto los individuos que puntúan alto en BS muestran una disposición a correr riesgos físicos y sociales para la obtención de tales experiencias (Norbury y Husain, 2015; Zuckerman, 1979, 1994).

Por otra parte, las investigaciones que han estudiado las relaciones entre las medidas de búsqueda de sensaciones y las dimensiones de la personalidad del modelo de Eysenck han encontrado que existen relaciones positivas significativas entre las escalas de búsqueda de sensaciones de Zuckerman y las escalas del cuestionario EPQ de extraversión y psicoticismo. También se suelen encontrar relaciones significativas entre las escalas de búsqueda de sensaciones con la escala de sinceridad del EPQ (Alcázar, 2008; Eysenck y Zuckerman, 1978; Ripa, Hansen, Mortensen, Sanders y Reinish, 2001).

En este apartado, haremos una revisión de la evidencia empírica que relaciona la búsqueda de sensaciones y la conducta externalizadora. En particular, la conducta antisocial, la delincuencia y el consumo de drogas integrando el conocimiento que se tiene sobre las bases neuropsicológicas y de la personalidad.

Cuando las personas que provienen del campo de las ciencias biológicas se refieren a la conducta humana suelen hablar en términos generales. Diversas investigaciones que abordan el tema de la agresión en ratones y gatos lo hacen desde el punto de vista de los factores desencadenantes, pero no distinguen entre un ratón y otro en lo que a sus reacciones y comportamiento se refiere. En cambio, cuan-do hablarnos del ser humano, mientras que los biólogos siguen hablando de condiciones y circunstancias en general, los clínicos —psicólogos clínicos, neurólogos y psiquiatras— se muestran más interesados por las diferencias individuales. Así, nosotros preferimos hablar de síndromes o grupos de características clínicas. La verdad es que ambas perspectivas son indispensables para entender el problema, ya que no se puede negar que tanto la biología como el entorno influyen en la aparición del comportamiento violento. Dicho de otro modo, cualquier persona es más peligrosa si empuña un arma. Además, es necesario distinguir entre individuos. Por ejemplo, un adolescente que vive en México tiene menos probabilidades de introducirse en un núcleo terrorista que un adolescente palestino. Sin embargo, si el mexicano ha sido maltratado durante su infancia y ese maltrato le ha ocasionado daños psicológicos puede ser más violento que cualquier niño palestino, aunque lo sea de forma distinta. En conclusión, es indispensable hacer distinciones, dada la variedad de circunstancias que influyen en el comportamiento humano. En este sentido, hablar de síndromes clínicos es una manera de expresar las semejanzas y las diferencias entre un grupo de personas y otro. De ahí que, al hablar del síndrome violento, sea conveniente distinguir a los sujetos violentos, sociópatas y psicópatas de otros grupos. Aunque la definición de ésta última es muy controvertida, los clínicos dirían que, como el arte, no la pueden definir bien, pero la reconocen en cuanto la ven.

Los psicópatas tienen un carácter peculiar: a veces se muestran muy agradables, pero lo hacen con el motivo oculto de engañar, y son capaces de violar y matar a sangre fría. En cierto modo, la característica más llamativa del psicópata es la “sangre fría” con la que actúa. Sin embargo, tratar de expresar qué distingue a un psicópata de otro recluso o paciente es una tarea difícil.

Una contribución clave ha sido la aportada por Robert Hare, quien ha arrojado luz sobre la importancia de la personalidad del psicópata y su relación con otras personas. En definitiva, aunque su definición es controvertida, los psicópatas forman un grupo muy importante entre las personas violentas de cualquier sociedad.

Recurriendo otra vez a la perspectiva biológica podemos hablar en términos generales de la violencia. Para ello empezaremos explicando las reacciones de un animal o una persona asustada —aumento del pulso, sudor frío, dilatación de las pupilas, etc.—, reacciones controladas por los nervios periféricos del sistema nervioso autónomo. En el sistema nervioso central se encuentran determinados núcleos en estructuras cerebrales como el hipotálamo, las estructuras límbicas del lóbulo temporal y las caras mediales y orbitales de los lóbulos frontales, que controlan el sistema nervioso autónomo. Estos mismos centros están en la base de otros aspectos de las emociones, de modo que nuestra experiencia sobre una emoción determinada —por ejemplo, el enfado— va unida irremediablemente a unos signos externos: expresión facial, subida de la presión sanguínea y del pulso, dilatación de las pupilas, etc. Los lóbulos frontales y temporales son susceptibles de sufrir diferentes daños como consecuencia de un traumatismo cerebral, del maltrato infantil, etc. Existen, por tanto, «experiencias naturales» que pueden inducir comportamientos violentos. Sabemos de los psicópatas que son individuos que se muestran desinhibidos emocionalmente. Este hecho provoca que se frustren y enfaden con mayor facilidad, y que sean incapaces de controlar su reacción agresiva.

Los estudios clásicos de Pincus y sus colegas demostraron que los resultados de tales lesiones no son independientes del entorno. Las personas con lesiones cerebrales, si son sometidas a maltrato durante la infancia, pueden adoptar una actitud paranoica y aprender de sus maltratadores que la violencia es un medio eficaz y correcto para controlar a los demás. Estos individuos pueden llegar a ser los criminales más violentos. La agresividad se encuentra entre los factores de la personalidad que podrían ser hereditarios.

Para entender la contribución genética a la violencia, los estudios realizados con gemelos parecen de vital importancia. Los gemelos monozigóticos (MZ) comparten el 100% de su genoma, mientras los gemelos dizigóticos (DZ) comparten aproximadamente 50% de su genoma, como cualquier otro par de hermanos. Si existe una predisposición a la violencia, ésta será más frecuente entre los gemelos monozigóticos que entre los dizigóticos. Este hecho demuestra la importancia de la genética, ya que los estudios de correlación de la conducta en gemelos, hermanos o hermanastros, nos ayudan a entender la importancia de los factores biológicos frente a los ambientales para que se dé un determinado comportamiento. De este modo, una forma sencilla de determinar el grado de violencia en los niños es hacer una encuesta a sus padres, solicitándoles detalles sobre el número de agresiones que sus hijos infligen a otros niños, las peleas con sus padres, la crueldad que demuestran, etc. Un estudio al respecto encontró correlaciones de 0,83 en gemelos MZ y 0,62 en gemelos DZ, poniendo de relieve que los factores genéticos contribuyeron en un 42% de la variación de agresividad en este grupo de niños..

 

En otro estudio con gemelos se encontró una correlación de 0,78 para MZ y 0,31 para DZ, y en un grupo de niños adoptados, el coeficiente de correlación del comportamiento agresivo entre hermanos adoptados por los mismos padres biológicos era mayor que entre hermanos adoptivos de distintos padres. Este dato apoya la idea de la influencia genética en la agresión. Para investigar la relación entre variabilidad genética y agresión también se puede emplear la observación de conductas. Utilizando este método se realizó un estudio que consistía en observar a niños de 5 a 11 años mientras jugaban con un muñeco. No se constató que existieran diferencias significativas entre los gemelos monozigóticos y dizigóticos en el nivel de agresión que mostraban en el juego. Esta aparente contradicción se explicó gracias a otro estudio reciente (esta vez con gemelos de entre 6 y 11 años), en el que se vio que mientras que las opiniones de los padres estaban más sesgadas hacia factores genéticos, las interacciones familiares categorizadas por observadores estaban más inclinadas hacia los factores ambientales. En otra investigación más exhaustiva se evaluaron las respuestas agresivas de 720 adolescentes de entre 10 y 18 años mientras discutían con sus padres. Este estudio incluía gemelos, hermanos con los mismos padres biológicos y hermanos con uno o ningún padre biológico común. Los investigadores concluyeron que aproximadamente el 28% de la agresión se podía explicar por factores genéticos. Otro excelente indicador del nivel de agresividad en niños y adultos, que además se centra en el tipo de violencia más preocupante, es el análisis de las detenciones y los juicios por delitos violentos. Este tipo de investigaciones, no obstante, pueden verse influidas por factores socioeconómicos tales como: el grupo étnico al que pertenecen los individuos objeto del estudio, los recursos económicos disponibles para pagar a su abogado, la facilidad de acceso a actividades ilegales, etc.

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En un grupo de delincuentes juveniles, por ejemplo, el 30% de la variabilidad en la agresión se explicó por factores genético. En un grupo de 4.997varones daneses, sociedad relativamente homogénea en cuanto a etnicidad, nivel social, etc., un 50% de la variabilidad en los delitos contra personas se explicó por factores genéticos, y el 67% en delitos contra la propiedad.

Pese a todo, nuestro entendimiento de la función cerebral es todavía muy limitado como para permitirnos especificar detalladamente la influencia de los genes que influyen en el comportamiento. Al respecto, se han descubierto algunos defectos monogénicos que predisponen a la agresión, entre ellos defectos en el óxido nítrico sintetasa, en la MAO sintetasa A y el síndrome Lesch-Nyhan, entre otros. Y, sin embargo, ninguno de los defectos mencionados explica la predisposición a la violencia en una población de personas clínicamente normales, aunque apoyen la idea de que la conducta es, en el fondo, producto de la biología en interacción con el ambiente. Los mencionados centros del sistema nervioso encargados del control emocional (lóbulos frontales, sistema límbico e incluso el sistema nervioso autonómo) son las zonas donde se dirigen principalmente las últimas investigaciones genéticas. Además, los sistemas de neuronas dopaminérgicas, serotonérgicas y de otras catecolaminas se vislumbran como primordiales para la regulación de la agresión en animales y en seres humanos, hasta el punto de que el polimorfismo genético de estas neuronas promete explicar mucha de la variabilidad del comportamiento agresivo existente entre diferentes poblaciones humanas. Pero, como señalamos anteriormente, los defectos biológicos no funcionan con independencia del entorno; también existen infinidad de factores ambientales que predisponen a la violencia como, por ejemplo, los medios de comunicación, la disponibilidad de armas, las desigualdades y la competencia social, etc.

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Sin embargo, cuando estudiamos la figura de la agresión, encontramos varias dificultades. Como hemos visto, la mayoría de los estudios epidemiológicos se basan en medidas de conducta (por ejemplo, condenas por actos criminales) que raramente especifican el diagnóstico de los pacientes violentos. Este punto es crucial, aunque sea necesario cometer crímenes para entrar en la categoría de psicópata o de personalidad antisocial y la gran mayoría de los criminales no entren en esta definición. En varias poblaciones de jóvenes varones estadounidenses, por ejemplo, la frecuencia de condenas por delitos (excluyendo los relacionados con el tráfico) alcanza el 25 o el 47%, mientras que solamente el 3% de estos individuos tiene un diagnóstico de personalidad antisocial. Lo mismo ocurre en poblaciones violentas de reclusos: aunque todos son criminales, la mayoría no entran en la definición de personalidad antisocial ni de psicópata.

Cuando investigamos el origen de la personalidad antisocial podemos observar su componente hereditario, aunque nos resulte muy difícil distinguir este aspecto de la predisposición genética al alcoholismo u otra adicción, también ligadas a la personalidad antisocial. Un estudio realizado con 197 personas adoptadas aclaró este extremo. En él se midió la influencia del ambiente del hogar adoptivo y se observó que, a mayor cantidad de factores negativos (peleas matrimoniales, alcoholismo, abuso de drogas, etc.), mayor predisposición a comportarse violentamente. Esta predisposición aumentaba en el caso de los individuos a cuyos padres biológicos se les había diagnosticado personalidad antisocial. Parece que al psicópata no le importan las consecuencias de sus actos. De ahí que suela cometer delitos que le resulten divertidos o emocionantes a corto plazo (robar un coche) sin preocuparse por las consecuencias. Esta idea se confirma en investigaciones psicológicas realizadas a psicópatas. En ellas se observa que estos individuos no aprenden del castigo como el resto de personas. Esto implica la existencia de un defecto en la amígdala —responsable del aprendizaje con carga emocional— o en las conexiones que ésta establece con la corteza. Recientemente se ha podido demostrar la existencia de anomalías en la reacción que el psicópata tiene al escuchar palabras con contenido emocional, utilizando neuroimágenes del flujo de sangre cortical. Las zonas corticales afectadas son las mismas que se mencionaron anteriormente; las encargadas de controlar desde las emociones hasta las reacciones autónomas.

Éste es el enfoque que A. Raine ha dado a la mayor parte de su investigación. Otro aspecto muy interesante es la influencia de la nutrición materna en el cerebro del feto, especialmente en el futuro individuo violento. Se sabe ya que diversas complicaciones maternas (dificultades en el parto, peso reducido del niño, peso inadecuado de la madre, etc.) pueden contribuir a la aparición de la personalidad antisocial en los hijos. Pese a todo, siempre ha sido dificil separar los efectos genéticos de los efectos ambientales, porque la frecuencia de las complicaciones en el parto es más alta en personas con problemas psicológicos y socioeconómicos. Un estudio investigó la frecuencia de la aparición de la personalidad antisocial entre niños holandeses durante la Gran Carestía, tras la II Guerra Mundial, demostrando que la malnutrición materna durante los primeros seis meses de embarazo aumentó considerablemente la frecuencia de hijos con comportamiento antisocial, independientemente de la existencia de otros factores. Todavía no sabemos si los lóbulos frontales y temporales son más susceptibles a sufrir daños ocasionados por la malnutrición. De todos modos, nuestro conocimiento es ya lo suficientemente amplio como para darnos cuenta de la necesidad de mejorar las condiciones sociales de los países subdesarrollados. Si queremos reducir el nivel de violencia debemos alimentar adecuadamente a mujeres y niños.

Sin embargo, cuando estudiamos la figura de la agresión, encontramos varias dificultades. Como hemos visto, la mayoría de los estudios epidemiológicos se basan en medidas de conducta (por ejemplo, condenas por actos criminales) que raramente especifican el diagnóstico de los pacientes violentos. Este punto es crucial, aunque sea necesario cometer crímenes para entrar en la categoría de psicópata o de personalidad antisocial y la gran mayoría de los criminales no entren en esta definición. En varias poblaciones de jóvenes varones estadounidenses, por ejemplo, la frecuencia de condenas por delitos (excluyendo los relacionados con el tráfico) alcanza el 25 o el 47%, mientras que solamente el 3% de estos individuos tiene un diagnóstico de personalidad antisocial. Lo mismo ocurre en poblaciones violentas de reclusos: aunque todos son criminales, la mayoría no entran en la definición de personalidad antisocial ni de psicópata.

Cuando investigamos el origen de la personalidad antisocial podemos observar su componente hereditario, aunque nos resulte muy difícil distinguir este aspecto de la predisposición genética al alcoholismo u otra adicción, también ligadas a la personalidad antisocial. Un estudio realizado con 197 personas adoptadas aclaró este extremo. En él se midió la influencia del ambiente del hogar adoptivo y se observó que, a mayor cantidad de factores negativos (peleas matrimoniales, alcoholismo, abuso de drogas, etc.), mayor predisposición a comportarse violentamente. Esta predisposición aumentaba en el caso de los individuos a cuyos padres biológicos se les había diagnosticado personalidad antisocial. Parece que al psicópata no le importan las consecuencias de sus actos. De ahí que suela cometer delitos que le resulten divertidos o emocionantes a corto plazo (robar un coche) sin preocuparse por las consecuencias. Esta idea se confirma en investigaciones psicológicas realizadas a psicópatas. En ellas se observa que estos individuos no aprenden del castigo como el resto de personas. Esto implica la existencia de un defecto en la amígdala —responsable del aprendizaje con carga emocional— o en las conexiones que ésta establece con la corteza. Recientemente se ha podido demostrar la existencia de anomalías en la reacción que el psicópata tiene al escuchar palabras con contenido emocional, utilizando neuroimágenes del flujo de sangre cortical. Las zonas corticales afectadas son las mismas que se mencionaron anteriormente; las encargadas de controlar desde las emociones hasta las reacciones autónomas.

Éste es el enfoque que A. Raine ha dado a la mayor parte de su investigación. Otro aspecto muy interesante es la influencia de la nutrición materna en el cerebro del feto, especialmente en el futuro individuo violento. Se sabe ya que diversas complicaciones maternas (dificultades en el parto, peso reducido del niño, peso inadecuado de la madre, etc.) pueden contribuir a la aparición de la personalidad antisocial en los hijos. Pese a todo, siempre ha sido dificil separar los efectos genéticos de los efectos ambientales, porque la frecuencia de las complicaciones en el parto es más alta en personas con problemas psicológicos y socioeconómicos. Un estudio investigó la frecuencia de la aparición de la personalidad antisocial entre niños holandeses durante la Gran Carestía, tras la II Guerra Mundial, demostrando que la malnutrición materna durante los primeros seis meses de embarazo aumentó considerablemente la frecuencia de hijos con comportamiento antisocial, independientemente de la existencia de otros factores. Todavía no sabemos si los lóbulos frontales y temporales son más susceptibles a sufrir daños ocasionados por la malnutrición. De todos modos, nuestro conocimiento es ya lo suficientemente amplio como para darnos cuenta de la necesidad de mejorar las condiciones sociales de los países subdesarrollados. Si queremos reducir el nivel de violencia debemos alimentar adecuadamente a mujeres y niños.

VIOLENCIA Y AGRESIÓN

Una definición adaptativa de agresividad sería la expuesta por Valzelli (1983), que la considera como un componente de la conducta normal que se expresa para satisfacer necesidades vitales y para eliminar o superar cualquier amenaza contra la integridad física y/o psicológica. Estaría orientada a la conservación del individuo y de la especie y solamente en el caso de la actividad depredadora conduciría a la destrucción del oponente, llegando hasta provocar su muerte. Siguiendo esta línea, se ha propuesto una distinción entre agresión y violencia basada en criterios de utilidad biológica. La primera sería una conducta normal, fisiológica que ayuda a la supervivencia del individuo y su especie (Archer, 2009). El término violencia se aplicaría a formas de agresión en las que el valor adaptativo se ha perdido, que pueden reflejar una disfunción de los mecanismos neurales relacionados con la expresión y control de la conducta agresiva, en tanto que su objetivo es el daño extremo, incluso llegando a la muerte de la víctima (Anderson y Bushman, 2002, Daly y Wilson, 2003, Mas, 1994). En consecuencia, la violencia está influida por factores culturales, ambientales y sociales que modelan la manera concreta de expresar la conducta violenta (Alcázar, 2011, Siegel y Victoroff, 2009). No obstante, esta conceptualización no implica necesariamente que la agresión y la violencia sean dos categorías separadas; al contrario, desde esta perspectiva se puede considerar que tanto la agresión como la violencia son conductas complejas que en dosis moderadas pueden tener una función adaptativa en entornos ambientales exigentes que supongan retos para la supervivencia del individuo. De este modo, la agresión y la violencia podrían considerarse como parte de una misma dimensión continua (Vassos, Collier y Fazel, 2014).

De esta manera, la violencia debería ser considerada como el resultado final de una cadena de eventos vitales durante la cual los riesgos se van acumulando y potencialmente se refuerzan unos a otros, hasta que la conducta violenta se dispara en una situación específica (Gronde, Kempes, van El, Rinne y Pieters, 2014).

Así, los factores psicosociales y biológicos interactúan modelando la conducta violenta. Por consiguiente, las causas psicosociales y biológicas del crimen violento están inseparablemente unidas y en constante interacción (van der Gronde et al., 2014, Stahl, 2014).

TIPOS DE AGRESIÓN

Una definición adaptativa de agresividad sería la expuesta por Valzelli (1983), que la considera como un componente de la conducta normal que se expresa para satisfacer necesidades vitales y para eliminar o superar cualquier amenaza contra la integridad física y/o psicológica. Estaría orientada a la conservación del individuo y de la especie y solamente en el caso de la actividad depredadora conduciría a la destrucción del oponente, llegando hasta provocar su muerte. Siguiendo esta línea, se ha propuesto una distinción entre agresión y violencia basada en criterios de utilidad biológica. La primera sería una conducta normal, fisiológica que ayuda a la supervivencia del individuo y su especie (Archer, 2009). El término violencia se aplicaría a formas de agresión en las que el valor adaptativo se ha perdido, que pueden reflejar una disfunción de los mecanismos neurales relacionados con la expresión y control de la conducta agresiva, en tanto que su objetivo es el daño extremo, incluso llegando a la muerte de la víctima (Anderson y Bushman, 2002, Daly y Wilson, 2003, Mas, 1994). En consecuencia, la violencia está influida por factores culturales, ambientales y sociales que modelan la manera concreta de expresar la conducta violenta (Alcázar, 2011, Siegel y Victoroff, 2009). No obstante, esta conceptualización no implica necesariamente que la agresión y la violencia sean dos categorías separadas; al contrario, desde esta perspectiva se puede considerar que tanto la agresión como la violencia son conductas complejas que en dosis moderadas pueden tener una función adaptativa en entornos ambientales exigentes que supongan retos para la supervivencia del individuo. De este modo, la agresión y la violencia podrían considerarse como parte de una misma dimensión continua (Vassos, Collier y Fazel, 2014).

De esta manera, la violencia debería ser considerada como el resultado final de una cadena de eventos vitales durante la cual los riesgos se van acumulando y potencialmente se refuerzan unos a otros, hasta que la conducta violenta se dispara en una situación específica (Gronde, Kempes, van El, Rinne y Pieters, 2014).

Así, los factores psicosociales y biológicos interactúan modelando la conducta violenta. Por consiguiente, las causas psicosociales y biológicas del crimen violento están inseparablemente unidas y en constante interacción (van der Gronde et al., 2014, Stahl, 2014).

CONCLUSIONES

Este apartado permite concluir que altas puntuaciones en búsqueda de sensaciones se han vinculado con la conducta antisocial, la delincuencia y el consumo de drogas.

Por otra parte, también se relacionan con asumir riesgos en conductas prosociales como en el caso de profesiones de riesgo. En este sentido, es posible que en los sujetos en los que se combine una alta impulsividad con una alta búsqueda de sensaciones sea más probable la conducta externalizadora (antisocial, delincuencia y consumo de drogas). La integración de las teorías aquí presentadas junto con los resultados de los trabajos revisados sugieren que el proceso de maduración en los adolescentes del sistema dopaminérgico relacionado con la recompensa podría estar en la base de rasgos temperamentales como la impulsividad y la búsqueda de sensaciones, que se vinculan con el espectro de conductas externalizadoras (conducta antisocial, conductas de riesgo y consumo de drogas) que son estadísticamente frecuentes en los adolescentes y que el aumento progresivo del autocontrol a lo largo del desarrollo hace que vayan declinando con los años.

En particular, la conducta delincuente que florece con la adolescencia y que estadísticamente declina a partir de los veinte años de edad podría vincularse con la sobreactivación del citado sistema de recompensa que impulsaría a los adolescentes en la búsqueda de sensaciones y novedades, lo que les llevaría a tomar decisiones de riesgo en busca de recompensas a corto plazo, compensando un bajo nivel de arousal (Alcaro, Huber y Panksepp, 2007; Galvan, 2010; Geier, 2013; Gjedde et al., 2010; Raine, 1993; Steinberg, 2008; Zuckerman y Neeb, 1979). No obstante lo anterior, la mayoría de los estudios revisados son de tipo correlacional, con muestras relativamente pequeñas y de carácter transversal, por lo que cualquier conclusión habrá de tomarse con cautela.

SEGUNDA ACTIVIDAD DE APRENDIZAJE

Investigue y defina los siguientes conceptos y remita sus actividades al correo: actividades@consejomexicanodeneurociencias.org

1. Trastorno antisocial de la personalidad

2. Sociopatía

3.Psicopatía

2. Realice un mapa conceptual en el que establezca los diversos tipos de trastorno antisocial de la personalidad establecidos en el DSM-5.

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